jueves, 4 de agosto de 2022

Párate un momento: El Evangelio del dia 6 - DE AGOSTO – SÁBADO – 18 – SEMANA DEL T. O. – C – LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR

 

 

 

6 - DE AGOSTO – SÁBADO –

18 – SEMANA DEL T. O. – C –

LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR

 

 

Lectura de la profecía de Daniel (7,9-10.13-14):

Durante la visión, vi que colocaban unos tronos, y un anciano se sentó; su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas. Un río impetuoso de fuego brotaba delante de él. Miles y miles le servían, millones estaban a sus órdenes.

Comenzó la sesión y se abrieron los libros. Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin.

 

Palabra de Dios

 

Salmo: 96,1-2.5-6.9

R/. El Señor reina altísimo sobre toda la tierra

 

El Señor reina, la tierra goza,

se alegran las islas innumerables.

Tiniebla y nube lo rodean,

justicia y derecho sostienen su trono. R/.

Los montes se derriten como cera

ante el dueño de toda la tierra;

los cielos pregonan su justicia,

y todos los pueblos contemplan su gloria. R/.

Porque tú eres, Señor,

altísimo sobre toda la tierra,

encumbrado sobre todos los dioses. R/.

 

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pedro (1,16-19):

Cuando os dimos a conocer el poder y la última venida de nuestro Señor Jesucristo, no nos fundábamos en fábulas fantásticas, sino que habíamos sido testigos oculares de su grandeza. Él recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando la Sublime Gloria le trajo aquella voz:

«Éste es mi Hijo amado, mi predilecto.»

Esta voz, traída del cielo, la oímos nosotros, estando con él en la montaña sagrada. Esto nos confirma la palabra de los profetas, y hacéis muy bien en prestarle atención, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día, y el lucero nazca en vuestros corazones.

 

Palabra de Dios

 

       Lectura del santo Evangelio según san Lucas (9,28b-36):

 

     En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos.

       De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.

       Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús:

     «Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»

      No sabía lo que decía.

      Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube.

Una voz desde la nube decía:

       «Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle.»

       Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo.

       Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.

 

Palabra del Señor

 

     1.  Jesús se transfiguró y los discípulos se quedaron tan fascinados por la visión que Pedro quiso eternizar el momento. Pero luego, Jesús volvió pronto a su apariencia normal y bajaron de la montaña; pero creo que el impacto de la visión fue tan grande que aquellos tres discípulos no lo miraron de la misma manera que antes. Porque sabían quién era realmente.

      2.   ¿No podría ser esto cierto también para nosotros? Todos los seres humanos que nos rodean, a pesar de su apariencia ordinaria, llevan la gloria oculta de Dios, la propia imagen y semejanza. ¡Ojalá pudiéramos ver en ellos y eternizarla en nuestra visión! Entonces nos quitaríamos las sandalias (cf. Ex 3,5) y caminaríamos con respeto por el suelo sagrado que compartimos con ellos. Pero cuando esta visión falla, reducimos al otro al tipo de desfiguración de Hiroshima, cuyo doloroso recuerdo observamos irónicamente en este mismo día.

 

LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR

 



Esta fiesta recuerda la escena en que Jesús, en la cima del monte Tabor, se apareció vestido de gloria, hablando con Moisés y Elías ante sus tres discípulos preferidos, Pedro, Juan y Santiago. La fiesta de la Transfiguración del Señor se venía celebrando desde muy antiguo en las iglesias de Oriente y Occidente, pero el papa Calixto III, en 1457 la extendió a toda la cristiandad para conmemorar la victoria que los cristianos obtuvieron en Belgrado, sobre Mahomet II, orgulloso conquistador de Constantinopla y enemigo del cristianismo, y cuya noticia llegó a Roma el 6 de agosto.

Jesús había anunciado a los suyos la inminencia de su Pasión y los sufrimientos que había de padecer a manos de los judíos y de los gentiles. Y los exhortó a que le siguieran por el camino de la cruz y del sacrificio (Mt 16, 24 ss). Pocos días después de estos sucesos, que habían tenido lugar en la región de Cesarea de Filipo, quiso confortar su fe, pues, -como enseña Santo Tomás- para que una persona ande rectamente por un camino es preciso que conozca antes, de algún modo el fin al que se dirige: “como el arquero no lanza con acierto la saeta si no mira primero al blanco al que la envía. Y esto es necesario sobre todo cuando la vía es áspera y difícil y el camino laborioso... Y por esto fue conveniente que manifestase a sus discípulos la gloria de su claridad, que es los mismo que transfigurarse, pues en esta claridad transfigurará a los suyos” (Sto. Tomás, Suma teológica).

Nuestra vida es un camino hacia el Cielo. Pero es una vía que pasa a través de la Cruz y del sacrificio. Hasta el último momento habremos de luchar contra corriente, y es posible que también llegue a nosotros la tentación de querer hacer compatible la entrega que nos pide el Señor con una vida fácil, como la de tantos que viven con el pensamiento puesto exclusivamente en las cosas materiales... “¡Pero no es así! El cristianismo no puede dispensarse de la cruz: la vida cristiana no es posible sin el peso fuerte y grande del deber... si tratásemos de quitarle ésto a nuestra vida, nos crearíamos ilusiones y debilitaríamos el cristianismo; lo habríamos transformado en una interpretación muelle y cómoda de la vida” (Pablo VI, Alocución 8-IV-1966). No es esa la senda que indicó el Señor.

