28 DE AGOSTO – VIERNES –
21ª – SEMANA DEL T. O. – A –
SAN AGUSTÍN
Lectura de la primera carta
del apóstol san Pablo a los Corintios (1,17-25):
No
me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el Evangelio, y no con sabiduría de
palabras, para no hacer ineficaz la cruz de Cristo. El mensaje de la cruz es
necedad para los que están en vías de perdición; pero para los que están en
vías de salvación, para nosotros, es fuerza de Dios.
Dice la Escritura:
«Destruiré la sabiduría de los sabios, frustraré la sagacidad de los sagaces.»
¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el sofista de
nuestros tiempos? ¿No ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo? Y
como, en la sabiduría de Dios, el mundo no lo conoció por el camino de la
sabiduría, quiso Dios valerse de la necedad de la predicación, para salvar a
los creyentes. Porque los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría;
pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos,
necedad para los gentiles; pero para los llamados a Cristo, judíos o griegos,
un Mesías que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es
más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.
Palabra de Dios
Salmo: 32
R/. La misericordia del Señor
llena la tierra
Aclamad,
justos, al Señor,
que merece la alabanza de los buenos.
Dad gracias al Señor con la cítara,
tocad en su honor el arpa de diez cuerdas. R/.
Que
la palabra del Señor es sincera,
y todas sus acciones son leales;
él ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra. R/.
El
Señor deshace los planes de las naciones,
frustra los proyectos de los pueblos,
pero el plan del Señor subsiste por siempre,
los proyectos de su corazón, de edad en edad. R/.
Lectura del santo evangelio
según san Mateo (25,1-13):
En
aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:
«El Reino de los cielos
se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al
esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar
las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas
de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se
durmieron.
A medianoche se oyó una
voz:
"¡Que llega el
esposo, salid a recibirlo!"
Entonces se despertaron
todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias
dijeron a las sensatas:
"Dadnos un poco de
vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas."
Pero las sensatas
contestaron:
"Por si acaso no hay
bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo
compréis."
Mientras iban a comprarlo
llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de
bodas y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras doncellas,
diciendo:
"Señor, señor,
ábrenos."
Pero él respondió:
"Os lo aseguro: no
os conozco."
Por tanto, velad, porque
no sabéis el día ni la hora.»
Palabra del Señor
1. Esta parábola
produce una impresión de extrañeza, de sorpresa y de estupor. Hay en
este relato un "corte" con la realidad de la vida cotidiana. Ni el
retraso inexplicable del novio, ni la negativa de
las muchachas que no quisieron dar el aceite, ni eso de mandar
a la tienda a alguien a las tantas de la noche, ni lo de dar con la puerta en
las narices a unas chicas que piden entrar a la fiesta, ni siquiera el cerrar
la puerta en una boda que, en aquellos pueblos, era una fiesta para toda la
gente, todo eso, sencillamente no tiene ni pies ni cabeza. Ni Jesús
pudo poner eso como ejemplo para nadie.
2. El
"corte" y la "extravagancia del relato" (Paul Ricoeur) son
la mejor garantía de una parábola evangélica auténtica. El "novio"
(nymphíos), en los evangelios,
es Jesús (Mc 2, 19; Mt 9, 15; Lc 5, 34; Jn 3, 29). Y viene a celebrar un
banquete de boda, la gran metáfora del Reino (Mt 22, 2 par).
Ahora bien, de acuerdo con
lo que dicen estos textos evangélicos, estar con el novio es cortar con los
ayunos y privaciones que imponía la religión de los fariseos. Y es también cortar con los
intereses y conveniencias de los que no entraron al banquete de boda del Reino,
al banquete en el que entraron los pobres y vagabundos de los caminos.
3. La parábola
no es una amenaza para estar preparados para el juicio de Dios (no se celebra
un juicio, sino un banquete). Ni es una exhortación ética para ser generoso con quien
pide un poco de aceite. La parábola viene a recordar que, al banquete de boda,
que es la presencia de Jesús en esta vida, entran los que viven preparados
para eso: los que no centran su vida en cumplir observancias y privaciones
religiosas, los pobres, sencillos, humildes y gentes que no son los que se ven
como los importantes y los selectos de este mundo. Las jóvenes invitadas, que
finalmente no entraron en la boda, tuvieron una equivocación fatal: ellas se
vieron como las preferidas y escogidas. Y por eso se sintieron seguras. No les
importó la falta de aceite. El hecho de sentirse las "elegidas
selectas" fue su perdición. ¡Qué peligroso es sentirse superior a los
demás!
