30 DE AGOSTO – DOMINGO –
22ª – SEMANA DEL T. O. – A –
San Pamaquio de Roma
Lectura del libro de Jeremías (20,7-9):
Me
sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Yo era el
hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí. Siempre que hablo tengo que
gritar: «Violencia», proclamando: «Destrucción.» La palabra del Señor se volvió
para mí oprobio y desprecio todo el día.
Me dije: «No me acordaré de él, no hablaré
más en su nombre»; pero ella era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en
los huesos; intentaba contenerlo, y no podía.
Salmo: 62,2.3-4.5-6.8-9
R/. Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío
Oh Dios,
tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua. R/.
¡Cómo
te contemplaba en el santuario
viendo tu fuerza y tu gloria!
Tu gracia vale más que la vida,
te alabarán mis labios. R/.
Toda
mi vida te bendeciré
y alzaré las manos invocándote.
Me saciaré como de enjundia y de manteca,
y mis labios te alabarán jubilosos. R/.
Porque
fuiste mi auxilio,
y a la sombra de tus alas canto con júbilo;
mi alma está unida a ti,
y tu diestra me sostiene. R/.
Lectura de la carta del apóstol san
Pablo a los Romanos (12,1-2):
Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros
cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto
razonable. Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación
de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno,
lo que le agrada, lo perfecto.
Evangelio según san Mateo (16,21-27):
En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a
Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y
escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.
Pedro se lo llevó aparte y se puso a
increparlo:
«¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede
pasarte.»
Jesús se volvió y dijo a Pedro:
«Quítate de mí vista, Satanás, que me haces
tropezar; tú piensas corno los hombres, no como Dios.»
Entonces dijo Jesús a sus discípulos:
«El que quiera venirse conmigo, que se
niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su
vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará.
- ¿De qué le sirve a un hombre ganar el
mundo entero, si arruina su vida?
- ¿O qué podrá dar para recobrarla?
Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus
ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su
conducta.»
Palabra
del Señor
Pedro, portavoz
de Satanás, y la parábola del maletín y el joyero
Cola de comida ante
Cáritas
Este último fin de semana de agosto, al menos en
España, no parece el momento más adecuado para honduras teológicas. La
preocupación de la mayoría de la gente se centrará en el fin de las vacaciones,
la vuelta al trabajo o la amenaza del paro, la difusión del coronavirus, los
problemas a los que se enfrenta la escolarización … Sin embargo, en este
contexto en el que muchísimos van a tener que cargar con su cruz, es bueno
hacerlo siguiendo a Jesús.
En el evangelio
del domingo anterior, Pedro, inspirado por Dios, confiesa a Jesús como Mesías.
Inmediatamente después, dejándose llevar por su propia inspiración, intenta
apartarlo del plan que Dios le ha encomendado. El relato lo podemos dividir en
tres escenas.
1ª escena: Jesús y los discípulos
(primer anuncio de la pasión y resurrección)
En aquel
tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y
padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y
que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día.
Pedro acaba de
confesar a Jesús como Mesías. Él piensa en un Mesías glorioso, triunfante. Por
eso, Jesús considera esencial aclarar las ideas a sus discípulos. Se dirigen a
Jerusalén, pero él no será bien recibido. Al contrario, todas las personas
importantes, los políticos (“ancianos”), el clero alto (“sumos sacerdotes”) y
los teólogos (“escribas”) se pondrán en contra suya, le harán sufrir mucho, y
lo matarán.
Es difícil poner
de acuerdo a estas tres clases sociales. Sin embargo, aquí coinciden en el
deseo de hacer sufrir y eliminar a Jesús. Pero todo esto, que parece una simple
conjura humana, Jesús lo interpreta como parte del plan de Dios. Por eso, no
dice a los discípulos: «Vamos a Jerusalén, y allí una panda de canallas me
va a perseguir y matar», sino «tengo que ir» a Jerusalén a cumplir
la misión que Dios me encomienda, que implicará el sufrimiento y la muerte,
pero que terminará en la resurrección.
Para la concepción
popular del Mesías, como la que podían tener Pedro y los otros, esto resulta
inaudito. Sin embargo, la idea de un personaje que salva a su pueblo y triunfa
a través del sufrimiento y la muerte no es desconocida al pueblo de Israel. La
expresó un profeta anónimo, y su mensaje ha quedado en el c.53 de Isaías sobre
el Siervo de Dios.