Los discípulos quedarían profundamente desconcertados al presenciar los hechos de la Pasión. Por eso, el Señor condujo a tres de ellos, precisamente a los que debían acompañarle en su agonía de Getsemaní, a la cima del monte Tabor para que contemplaran su gloria. Allí se mostró “en la claridad soberana que quiso fuese visible para estos tres hombres, reflejando lo espiritual de una manera adecuada a la naturaleza humana. Pues, rodeados todavía de la carne mortal, era imposible que pudieran ver ni contemplar aquella inefable e inaccesible visión de la misma divinidad, que está reservada en la vida eterna para los limpios de corazón” (San León Magno, Homilía sobre la transfiguración), la que nos aguarda si procuramos ser fieles cada día.

También a nosotros quiere el Señor confortarnos con la esperanza del Cielo que nos aguarda, especialmente si alguna vez el camino se hace costoso y asoma el desaliento. Pensar en lo que nos aguarda nos ayudará a ser fuertes y a perseverar. No dejemos de traer a nuestra memoria el lugar que nuestro Padre Dios nos tiene preparado y al que nos encaminamos. Cada día que pasa nos acerca un poco más. El paso del tiempo para el cristiano no es, en modo alguno, una tragedia; acorta, por el contrario, el camino que hemos de recorrer para el abrazo definitivo con Dios: el encuentro tanto tiempo esperado.

Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz. En esto se le aparecieron Moisés y Elías hablando con Él (Mt 17, 1-3). Esta visión produjo en los Apóstoles una felicidad incontenible; Pedro la expresa con estas palabras: Señor, ¡qué bien estamos aquí!; si quieres haré aquí tres tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías (Mt 17, 4). Estaba tan contento que ni siquiera pensaba en sí mismo, ni en Santiago y Juan que le acompañaban. San Marcos, que recoge la catequesis del mismo San Pedro, añade que no sabía lo que decía (Mc 9, 6). Todavía estaba hablando cuando una nube resplandeciente los cubrió con y una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias: escuchadle (Mt 17, 5).

El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el Tabor fueron sin duda de gran ayuda en tantas circunstancias difíciles y dolorosas de la vida de los tres discípulos. San Pedro lo recordará hasta el final de sus días. En una de sus Cartas, dirigida a los primeros cristianos para confortarlos en un momento de dura persecución, afirma que ellos, los Apóstoles, no han dado a conocer a Jesucristo siguiendo fábulas llenas de ingenio, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad. En efecto Él fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la sublime gloria le dirigió esta voz: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta voz, venida del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo (2 Pdr 1, 16-18). El Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los discípulos quedaron fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en su alma toda la vida. “La transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en la vida de cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza Antigua, y, sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso prestar fe absoluta y obediencia total” (Juan Pablo II, Homilía 27-II-1983), al que debemos buscar todos los días de nuestra existencia aquí en la tierra.

¿Qué será el Cielo que nos espera, donde contemplaremos, si somos fieles, a Cristo glorioso, no en un instante, sino en una eternidad sin fin?

Todavía estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias: escuchadle (Mt 17, 5). ¡Tantas veces le hemos oído en la intimidad de nuestro corazón!

El misterio que celebramos no sólo fue un signo y anticipo de la glorificación de Cristo, sino también de la nuestra, pues, como nos enseña San Pablo, el Espíritu da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados (Rom 8, 16-17). Y añade el Apóstol: Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros (Rom 8, 18). Cualquier pequeño o gran sufrimiento que padezcamos por Cristo nada es si se mide con lo que nos espera. El Señor bendice con la Cruz, y especialmente cuando tiene dispuesto conceder bienes muy grandes. Si en alguna ocasión nos hace gustar con más intensidad su Cruz, es señal de que nos considera hijos predilectos. Pueden llegar el dolor físico, humillaciones, fracasos, contradicciones familiares... No es el momento entonces de quedarnos tristes, sino de acudir al Señor y experimentar su amor paternal y su consuelo. Nunca nos faltará su ayuda para convertir esos aparentes males en grandes bienes para nuestra alma y para toda la Iglesia. “No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso” (J. Escrivá de Balaguer, “Amigos de Dios”). Él es, Amigo inseparable, quien lleva lo duro y lo difícil. Sin Él cualquier peso nos agobia.

Si nos mantenemos siempre cerca de Jesús, nada nos hará verdaderamente daño: ni la ruina económica, ni la cárcel, ni la enfermedad grave..., mucho menos las pequeñas contradicciones diarias que tienden a quitarnos la paz si no estamos alerta. El mismo San Pedro lo recordaba a los primeros cristianos: ¿quién os hará daño, si no pensáis más que en obrar bien? Pero si sucede que padecéis algo por amor a la justicia, sois bienaventurados (1Pdr 3, 13-14).

Pidamos a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz el dolor y la fatiga que cada día trae consigo, con el pensamiento puesto en Jesús, que nos acompaña en esta vida y que nos espera, glorioso al final del camino. Y cuando llegue aquella hora en que se cierren mis ojos humanos, abridme otros, Señor, otros más grandes para contemplar vuestra faz inmensa. ¡Sea la muerte un mayor nacimiento! (J. Margall, Canto espiritual), el comienzo de una vida sin fin.

 

Fuente:

Extracto del libro “Hablar con Dios”,

de Francisco Fernández-Carvajal

 

 

 

 

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