SAN AGUSTÍN
Nació en Tagaste
(África) en el año 354; después de una juventud algo desviada doctrinal y
moralmente, se convirtió estando en Milán, y en el año 387 fue bautizado por
el obispo Ambrosio. Vuelto a su patria, llevó una vida dedicada al ascetismo, y
fue elegido obispo de Hipona.
Durante los treinta y
cuatro años en los que ejerció este ministerio, fue un modelo para su grey, a
la que dio una sólida formación por medio de sus sermones y de sus numerosos
escritos, con los que contribuyó en gran manera a una mayor profundización de
la fe cristiana contra los errores doctrinales de su tiempo.
Murió en el año 430. l
(Aurelius
Augustinus o Aurelio Agustín de Hipona; Tagaste, hoy Suq Ahras, actual Argelia,
354 - Hipona, id., 430) Teólogo latino, una de las máximas figuras de la
historia del pensamiento cristiano. Excelentes pintores han ilustrado la vida
de San Agustín recurriendo a una escena apócrifa que no por serlo resume y
simboliza con menos acierto la insaciable curiosidad y la constante búsqueda de
la verdad que caracterizaron al santo africano. En lienzos, tablas y frescos,
estos artistas le presentan acompañado por un niño que, valiéndose de una
concha, intenta llenar de agua marina un agujero hecho en la arena de la playa.
Dicen que San Agustín encontró al chico mientras paseaba junto al mar
intentando comprender el misterio de la Trinidad y que, cuando trató sonriente
de hacerle ver la inutilidad de sus afanes, el niño repuso: "No ha de ser
más difícil llenar de agua este agujero que desentrañar el misterio que bulle
en tu cabeza."
San Agustín de Hipona
San
Agustín se esforzó en acceder a la salvación por los caminos de la más absoluta
racionalidad. Sufrió y se extravió numerosas veces, porque es tarea de titanes
acomodar las verdades reveladas a las certezas científicas y matemáticas y
alcanzar la divinidad mediante los saberes enciclopédicos. Y aún es más difícil
si se posee un espíritu ardoroso que no ignora los deleites del cuerpo. La
personalidad de San Agustín de Hipona era de hierro e hicieron falta durísimos
yunques para forjarla.
Biografía
Aurelio
Agustín nació en Tagaste, en el África romana, el 13 de noviembre de 354. Su
padre, llamado Patricio, era un funcionario pagano al servicio del Imperio. Su
madre, la dulce y abnegada cristiana Mónica, luego santa, poseía un genio
intuitivo y educó a su hijo en su religión, aunque, ciertamente, no llegó a
bautizarlo. El niño, según él mismo cuenta en sus Confesiones, era irascible,
soberbio y díscolo, aunque excepcionalmente dotado. Romaniano, mecenas y
notable de la ciudad, se hizo cargo de sus estudios, pero Agustín, a quien
repugnaba el griego, prefería pasar su tiempo jugando con otros mozalbetes.
Tardó en aplicarse a los estudios, pero lo hizo al fin porque su deseo de saber
era aún más fuerte que su amor por las distracciones; terminadas las clases de
gramática en su municipio, estudió las artes liberales en Metauro y después
retórica en Cartago.
A los
dieciocho años, Agustín tuvo su primera concubina, que le dio un hijo al que
pusieron por nombre Adeodato. Los excesos de ese "piélago de
maldades" continuaron y se incrementaron con una afición desmesurada por
el teatro y otros espectáculos públicos y la comisión de algunos robos; esta
vida le hizo renegar de la religión de su madre. Su primera lectura de las
Escrituras le decepcionó y acentuó su desconfianza hacia una fe impuesta y no
fundada en la razón. Sus intereses le inclinaban hacia la filosofía, y en este
territorio encontró acomodo durante algún tiempo en el escepticismo moderado,
doctrina que obviamente no podía satisfacer sus exigencias de verdad.
Sin
embargo, el hecho fundamental en la vida de San Agustín de Hipona en estos años
es su adhesión al dogma maniqueo; su preocupación por el problema del mal, que
lo acompañaría toda su vida, fue determinante en su adhesión al maniqueísmo, la
religión de moda en aquella época. Los maniqueos presentaban dos sustancias
opuestas, una buena (la luz) y otra mala (las tinieblas), eternas e
irreductibles. Era preciso conocer el aspecto bueno y luminoso que cada hombre
posee y vivir de acuerdo con él para alcanzar la salvación.
