15 DE MAYO
– MARTES
7ª – SEMANA DE PASCUA – B –
SAN ISIDRO
LABRADOR
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (20,17-27):
En aquellos días, desde Mileto, mandó Pablo llamar a los presbíteros
de la Iglesia de Éfeso.
Cuando se
presentaron, les dijo:
«Vosotros sabéis que todo el tiempo que he estado aquí, desde el día
que por primera vez puse pie en Asia, he servido al Señor con toda humildad, en
las penas y pruebas que me han procurado las maquinaciones de los judíos.
Sabéis que no he ahorrado medio alguno, que os he predicado y enseñado en
público y en privado, insistiendo a judíos y griegos a que se conviertan a Dios
y crean en nuestro Señor Jesús. Y ahora me dirijo a Jerusalén, forzado por el
Espíritu. No sé lo que me espera allí, sólo sé que el Espíritu Santo, de ciudad
en ciudad, me asegura que me aguardan cárceles y luchas. Pero a mí no me
importa la vida; lo que me importa es completar mi carrera, y cumplir el
encargo que me dio el Señor Jesús: ser testigo del Evangelio, que es la gracia
de Dios. He pasado por aquí predicando el reino, y ahora sé que ninguno de
vosotros me volverá a ver. Por eso declaro hoy que no soy responsable de la
suerte de nadie: nunca me he reservado nada; os he anunciado enteramente el plan
de Dios.»
Palabra de Dios
Salmo: 67,10-11.20-21
R/. Reyes de la tierra, cantad a Dios
Derramaste en tu heredad,
oh Dios, una
lluvia copiosa,
aliviaste la
tierra extenuada
y tu rebaño
habitó en la tierra que tu bondad,
oh Dios,
preparó para los pobres. R/.
Bendito el Señor cada día,
Dios lleva
nuestras cargas,
es nuestra
salvación.
Nuestro Dios
es un Dios que salva,
el Señor Dios
nos hace escapar de la muerte. R/.
Lectura del santo evangelio según san Juan (17,1-11a):
En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo:
«Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te
glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida
eterna a los que le confiaste.
Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero,
y a tu enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado
la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame cerca de ti, con la
gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese.
He manifestado tu nombre a los hombres que me diste de en medio del
mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora
han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he
comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han
conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado.
Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por éstos que tú me
diste, y son tuyos. Sí, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido
glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo,
mientras yo voy a ti.»
Palabra del Señor
1. Esta
larga oración, que Jesús pronuncia antes de su pasión y muerte, es una
meditación teológica que hace el autor
del IV Evangelio. Una meditación que el autor pone en boca de Jesús en forma de
plegaria al Padre.
Esta oración, por tanto, no expresa lo que
Jesús pensaba aquella noche, horas antes de morir, sino la cristología que
predominaba en "la comunidad del discípulo amado", seguramente a
finales del siglo primero. Lo cual no
quiere decir que todo esto fuera un invento del "discípulo
amado".
Como es
lógico, en esta oración se recogen ideas y palabras que fueron clave para
Jesús.
2.
Cuando llegó el momento culminante, Jesús fue consciente de que le había
llegado "la hora". Concretamente, "su hora". No solo la
hora de la muerte, sino, además, y en aquella muerte tal como se produjo, Jesús
vio la hora de la gloria. Estamos, por tanto, ante la inversión total de todos
los valores que en este mundo se aprecian y se exaltan. Con lo que Jesús está
diciendo que la glorificación no está en el éxito y el triunfo, sino en la
vinculación de la propia suerte y el propio destino a la suerte y al destino de
todas las víctimas de este mundo.
SAN ISIDRO
LABRADOR
(Alrededores
de Madrid, hacia 1080 - Madrid, 1130) Santo español, patrono de la Villa de
Madrid y de los agricultores. Aunque no se tienen demasiados datos biográficos
sobre el santo, parece ser que vino al mundo en el seno de una familia
humildísima, poco antes de la reconquista de Madrid, en una casa situada donde
en la actualidad se halla la calle de las Aguas. Quedó huérfano muy pronto, así
que el joven Isidro se buscó el sustento con trabajos como el de pocero hasta
que finalmente se empleó como labrador.
