14 - DE AGOSTO
– DOMINGO –
20 – SEMANA DEL T. O. – C –
San
Maximiliano María Kolbe
Lectura del libro de Jeremías
(38,4-6.8-10):
EN aquellos días,
los dignatarios dijeron al rey:
«Hay que condenar a muerte a ese Jeremías,
pues, con semejantes discursos, está desmoralizando a los soldados que quedan
en la ciudad y al resto de la gente.
Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino
su desgracia».
Respondió el rey Sedecías:
«Ahí lo tenéis, en vuestras manos. Nada
puedo hacer yo contra vosotros».
Ellos se apoderaron de Jeremías y lo
metieron en el aljibe de Malquías, príncipe real, en el patio de la guardia,
descolgándolo con sogas. Jeremías se hundió en el lodo del fondo, pues el
aljibe no tenía agua.
Ebedmélec abandonó el palacio, fue al rey y
le dijo:
«Mi rey y señor, esos hombres han tratado
injustamente al profeta Jeremías al arrojarlo al aljibe, donde sin duda morirá
de hambre, pues no queda pan en la ciudad».
Entonces el rey ordenó a Ebedmélec el
cusita:
«Toma tres hombres a tu mando y sacad al
profeta Jeremías del aljibe antes de que muera».
Palabra de
Dios
Salmo: 39,2.3;4.18
R/. Señor, date prisa en
socorrerme.
V/. Yo esperaba con ansia al Señor;
él se inclinó y escuchó mi grito. R/.
V/. Me levantó de la fosa fatal,
de la charca fangosa;
afianzó mis pies sobre roca,
y aseguró mis pasos. R/.
V/. Me puso en la boca un cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios.
Muchos, al verlo, quedaron sobrecogidos
y confiaron en el Señor. R/.
V/. Yo soy pobre y desgraciado,
pero el Señor se cuida de mí;
tú eres mi auxilio y mi liberación:
Dios mío, no tardes. R/.
Lectura de la carta a los
Hebreos (12,1-4):
Hermanos:
Teniendo una nube tan ingente de testigos,
corramos, con constancia, en la carrera que nos toca, renunciando a todo lo que
nos estorba y al pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inició y
completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la
cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de
Dios.
Recordad al que soportó tal oposición de los
pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo.
Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado.
Palabra de
Dios
Lectura del santo evangelio
según san Lucas (12,49-53):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«He venido a prender fuego a la tierra, ¡y
cuánto deseo que ya esté ardiendo!
Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y
qué angustia sufro hasta que se cumpla!
¿Pensáis que he venido a traer paz a la
tierra?
No, sino división.
Desde ahora estarán divididos cinco en una
casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el
hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la
madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra».
Palabra del
Señor
“Este hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia”.
(Un evangelio climáticamente incorrecto.)
"He venido a prender fuego al
mundo..."
En el contexto de tres olas de calor
extremo y de numerosos incendios forestales, parece de mal gusto que Jesús se
presente como un gran pirómano ansioso de pegar fuego al mundo. Y no para ahí
la cosa. Los europeos concebimos el mes de agosto como un momento de
vacaciones, de descanso, al menos para muchos. Y las lecturas de este domingo
no ayudan a descansar. Comienzan hablando del profeta Jeremías, arrojado a un
aljibe para que muera (1ª lectura). Sigue la carta a los Hebreos hablando de
Jesús, que soportó la cruz, y nos recuerda que todavía no hemos derramado
sangre en nuestra lucha con el pecado (2ª lectura). Y el evangelio, al deseo de
Jesús de pegar fuego al mundo, añade que no ha venido a traer paz, sino
división, incluso en el ámbito más íntimo de la familia.
No sé qué se atreverán a decir
muchos sacerdotes en la homilía. Algunos quizá opten por el sabio consejo: “En
tiempo de sandías, no hay homilía”. Pero ofrezco algunas idea a cualquiera que
desee conocer mejor los textos.
El título está tomado de la primera lectura.
Es lo que dicen de Jeremías las autoridades de Jerusalén. Estamos en el año 587
a.C. La ciudad lleva un año asediada por el ejército de Babilonia, la gente
muere de hambre y el profeta anima a rendirse. En opinión de los patriotas
nacionalistas, está desanimando al pueblo, busca su desgracia.
Eso mismo pensarían muchos escuchando lo
que dice Jesús en el evangelio.
Después de las enseñanzas de los
domingos anteriores sobre la oración, la riqueza, la vigilancia, centradas en
lo que nosotros debemos hacer, en el evangelio de este domingo Jesús habla de
sí mismo: de su misión y su destino. Lo hace con un lenguaje tan enigmático que
los comentaristas discuten desde los primeros siglos el sentido de estas
palabras.