A San
Agustín le seducía este dualismo y la fácil explicación del mal y de las
pasiones que comportaba, pues ya por aquel entonces eran estos los temas
centrales de su pensamiento. La doctrina de Mani o Manes, fundador del
maniqueísmo, se asentaba en un pesimismo radical aún más que el escepticismo,
pero denunciaba inequívocamente al monstruo de la materia tenebrosa enemiga del
espíritu, justamente aquella materia, "piélago de maldades", que
Agustín quería conjurar en sí mismo.
Dedicado
a la difusión de esa doctrina, profesó la elocuencia en Cartago (374-383), Roma
(383) y Milán (384). Durante diez años, a partir del 374, vivió Agustín esta
amarga y loca religión. Fue colmado de atenciones por los altos cargos de la
jerarquía maniquea y no dudó en hacer proselitismo entre sus amigos. Se entregó
a los himnos ardientes, los ayunos y las variadas abstinencias y complementó
todas estas prácticas con estudios de astrología que le mantuvieron en la
ilusión de haber encontrado la buena senda. A partir del año 379, sin embargo,
su inteligencia empezó a ser más fuerte que el hechizo maniqueo. Se apartó de
sus correligionarios lentamente, primero en secreto y después denunciando sus
errores en público. La llama de amor al conocimiento que ardía en su interior
le alejó de las simplificaciones maniqueas como le había apartado del
escepticismo estéril.
En 384
encontramos a San Agustín de Hipona en Milán ejerciendo de profesor de
oratoria. Allí lee sin descanso a los clásicos, profundiza en los antiguos
pensadores y devora algunos textos de filosofía neoplatónica. La lectura de los
neoplatónicos, probablemente de Plotino, debilitó las convicciones maniqueístas
de San Agustín y modificó su concepción de la esencia divina y de la naturaleza
del mal; igualmente decisivo en la nueva orientación de su pensamiento serían
los sermones de San Ambrosio, arzobispo de Milán, que partía de Plotino para
demostrar los dogmas y a quien San Agustín escuchaba con delectación, quedando
"maravillado, sin aliento, con el corazón ardiendo". A partir de la
idea de que «Dios es luz, sustancia espiritual de la que todo depende y que no
depende de nada», San Agustín comprendió que las cosas, estando necesariamente
subordinadas a Dios, derivan todo su ser de Él, de manera que el mal sólo puede
ser entendido como pérdida de un bien, como ausencia o no-ser, en ningún caso
como sustancia.
Dos
años después, la convicción de haber recibido una señal divina (relatada en el
libro octavo de las Confesiones) lo decidió a retirarse con su madre, su hijo y
sus discípulos a la casa de su amigo Verecundo, en Lombardía, donde San Agustín
escribió sus primeras obras. En 387 se hizo bautizar por San Ambrosio y se
consagró definitivamente al servicio de Dios. En Roma vivió un éxtasis
compartido con su madre, Mónica, que murió poco después.
En 388
regresó definitivamente a África. En el 391 fue ordenado sacerdote en Hipona
por el anciano obispo Valerio, quien le encomendó la misión de predicar entre
los fieles la palabra de Dios, tarea que San Agustín cumplió con fervor y le
valió gran renombre; al propio tiempo, sostenía enconado combate contra las
herejías y los cismas que amenazaban a la ortodoxia católica, reflejado en las
controversias que mantuvo con maniqueos, pelagianos, donatistas y paganos.
Tras
la muerte de Valerio, hacia finales del 395, San Agustín fue nombrado obispo de
Hipona; desde este pequeño pueblo pescadores proyectaría su pensamiento a todo
el mundo occidental. Sus antiguos correligionarios maniqueos, y también los
donatistas, los arrianos, los priscilianistas y otros muchos sectarios vieron
combatidos sus errores por el nuevo campeón de la Cristiandad. Dedicó numerosos
sermones a la instrucción de su pueblo, escribió sus célebres Cartas a amigos,
adversarios, extranjeros, fieles y paganos, y ejerció a la vez de pastor,
administrador, orador y juez. Al mismo tiempo elaboraba una ingente obra
filosófica, moral y dogmática; entre sus libros destacan los Soliloquios, las
Confesiones y La ciudad de Dios, extraordinarios testimonios de su fe y de su
sabiduría teológica.
Al
caer Roma en manos de los godos de Alarico (410), se acusó al cristianismo de
ser responsable de las desgracias del imperio, lo que suscitó una encendida
respuesta de San Agustín, recogida en La ciudad de Dios, que contiene una
verdadera filosofía de la historia cristiana. Durante los últimos años de su
vida asistió a las invasiones bárbaras del norte de África (iniciadas en el
429), a las que no escapó su ciudad episcopal. Al tercer mes del asedio de
Hipona, cayó enfermo y murió.