2ª escena: Pedro y Jesús (vuelven las
tentaciones)
Jesús termina
hablando de resurrección, pero lo que llama la atención a Pedro es el «padecer
mucho» y el «ser ejecutado». Según Mc 8,32, Pedro se puso entonces a reprender
a Jesús, pero no se recogen las palabras que dijo. Mateo describe su reacción
con más crudeza:
Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo:
― ¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.
Jesús se volvió y dijo a Pedro:
― Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar;
tú piensas como los hombres, no como Dios.
Ahora no es Dios
quien habla a través de Pedro, es Pedro quien se deja llevar por su propio
impulso. Está dispuesto a aceptar a Jesús como Mesías victorioso, no como
Siervo de Dios. Y Jesús, que un momento antes lo ha llamado «bienaventurado»,
le responde con enorme dureza: «¡Quítate de mí vista, Satanás, que me haces
tropezar!»
Estas palabras
traen a la memoria el episodio de las tentaciones a las que Satanás
sometió a Jesús después del bautismo. El puesto del demonio lo ocupa ahora
Pedro, el discípulo que más quiere a Jesús, el que más confía en él, el más
entusiasmado con su persona y su mensaje. Y Jesús, que no vio especial peligro
en las tentaciones de Satanás, ve aquí un grave peligro para él. Por eso, su
reacción no es serena, como ante el demonio; no aduce tranquilamente argumentos
de Escritura para rechazar al tentador, sino que está llena de
violencia: «Tú piensas como los hombres, no como Dios.» Los hombres
tendemos a rechazar el sufrimiento y la muerte, no los vemos espontáneamente
como algo de lo que se pueda sacar algún bien. Dios, en cambio, sabe que eso
tan negativo puede producir gran fruto.
Esta función de
tentador que desempeña Pedro en el pasaje y la reacción tan enérgica de Jesús
nos recuerdan que las mayores tentaciones para nuestra vida cristiana no
proceden del demonio, sino de las personas que están a nuestro lado y nos
quieren. Frente a una mentalidad que mitifica y exagera el peligro del demonio
en nuestra vida, es interesante recordar este episodio evangélico y unas
palabras de santa Teresa que van en la misma línea. Después de contar las dudas
e incertidumbres por las que atravesó en muchos momentos de su vida, causadas
a veces por confesores que le hacían ver el demonio en todas partes, resume su
experiencia final:«...tengo yo más miedo a los que tan grande le tienen al
demonio que a él mismo; porque él no me puede hacer nada, y estos otros, en
especial si son confesores, inquietan mucho, y he pasado algunos años de tan
gran trabajo, que ahora me espanto cómo lo he podido sufrir» (Vida,
cap. 25, nn.20-22).
3ª escena: Jesús y los discípulos
(parábola del maletín y el joyero)
Entonces dijo Jesús a sus
discípulos:
― El que quiera venirse
conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si
uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la
encontrará.
¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si
arruina su vida?
¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del
hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a
cada uno según su conducta.
No
se conocían de nada, sólo les unió compartir dos asientos de primera clase.
Ella colocó en el compartimento un elegante estuche con sus joyas. Él, un
pesado maletín con su portátil y documentos de sumo interés. El pánico fue
común al cabo de unas horas, cuando vieron arder uno de los motores y oyeron el
aviso de prepararse para un aterrizaje de emergencia. Tras el terrible impacto
contra el suelo, ella renunció a sus joyas y corrió hacia la salida. Él se
retrasó intentando salvar sus documentos. El cadáver y el maletín los
encontraron al día siguiente, cuando los bomberos consiguieron apagar el
incendio. Extrañamente, ella recuperó intacto el estuche de sus joyas.
En tiempos de
Jesús no había aviones, y él no pudo contar esta parábola. Pero le habría
servido para explicar la enseñanza final de este evangelio. Para entender esta
tercera parte conviene comenzar por el final, el momento en el que el Hijo del
Hombre vendrá a pagar a cada uno según su conducta. En realidad, sólo hay dos
conductas: seguir a Jesús (salvar la vida, renunciando al
joyero) o seguirse a uno mismo (salvar el maletín a costa de
la vida). Seguir a Jesús supone un gran sacrificio, incluso se puede tener la
impresión de que uno pierde lo que más quiere. Seguirse a uno mismo resulta más
importante, salvar la vida y el maletín. Pero el avión está ya ardiendo y no
caben dilaciones. El que quiera salvar el maletín, perderá la vida.