Para entender este evangelio es preciso
tener en cuenta la mentalidad apocalíptica, de la que Jesús participa en cierto
modo. Según ella, el mundo malo presente tiene que desaparecer para dar paso al
mundo bueno futuro: el Reinado de Dios.
Lucas introduce algunos cambios
importantes en esta mentalidad, reuniendo tres frases pronunciadas por Jesús en
diversos momentos:
La primera y la tercera hablan
de la misión de Jesús (prender fuego y traer división).
La segunda, de su destino (pasar
por un bautismo).
Esta forma de organizar el material
(misión – destino – misión) es típica de los autores bíblicos.
La misión: prender fuego
He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!
Lo primero que viene a la mente es un
bosque ardiendo, o el fenómeno frecuente en la guerra del incendio de campos,
frutales, casas, ciudades… Esta idea encaja bien en la mentalidad apocalíptica:
hay que poner fin al mundo presente para que surja el Reino de Dios.
Esta interpretación me parece más
correcta que relacionar el fuego con el Espíritu Santo.
El destino: la muerte
Tengo que pasar por un bautismo.
También esta imagen es enigmática, porque
“bautizar” significa normalmente “lavar”; por ejemplo, los platos se
“bautizan”, es decir, se lavan. Esa idea la aplica Juan Bautista (y otros
muchos judíos desde el profeta Ezequiel) al pecado: en el bautismo, cuando la
persona se sumerge en el río Jordán, se lavan sus pecados; simbólicamente, la
persona que entra en el agua muere ahogada y sale una persona nueva. El
bautismo equivale a morir para nacer a una nueva vida. Así aparece en el
evangelio de Marcos, cuando Jesús dice a Juan y Santiago:
¿Sois capaces de beber la copa que yo he de beber o bautizaros con el
bautismo que yo voy a recibir? (Mc 10,38). Jesús ve que su destino es la
muerte para resucitar a una nueva vida.
La misión: dividir
¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de
cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos: el
padre contra el hijo, y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la
hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.
Estas palabras se podrían
interpretar como simple consecuencia de la actividad
de Jesús: su persona, su enseñanza y sus obras provocan división entre la
gente, como ya había anunciado Simeón a María: este niño “será una bandera
discutida”.
Pero Jesús habla de una división muy
concreta, dentro de la familia, y eso favorece otra interpretación: Jesús viene
a crear un caos tan tremendo (simbolizado por el caos familiar), que Dios
tendrá que venir a destruir este mundo y dar paso al mundo nuevo. Parece una
interpretación absurda, pero conviene recordar lo que dice el final del libro
de Malaquías: “Yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del
Señor, grande y terrible: reconciliará a padres con hijos, a hijos con padres,
y así no vendré yo a exterminar la tierra” (Mal 3,23-24). De acuerdo con estas
palabras, Dios ha pensado exterminar la tierra en un día grande y terrible.
Para no tener que hacerlo, decide enviar al profeta Elías, que restablecerá las
buenas relaciones en la familia (padres con hijos, hijos con padres), como
símbolo de las buenas relaciones en la sociedad: la situación mejora y Dios no
se ve obligado a exterminar la
tierra.
Jesús dice lo contrario: hace falta acabar
con este mundo, y por ello él ha venido a traer división en el seno de la
familia.
La unión de las tres frases
¿Qué quiere decirnos Lucas uniendo estas
tres frases?
Que Jesús anhela y provoca la desaparición
de este mundo presente para dar paso al Reinado de Dios, pero que ese
cambio está estrechamente relacionado con su muerte.
La comunidad de Lucas, cuando escuchara
estas palabras, vería también reflejada en ellas su propia situación. La
conversión de algunos de sus miembros había supuesto división en la familia,
enfrentamiento de hijos y padres, de hijas y madres. Los miembros no cristianos
podrían decir de Jesús lo que se había dicho de Jeremías: «Este hombre no
busca el bien del pueblo, sino su desgracia».
¿Tiene sentido todo esto para nosotros?
Este mensaje apocalíptico resulta lejano
al hombre de hoy. De hecho, Lucas lo matiza y modifica en el libro de los
Hechos de los Apóstoles: los cristianos no debemos estar esperando el fin del
mundo, aunque pidamos todos los días que “venga a nosotros tu reino”; nuestra
misión ahora es extender el evangelio por todo el mundo, como hicieron los
apóstoles. Y la idea de la segunda venida de Jesús cede el puesto a una
distinta: el triunfo de Jesús, glorificado a la derecha de Dios.