San Isidro Labrador
Cuando
Alí, rey de Marruecos, atacó Madrid en 1110, Isidro hizo como muchos otros y se
trasladó a Torrelaguna, donde continuó con el mismo género de vida, dedicada al
trabajo y a la oración, que había llevado hasta el momento. Fue precisamente en
la parroquia de esta localidad donde contrajo matrimonio con una joven llamada
María, natural de Uceda, cuya dote matrimonial fue una heredad en su pueblo
natal, lo que fue causa de que los esposos se establecieran allí para trabajar
las tierras por cuenta propia.
Aunque
Isidro era piadoso y devoto, su esposa no le iba a la zaga a este respecto, ni
tampoco en cuanto a laboriosidad, todo lo cual hizo -según la leyenda- que se
granjearan la predilección de Dios, que los benefició con su ayuda innumerables
veces, como cuando salvó milagrosamente a su hijo único que había caído en un
profundo pozo o cuando permitió a María pasar a pie enjuto sobre el río Jarama
y así librarse de los infundios de infidelidad que contra ella lanzaban las
gentes.
En 1119,
Isidro volvió de nuevo a Madrid, y entró a trabajar como jornalero agricultor
al servicio de un tal Juan de Vargas. Estableció su morada junto a la Iglesia
de San Andrés, donde oía la misa del alba todas las mañanas y, luego,
atravesaba el puente de Segovia -las tierras de su patrón estaban del otro lado
del Manzanares- para aprestarse al duro trabajo de roturar la tierra con el
arado. Se dice de él que daba cuanto tenía a los menesterosos, y aún a las
palomas hambrientas cedía las migas de pan de las que se alimentaba.
Con el
correr del tiempo decidieron los esposos separarse para llevar una vida de
mayor santidad; marchó así Isidro a Madrid, mientras María quedaba en Caraquiz
consagrada al cuidado de la ermita, la cual barría y aseaba diariamente, al
tiempo que pedía limosna para costear el aceite que alumbraba la imagen. La
separación duró hasta la última enfermedad del santo, cuando María tuvo noticia
por un ángel de la muerte de su marido. Corrió presta a la Villa y no se separó
del lado de su esposo hasta que éste exhaló su último aliento. Luego volvió a
Caraquiz y, después de unos años, también murió.
A Isidro,
como pobre de solemnidad que era, se le enterró en el cementerio de la
parroquia de San Andrés, en una tosca caja de madera sin cepillar.
Transcurridos cuarenta años, como los prodigios de Isidro seguían corriendo de
boca en boca, ante la insistencia del pueblo, se exhumó el cuerpo y se le dio
sepultura en el interior del templo. Se vio entonces que, a pesar del tiempo
transcurrido y de haber estado expuesto a las inclemencias meteorológicas,
todavía se conservaba entero y de color tan natural como si estuviera vivo,
prodigio que se ha podido comprobar en las múltiples traslaciones que de su
cuerpo se han hecho.
Cuando
Alfonso VIII vino a Madrid tras haber derrotado al moro en las Navas de Tolosa,
ordenó que el cuerpo fuera colocado en un arca bellamente policromada con
escenas de la vida de Isidro. La beatificación, pronunciada por Paulo V el 14
de junio de 1619, a instancias de Felipe III, fue acontecimiento largo tiempo
esperado por el pueblo madrileño; para conmemorar el evento se celebraron
grandes festejos, en el transcurso de los cuales se inauguró la plaza Mayor.
El 19 de
junio de 1622, Isidro, que en la memoria del pueblo ya era santo, fue
canonizado por el papa Gregorio XV, junto a Santa Teresa de Jesús, San Ignacio
de Loyola, San Francisco Javier y San Felipe Neri. En 1657 el arquitecto fray
Diego de Madrid comenzó a levantar la capilla de San Isidro -primer ejemplo del
barroco madrileño-, aneja a la iglesia de San Andrés, destinada a contener la
urna del santo, cuyo traslado se produjo definitivamente en 1669. El 4 de
febrero de 1789, Carlos III ordenó que la urna fuera instalada en el antiguo
Colegio Imperial, que pasó a llamarse entonces Iglesia Real de San Isidro, y
que luego sería la catedral de Madrid.
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