28 - DE AGOSTO
– DOMINGO
– 22 – SEMANA
DEL T. O. – C
–
SAN AGUSTÍN
Lectura del libro del
Eclesiástico (3,17-18.20.28-29):
Hijo, actúa con
humildad en tus quehaceres, y te querrán más que al hombre generoso.
Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y así alcanzarás el favor del
Señor.
«Muchos son los altivos e ilustres, pero él
revela sus secretos a los mansos».
Porque grande es el poder del Señor y es
glorificado por los humildes.
La desgracia del orgulloso no tiene remedio,
pues la planta del mal ha echado en él sus raíces.
Un corazón prudente medita los proverbios,
un oído atento es el deseo del sabio.
Palabra de
Dios
Salmo: 67,4-5ac.6-7ab.10-11
R/. Tu bondad, oh, Dios, preparó una
casa para los pobres.
V/. Los justos se alegran,
gozan en la presencia de Dios,
rebosando de alegría.
Cantad a Dios, tocad a su nombre;
su nombre es el Señor. R/.
V/. Padre de huérfanos, protector de viudas,
Dios vive en su santa morada.
Dios prepara casa a los desvalidos,
libera a los cautivos y los enriquece. R/.
V/. Derramaste en tu heredad,
oh, Dios, una lluvia copiosa,
aliviaste la tierra extenuada;
y tu rebaño habitó en la tierra
que tu bondad, oh, Dios,
preparó para los pobres. R/.
Lectura de la carta a los
Hebreos (12,18-19.22-24a):
Hermanos:
No os habéis acercado a un fuego tangible y
encendido, a densos nubarrones, a la tormenta, al sonido de la trompeta; ni al
estruendo de las palabras, oído el cual, ellos rogaron que no continuase
hablando.
Vosotros, os habéis acercado al monte Sion,
ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a las miríadas de ángeles, a la asamblea
festiva de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos; a las
almas de los justos que han llegado a la perfección, y al Mediador de la nueva
alianza, Jesús.
Palabra de
Dios
Lectura del santo evangelio según san
Lucas (14,1.7-14):
En sábado, Jesús
entró en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban
espiando.
Notando que los convidados escogían los
primeros puestos, les decía una parábola:
«Cuando te conviden a una boda, no te
sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más
categoría que tú; y venga el que os convidó a ti y al otro, y te diga:
“Cédele el puesto a este”.
Entonces, avergonzado, irás a ocupar el
último puesto.
Al revés, cuando te conviden, vete a
sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te
diga:
“Amigo, sube más arriba”.
Entonces quedarás muy bien ante todos los
comensales.
Porque todo el que se enaltece será
humillado; y el que se humilla será enaltecido».
Y dijo al que lo había invitado:
«Cuando des una comida o una cena, no
invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos
ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un
banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado,
porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos».
Palabra del
Señor
"Cuando des
un banquete invita a..."
Banquete, enseñanza y consejo.
Después de varios domingos con
evangelios complicados y densos de contenido, el de hoy resulta extrañamente
fácil de entender. Tan fácil, que parece esconder una trampa.
Un banquete con trampa
Un sábado, no se dice dónde, uno de los
principales fariseos invita a Jesús a comer y él acepta la invitación. Cuando
llega a la casa le sale al encuentro un hidrópico. (La hidropesía consiste en
la retención de líquido en los tejidos, sobre todo en el vientre, aunque
también se da en los tobillos y muñecas, brazos y cuello.)
Todos los invitados fariseos espían a
Jesús para ver qué hará en sábado. ¿Lo curará, contraviniendo el descanso
sabático, o lo dejará que siga enfermo? No me detengo en contar lo ocurrido,
fácil de imaginar, porque la liturgia ha suprimido esta primera escena (Lucas
14,2-6).
El evangelio de este domingo comienza
contando lo ocurrido a continuación. En cuanto termina el espectáculo del
milagro, todos los invitados corren a ocupar los primeros puestos, y Jesús
aprovecha la ocasión para dar una enseñanza a los asistentes y un consejo al
que lo ha invitado.
Primera parte: una enseñanza
Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea
que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó
a ti y al otro y te dirá: "Cédele el puesto a éste.
"Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés,
cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga
el que te convidó, te diga: "Amigo, sube más arriba."
Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se
enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»
Estas palabras resultan desconcertantes
en boca de Jesús: aconseja un comportamiento puramente humano, una forma casi
hipócrita de tener éxito social.