Sin embargo, incluso en una sociedad que
presume de tolerante, como la nuestra, Jesús puede seguir siendo causa de
división. El ejemplo de las primeras comunidades cristianas, que creyeron en él
a pesar de todas las dificultades, debe seguir animándonos.
Lectura de la carta a los Hebreos 12, 1-4
Por una feliz casualidad, la segunda
lectura ofrece cierta relación con el evangelio: el destino de Jesús sirve de
ejemplo a los cristianos. La imagen de partida ya la uso Pablo: un estadio
lleno de espectadores que contemplan el espectáculo.
Jesús, como cualquier atleta, se entrena
duramente, en medio de grandes renuncias y sacrificios; sabe, además, que
competirá en un ambiente adverso, hostigado y abucheado por los espectadores.
Pero no se arredra: renuncia a pasarlo bien, aguanta, soporta, y termina
triunfando.
Ahora nos toca a nosotros coger el relevo. Hay que despojarse de todo lo que estorba, correr la carrera sin cansarse ni perder el ánimo.
Sacerdote
franciscano polaco que fue asesinado por los Nazis en un campo de
concentración, tras entregar voluntariamente su vida a cambio de la de un padre
de familia.
San
Maximiliano María Kolbe nació en Polonia el 8 de enero de 1894 en la ciudad de
Zdunska Wola (Pabiance), que en ese entonces se hallaba ocupada por Rusia. Fue
bautizado con el nombre de Raimundo en la iglesia parroquial. A los 13 años
ingresó en el Seminario de los padres franciscanos en la ciudad polaca de Lvov,
la cual a su vez estaba ocupada por Austria, y estando en el seminario adoptó
el nombre de Maximiliano. Finaliza sus estudios en Roma y en 1918 es ordenado
sacerdote.
Devoto
de la Inmaculada Concepción, pensaba que la Iglesia debía ser militante en su
colaboración con la Gracia Divina para el avance de la Fe Católica. Movido por
esta devoción y convicción, funda en 1917 un movimiento llamado "La
Milicia de la Inmaculada" cuyos miembros se consagrarían a la
bienaventurada Virgen María y tendrían el objetivo de luchar mediante todos los
medios moralmente válidos, por la construcción del Reino de Dios en todo el
mundo.
Verdadero
apóstol moderno, inicia la publicación de la revista mensual "Caballero de
la Inmaculada", orientada a promover el conocimiento, el amor y el
servicio a la Virgen María en la tarea de convertir almas para Cristo. Con un
Tiraje de 500 ejemplares en 1922, para 1939 alcanzaría cerca del millón de
ejemplares.
En
1929 funda la primera "Ciudad de la Inmaculada" en el convento
franciscano de Niepokalanów a 40 kilómetros de Varsovia, que al paso del tiempo
se convertiría en una ciudad consagrada a la Virgen.
En
1931, luego de que el Papa solicitara misioneros, se ofrece como voluntario. En
1936 regresa a Polonia como director espiritual de Niepokalanów, y 3 años más
tarde, en plena II Guerra Mundial, es apresado junto con otros frailes y
enviado a campos de concentración en Alemania y Polonia. Es liberado poco
tiempo después, precisamente el día consagrado a la Inmaculada Concepción.
Es
hecho prisionero nuevamente en febrero de 1941 y enviado a la prisión de
Pawiak, para ser después transferido al campo de concentración de Auschwitz, en
donde a pesar de las terribles condiciones de vida prosiguió su ministerio.
En
Auschwitz, el régimen nazi buscaba despojar a los prisioneros de toda huella de
personalidad tratándolos de manera inhumana e impersonal: como un número; a San
Max le asignaron el 16670. A pesar de todo, durante su estadía en el campo
nunca le abandonaron su generosidad y su preocupación por los demás, así como
su deseo de mantener la dignidad de sus compañeros.
La
noche del 3 de agosto de 1941, un prisionero de la misma sección a la que
estaba asignado San Max escapa; en represalia, el comandante del campo ordena
escoger a 10 prisioneros al azar para ser ejecutados. Entre los hombres
escogidos estaba el sargento Franciszek Gajowniczek, polaco como San
Max, casado y con hijos. San Max, que no se encontraba dentro de los 10
prisioneros escogidos, se ofrece a morir en su lugar. El comandante del campo
acepta el cambio, y San Max es condenado a morir de hambre junto con los otros
nueve prisioneros.
Diez
días después de su condena y al encontrarlo todavía vivo, los nazis le
administran una inyección letal el 14 de agosto de 1941
En
1973 Paulo VI lo beatifica y en 1982 Juan Pablo Segundo lo canoniza como Mártir
de la Caridad.
(Fuente: corazones.org)
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