La filosofía de San Agustín
El
tema central del pensamiento de San Agustín de Hipona es la relación del alma,
perdida por el pecado y salvada por la gracia divina, con Dios, relación en la
que el mundo exterior no cumple otra función que la de mediador entre ambas
partes. De ahí su carácter esencialmente espiritualista, frente a la tendencia
cosmológica de la filosofía griega. La obra del santo se plantea como un largo
y ardiente diálogo entre la criatura y su Creador, esquema que desarrollan
explícitamente sus Confesiones (400).
Si
bien el encuentro del hombre con Dios se produce en la charitas (amor), Dios es
concebido como bien y verdad, en la línea del idealismo platónico. Sólo
situándose en el seno de esa verdad, es decir, al realizar el movimiento de lo
finito hacia lo infinito, puede el hombre acercarse a su propia esencia. Pero
su visión pesimista del hombre contribuyó a reforzar el papel que, a sus ojos,
desempeña la gracia divina, por encima del que tiene la libertad humana, en la
salvación del alma. Este problema es el que más controversias ha suscitado,
pues entronca con la cuestión de la predestinación, y la postura de San Agustín
contiene en este punto algunos equívocos.
Mundo, alma y Dios
En sus
concepciones sobre la naturaleza y el mundo físico, Agustín de Hipona parte del
hilemorfismo de Aristóteles: los seres se componen de materia y forma. Pero conforme
al ideario cristiano, Agustín introduce el concepto de creación (Dios creó
libremente el mundo de la nada), extraño a la tradición griega, y enriquece la
teoría aristotélica con las llamadas razones seminales: al crear el mundo, Dios
lo dejó en un estado inicial de indeterminación, pero depositó en la materia
una serie de potencialidades latentes comparables a semillas, que en las
circunstancias adecuadas y conforme a un plan divino originaron los sucesivos
seres y fenómenos. De este modo, el mundo evoluciona con el tiempo,
actualizando constantemente sus potencialidades y configurándose como cosmos.
El ser
humano se compone de cuerpo (materia) y alma (forma). Pero siguiendo ahora a
Platón, para Agustín de Hipona cuerpo y alma son sustancias completas y
separadas, y su unión es accidental: el hombre es un alma racional inmortal que
se sirve, como instrumento, de un cuerpo material y mortal; el santo llegó
incluso a usar algunas veces el símil platónico del jinete y el caballo. Dotada
de voluntad, memoria e inteligencia, el alma es una sustancia espiritual simple
e indivisible, cualidades de las que se desprende su inmortalidad, ya que la
muerte es descomposición de las partes.
San Agustín de Hipona (c. 1637), de
Rubens
Tal
concepto crearía dificultades y dudas en San Agustín a la hora de establecer el
origen del alma (siempre rechazó la noción platónica de la preexistencia) y
conciliarlo con el dogma del pecado original. Si el alma era generada por los
padres al igual que el cuerpo (generacionismo), se entendía que el pecado
original se transmitiese a los descendientes, pero, siendo simple e
indivisible, ¿cómo podía el alma pasar a los hijos? Y si el alma era creada por
Dios en el instante del nacimiento (creacionismo), ¿cómo podía Dios crear un
alma imperfecta, manchada por el pecado original?
Para
San Agustín, fe y razón se hallan profundamente vinculadas: sus célebres
aforismos "cree para entender" y "entiende para creer"
(Crede ut intelligas, Intellige ut credas) significan que la fe y la razón,
pese a la primacía de la primera, se iluminan mutuamente. Mediante la sensación
y la razón podemos llegar a percibir cosas concretas y a conocer algunas
verdades necesarias y universales, pero referidas a fenómenos concretos, temporales.
Sólo gracias a una iluminación o poder suplementario que Dios concede al alma,
a la razón, podemos llegar al conocimiento racional superior, a la sabiduría.
Por otra parte, un discurso racional correcto necesariamente ha de conducir a
las verdades reveladas.