Por otra parte, la historieta no encaja
en nuestra cultura, ya que cuando nos invitan a una boda nos dicen desde el
primer momento en qué mesa debemos sentarnos. Pero hace veinte siglos,
conseguir uno de los primeros puestos era importante, no sólo por el prestigio
social, sino también porque se comía mejor. Marcial, el poeta satírico nacido
en Calatayud el año 40, que vivió parte de su vida en Roma, ironizó sobre esas
tremendas diferencias.
Por consiguiente, lo que a nosotros
puede parecer una historieta anticuada y poco digna en boca de Jesús, reflejaba
para los lectores antiguos una realidad cotidiana divertida, que los llevaba,
casi sin darse cuenta, a la gran enseñanza final: Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será
enaltecido. El uso de la voz pasiva (“será
humillado, será enaltecido”) es un modo de evitar nombrar a Dios, pero los
oyentes sabían muy bien el sentido de la frase:
“Al que se enaltece, Dios los humillará,
al que se humille, Dios lo enaltecerá”.
Naturalmente, ya no se trata de la
actitud que debemos adoptar cuando nos inviten a una boda, sino una actitud
continua en la vida y ante Dios. Pocos capítulos más adelante, Lucas propondrá
en la parábola del fariseo y del publicano un ejemplo concreto, que termina con
la misma enseñanza.
“Dos hombres subieron al templo a orar:…
Porque quien se enaltece será humillado, quien se humilla será enaltecido” (Lucas 18,10-14).
En el Nuevo Testamento hay otros textos
interesantes sobre la humildad. Me limito a recordar un texto de san Pablo que
propone a Jesús como modelo:
“No hagáis nada por ambición o vanagloria, antes con humildad tened a los
otros por mejores. Nadie busque su interés, sino el de los demás. Tened los
mismos sentimientos de Cristo Jesús, el cual, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición
de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana
se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, una muerte en cruz” (Carta a los
Filipenses 2,3-8).
Segunda parte: un consejo
A continuación, dirigiéndose al que lo
ha invitado, le dice:
‒ Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los
vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado.
Cuando des un banquete, invita a
pobres, lisiados, cojos y ciegos.
Dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los
justos.
Esta segunda intervención de Jesús
resulta también atrevida y desconcertante. Después de escucharla, no sería raro
que el dueño de la casa le dijese: “Ya te puedes estar yendo, que voy a invitar
a pobres, lisiados, cojos y ciegos”. Por otra parte, el fariseo no tiene
intención de cobrarle la comida.
Sin embargo, estas palabras, que parecen
desentonar en el contexto, recuerdan mucho a otras pronunciadas por Jesús a
propósito de la limosna, la oración y el ayuno (Mateo 6,1-18). El principio
general es el mismo que en el evangelio de Lucas: el que busca su recompensa en
la tierra, no tendrá la recompensa de Dios.
Guardaos
de hacer las obras buenas en público para ser contemplados. De lo
contrario no os recompensará vuestro Padre
del cielo.
Cuando hagas limosna, no hagas
tocar la trompeta por delante, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en
las calles, para que los alabe la gente. Os aseguro que ya han recibido su
paga. Cuando tú hagas limosna, no sepa la izquierda lo que hace la derecha. De
ese modo tu limosna quedará oculta, y tu Padre, que ve lo escondido, te lo pagará.
Cuando oréis, no hagáis como los hipócritas,
que aman rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas para exhibirse a la
gente. Os aseguro que ya han recibido su paga. Cuando tú vayas a rezar, entra
en tu cuarto, cierra la puerta y reza a tu Padre en secreto. Y tu Padre, que ve lo escondido, te lo pagará.
Cuando ayunéis, no pongáis
mala cara como los hipócritas, que desfiguran la cara para hacer ver a la gente
que ayunan. Os aseguro que ya han recibido su paga. Cuando tú ayunes, perfúmate
la cabeza, y lávate la cara, de modo que tu ayuno no lo observen los hombres,
sino tu Padre, que está escondido; y tu Padre, que ve lo escondido, te lo pagará.
Primera lectura (Eclesiástico 3, 17-18.
20. 28-29)
Contiene cuatro consejos; los dos
primeros empalman directamente con el tema del evangelio.
Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al
hombre generoso.
Hazte
pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque es
grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes.
No
corras a curar la herida del cínico, pues no tiene cura, es brote de mala
planta.
El
sabio aprecia las sentencias de los sabios, el oído atento a la sabiduría se
alegrará.
SAN AGUSTÍN
Memoria de san Agustín, obispo y doctor eximio de la
Iglesia, el cual, después de una adolescencia inquieta por cuestiones
doctrinales y libres costumbres, se convirtió a la fe católica y fue bautizado
por [san Ambrosio de Milán].