Paradójicamente,
el que renuncia al joyero salva la vida y recupera las joyas.
San
Pamaquio de Roma
Perteneció
a la familia de los Camilos cuyas posesiones en el norte de África les hacían
inmensamente ricos. Probablemente, Pamaquio fue cristiano de toda la vida.
Recibió una esmerada educación en retórica, elocuencia y literatura sagrada.
Fue en la juventud compañero de Jerónimo y mantuvieron la amistad incluso más
allá de la interrupción que supuso la marcha al desierto de Jerónimo en el año
370, fecha en torno a la cual pasa Pamaquio a formar parte del Senado.
Quizá
no entendió del todo aquel brote de generosidad en la oración y, posiblemente,
juzgó como extremoso el rigor de la penitencia que el grupo jeronimiano
propiciaba con tanto énfasis. De hecho, bastantes cristianos de Roma lo
juzgaron excesivo y criticaron abundantemente al santo, bien por error, bien
porque la incondicional actitud evangélica de un pequeño círculo cristiano era
una crítica muda para su cómoda mediocridad.
El
caso es que contrajo matrimonio con Paulina, hija de santa Paula, aquella mujer
asceta que siguió junto con Eustoquia al santo penitente al desierto.
Con su
olfato cristiano, Pamaquio detectó y puso de manifiesto los errores doctrinales
de Joviniano y tuvo la valentía de exponerlos con claridad al papa Siricio, que
se vio obligado a condenar la herejía unos años más tarde, en el 390. Para
poder hacerse con seguridad cargo de los peligros que encerraba la enseñanza
joviniana, se vio necesitado de recurrir frecuentemente con consultas
específicas a Jerónimo.
A la
muerte de Paulina por un mal parto, en el año 393, cuando llevaban solamente
cinco años de matrimonio, comenzó Pamaquio a desarrollar una caridad con obras
altamente llamativas. Organizó un banquete para los pobres; no lloró, sino que
se dedicó a hacer; no se lamentó, pero llenó sus días con obras de
misericordia. Tomando lección de la Sagrada Escritura, meditada a diario, se
convenció de que la caridad cubre la multitud de los pecados. Los cojos,
ciegos, paralíticos y tullidos son los herederos de Paulina. Y como las voces
vuelan, continuamente se le ve por Roma acompañado de una nube de pobres a su
alrededor.
Este
hombre de la caridad levantó en el puerto romano un hospital para atender a los
extranjeros, donde él mismo, con sus propias manos, curaba y atendía a los
enfermos y moribundos. Quizá influyó en Pamaquio la clara y animosa ayuda de su
amigo Jerónimo quien le dice por carta que no se contente con «ofrecer a Cristo
tu dinero, sino a ti mismo. Fácilmente se desecha lo que solo se nos pega por
fuera, pero la guerra intestina es más peligrosa; si ofrecemos a Cristo nuestros
bienes con nuestra alma, los recibe de buena gana, pero, si damos lo de fuera a
Dios y lo de dentro al Diablo, el reparto no es justo».
Preocupado
no solo por los cuerpos, sino principalmente de las almas, ejerció un ordenado
apostolado epistolar, escribiendo frecuentes y sólidas cartas dirigidas a los
que administran sus posesiones en Numidia y atienden sus tierras para sacarlos
de la herejía de Donato, que había hecho estragos entre los cristianos poco
cultos o débiles en la fe; fue una labor altamente encomiada por Agustín de
Hipona que le agradece su intervención en una carta escrita en el año 401.
Murió
en el año 410, poco antes del dramático saco de Roma.
Pamaquio
permaneció seglar –laico– toda su vida, dando un testimonio claro de amor a
Dios y de coherencia de fe cristiana. Prestó servicio a la sociedad desde los
más altos cargos profesionales y administró rectamente los bienes patrimoniales
no mirando solo el provecho propio, sino teniendo en cuenta las necesidades de
sus contemporáneos. Un ejemplo para la mayor parte de los fieles cristianos de
todos los tiempos.
Archimadrid.org
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