De
este modo, la razón nos ofrece algunas pruebas de la existencia de Dios, de
entre las que destaca en San Agustín el argumento de las verdades eternas. Una
proposición matemática como, por ejemplo, el teorema de Pitágoras es
necesariamente verdadera y siempre lo será; el fundamento de tal verdad no
puede hallarse en el devenir cambiante del mundo, sino en un ser también
inmutable y eterno: Dios. Dios posee todas las perfecciones en grado sumo;
Agustín destaca entre sus atributos la verdad y la bondad (por influjo de la
idea platónica del bien), aunque establece la inmutabilidad como el atributo
del que derivan lógicamente los demás. La influencia de Platón se hace de nuevo
patente en el llamado ejemplarísimo de San Agustín: Dios posee el conocimiento
de la esencia de todo lo creado; las ideas de cada ser en la mente divina son
como los modelos o ejemplos a partir de los cuales Dios creó a cada uno de los
seres.
Ética y política
El
hombre aspira a la felicidad, pero, conforme a la doctrina cristiana, no puede
ser feliz en la tierra; durante su existencia terrenal debe practicar la virtud
para alcanzar la salvación, y gozar así en la otra vida de la visión beatífica
de Dios, única y verdadera felicidad. Aunque para la salvación es necesario el
concurso de la gracia divina, la práctica perseverante de las virtudes
cardinales y teologales es el camino que ha de seguir el hombre para alejarse
de aquella tendencia al mal que el pecado original ha impreso en su alma.
Agustín
de Hipona entiende el mal como no-ser, como carencia de ser. Siguiendo la tesis
ejemplariza, el mundo y los seres que lo forman son buenos en cuanto que
imitación o realización, aunque imperfecta, de las ideas divinas; no podemos
culpar a Dios de sus carencias, ya que Dios les dio el ser, no el no-ser. Del
mismo modo, las malas acciones son actos privados de moralidad; Dios no puede
sino permitir que se cometan, pues lo contrario implicaría retirar al alma
humana su libre albedrío.
Las
ideas políticas de Agustín de Hipona deben situarse en el contexto de la
profunda crisis que atravesaba el Imperio romano y de la acusación lanzada por
los paganos de que el cristianismo era la causa de la decadencia de Roma. San
Agustín respondió trazando en La ciudad de Dios una filosofía de la historia;
la palabra "ciudad" ha de entenderse en esta obra no como conjunto de
calles y edificios, sino como el vocablo latino civitas, es decir, la población
o habitantes de una ciudad. Entendiendo el término en tal sentido, para San
Agustín la historia de la humanidad es la de una lucha entre la ciudad de Dios
y la ciudad terrena, la ciudad del bien y la del mal. Entre los moradores de la
ciudad terrenal impera "el amor a sí mismo hasta el desprecio de
Dios"; en la ciudad de Dios, "el amor a Dios hasta el deprecio de sí
mismo".
Remontándose
a los ángeles y a Adán y Eva y descendiendo por la Biblia hasta llegar a
Jesucristo y a su propia época, Agustín de Hipona expone el desarrollo de esta
constante pugna. La ciudad de Dios se inició con los ángeles, y la terrena, con
Caín y el pecado original. La historia de la humanidad se divide en dos grandes
épocas: la primera, desde la caída del hombre hasta Jesucristo, preparó la
redención; la segunda, desde Jesucristo hasta el fin del mundo, cumplirá y
realizará la redención, pues el conflicto entre ambas ciudades proseguirá hasta
que, ya en el fin de los tiempos, triunfe definitivamente la ciudad de Dios.
Desde
tal amplia perspectiva, la situación crítica del Imperio romano (en el que San
Agustín ve un instrumento de Dios para facilitar la propagación de la fe) es
solamente otro momento de esa lucha, y más debe atribuirse su crisis a la
pervivencia del paganismo entre los ciudadanos que a la cristianización; una
Roma plenamente cristiana podría pasar a ser un imperio espiritual y no
meramente terrenal. Junto al núcleo que la motiva, se halla en esta obra su
concepto de la familia y la sociedad como positivas derivaciones de la
naturaleza humana (no como resultado de un pacto), así como la noción del
origen divino del poder del gobernante.
Por su
vasta y perdurable irradiación, puede afirmarse que Agustín de Hipona figura
entre los pensadores más influyentes de la tradición occidental; es preciso
saltar hasta Santo Tomás de Aquino (siglo XIII) para encontrar un filósofo de
su misma talla. Toda la filosofía y la teología medieval, hasta el siglo XII,
fue básicamente agustiniana; los grandes temas de San Agustín -conocimiento y
amor, memoria y presencia, sabiduría- dominaron la teología cristiana hasta la
escolástica tomista. Lutero recuperó, transformándola, su visión pesimista del
hombre pecador, y los seguidores de Jansenio, por su parte, se inspiraron muy a
menudo en el Augustinus, libro en cuyas páginas se resumían las principales
tesis del filósofo de Hipona.
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