Vuelto a su patria, llevó con algunos amigos una vida
ascética y entregada al estudio de las Sagradas Escrituras. Elegido después
obispo de Hipona, en África, siendo modelo de su grey, la instruyó con
abundantes sermones y escritos, con los que también combatió valientemente
contra los errores de su tiempo e iluminó con sabiduría la recta fe.
(Aurelius Augustinus o Aurelio Agustín de
Hipona; Tagaste, hoy Suq Ahras, actual Argelia, 354 - Hipona, id., 430) Teólogo
latino, una de las máximas figuras de la historia del pensamiento cristiano.
Excelentes pintores han ilustrado la vida de San Agustín recurriendo a una
escena apócrifa que no por serlo resume y simboliza con menos acierto la
insaciable curiosidad y la constante búsqueda de la verdad que caracterizaron
al santo africano. En lienzos, tablas y frescos, estos artistas le presentan
acompañado por un niño que, valiéndose de una concha, intenta llenar de agua
marina un agujero hecho en la arena de la playa. Dicen que San Agustín encontró
al chico mientras paseaba junto al mar intentando comprender el misterio de la
Trinidad y que, cuando trató sonriente de hacerle ver la inutilidad de sus
afanes, el niño repuso: "No ha de ser más difícil llenar de agua este
agujero que desentrañar el misterio que bulle en tu cabeza."
San Agustín de Hipona
San Agustín se esforzó en acceder a la
salvación por los caminos de la más absoluta racionalidad. Sufrió y se extravió
numerosas veces, porque es tarea de titanes acomodar las verdades reveladas a
las certezas científicas y matemáticas y alcanzar la divinidad mediante los
saberes enciclopédicos. Y aún es más difícil si se posee un espíritu ardoroso
que no ignora los deleites del cuerpo. La personalidad de San Agustín de Hipona
era de hierro e hicieron falta durísimos yunques para forjarla.
Biografía
Aurelio Agustín nació en Tagaste, en el
África romana, el 13 de noviembre de 354. Su padre, llamado Patricio, era un
funcionario pagano al servicio del Imperio. Su madre, la dulce y abnegada
cristiana Mónica, luego santa, poseía un genio intuitivo y educó a su hijo en
su religión, aunque, ciertamente, no llegó a bautizarlo. El niño, según él
mismo cuenta en sus Confesiones, era irascible, soberbio y díscolo, aunque
excepcionalmente dotado. Romaniano, mecenas y notable de la ciudad, se hizo
cargo de sus estudios, pero Agustín, a quien repugnaba el griego, prefería pasar
su tiempo jugando con otros mozalbetes. Tardó en aplicarse a los estudios, pero
lo hizo al fin porque su deseo de saber era aún más fuerte que su amor por las
distracciones; terminadas las clases de gramática en su municipio, estudió las
artes liberales en Metauro y después retórica en Cartago.
A los dieciocho años, Agustín tuvo su
primera concubina, que le dio un hijo al que pusieron por nombre Adeodato. Los
excesos de ese "piélago de maldades" continuaron y se incrementaron
con una afición desmesurada por el teatro y otros espectáculos públicos y la
comisión de algunos robos; esta vida le hizo renegar de la religión de su
madre. Su primera lectura de las Escrituras le decepcionó y acentuó su
desconfianza hacia una fe impuesta y no fundada en la razón. Sus intereses le
inclinaban hacia la filosofía, y en este territorio encontró acomodo durante
algún tiempo en el escepticismo moderado, doctrina que obviamente no podía
satisfacer sus exigencias de verdad.
Sin embargo, el hecho fundamental en la vida
de San Agustín de Hipona en estos años es su adhesión al dogma maniqueo; su
preocupación por el problema del mal, que lo acompañaría toda su vida, fue
determinante en su adhesión al maniqueísmo, la religión de moda en aquella
época. Los maniqueos presentaban dos sustancias opuestas, una buena (la luz) y
otra mala (las tinieblas), eternas e irreductibles. Era preciso conocer el
aspecto bueno y luminoso que cada hombre posee y vivir de acuerdo con él para
alcanzar la salvación.
A San Agustín le seducía este dualismo y
la fácil explicación del mal y de las pasiones que comportaba, pues ya por
aquel entonces eran estos los temas centrales de su pensamiento. La doctrina de
Mani o Manes, fundador del maniqueísmo, se asentaba en un pesimismo radical aún
más que el escepticismo, pero denunciaba inequívocamente al monstruo de la
materia tenebrosa enemiga del espíritu, justamente aquella materia,
"piélago de maldades", que Agustín quería conjurar en sí mismo.
Dedicado a la difusión de esa doctrina,
profesó la elocuencia en Cartago (374-383), Roma (383) y Milán (384). Durante
diez años, a partir del 374, vivió Agustín esta amarga y loca religión. Fue
colmado de atenciones por los altos cargos de la jerarquía maniquea y no dudó
en hacer proselitismo entre sus amigos. Se entregó a los himnos ardientes, los
ayunos y las variadas abstinencias y complementó todas estas prácticas con
estudios de astrología que le mantuvieron en la ilusión de haber encontrado la
buena senda. A partir del año 379, sin embargo, su inteligencia empezó a ser
más fuerte que el hechizo maniqueo. Se apartó de sus correligionarios
lentamente, primero en secreto y después denunciando sus errores en público. La
llama de amor al conocimiento que ardía en su interior le alejó de las
simplificaciones maniqueas como le había apartado del escepticismo estéril.
En 384 encontramos a San Agustín de Hipona en
Milán ejerciendo de profesor de oratoria. Allí lee sin descanso a los clásicos,
profundiza en los antiguos pensadores y devora algunos textos de filosofía
neoplatónica. La lectura de los neoplatónicos, probablemente de Plotino,
debilitó las convicciones maniqueístas de San Agustín y modificó su concepción
de la esencia divina y de la naturaleza del mal; igualmente decisivo en la
nueva orientación de su pensamiento serían los sermones de San Ambrosio,
arzobispo de Milán, que partía de Plotino para demostrar los dogmas y a quien
San Agustín escuchaba con delectación, quedando "maravillado, sin aliento,
con el corazón ardiendo". A partir de la idea de que «Dios es luz, sustancia
espiritual de la que todo depende y que no depende de nada», San Agustín
comprendió que las cosas, estando necesariamente subordinadas a Dios, derivan
todo su ser de Él, de manera que el mal sólo puede ser entendido como pérdida
de un bien, como ausencia o no-ser, en ningún caso como sustancia.
Dos años después, la convicción de haber
recibido una señal divina (relatada en el libro octavo de las Confesiones) lo
decidió a retirarse con su madre, su hijo y sus discípulos a la casa de su
amigo Verecundo, en Lombardía, donde San Agustín escribió sus primeras obras.
En 387 se hizo bautizar por San Ambrosio y se consagró definitivamente al
servicio de Dios. En Roma vivió un éxtasis compartido con su madre, Mónica, que
murió poco después.
En 388 regresó definitivamente a África. En
el 391 fue ordenado sacerdote en Hipona por el anciano obispo Valerio, quien le
encomendó la misión de predicar entre los fieles la palabra de Dios, tarea que
San Agustín cumplió con fervor y le valió gran renombre; al propio tiempo,
sostenía enconado combate contra las herejías y los cismas que amenazaban a la
ortodoxia católica, reflejado en las controversias que mantuvo con maniqueos,
pelagianos, donatistas y paganos.
Tras la muerte de Valerio, hacia finales del
395, San Agustín fue nombrado obispo de Hipona; desde este pequeño pueblo
pescadores proyectaría su pensamiento a todo el mundo occidental. Sus antiguos
correligionarios maniqueos, y también los donatistas, los arrianos, los
priscilianistas y otros muchos sectarios vieron combatidos sus errores por el
nuevo campeón de la Cristiandad. Dedicó numerosos sermones a la instrucción de
su pueblo, escribió sus célebres Cartas a amigos, adversarios, extranjeros,
fieles y paganos, y ejerció a la vez de pastor, administrador, orador y juez.
Al mismo tiempo elaboraba una ingente obra filosófica, moral y dogmática; entre
sus libros destacan los Soliloquios, las Confesiones y La ciudad de Dios,
extraordinarios testimonios de su fe y de su sabiduría teológica.
Al caer Roma en manos de los godos de Alarico
(410), se acusó al cristianismo de ser responsable de las desgracias del
imperio, lo que suscitó una encendida respuesta de San Agustín, recogida en La
ciudad de Dios, que contiene una verdadera filosofía de la historia cristiana.
Durante los últimos años de su vida asistió a las invasiones bárbaras del norte
de África (iniciadas en el 429), a las que no escapó su ciudad episcopal. Al
tercer mes del asedio de Hipona, cayó enfermo y murió.
La filosofía de San
Agustín
El tema central del pensamiento de San
Agustín de Hipona es la relación del alma, perdida por el pecado y salvada por
la gracia divina, con Dios, relación en la que el mundo exterior no cumple otra
función que la de mediador entre ambas partes. De ahí su carácter esencialmente
espiritualista, frente a la tendencia cosmológica de la filosofía griega. La
obra del santo se plantea como un largo y ardiente diálogo entre la criatura y
su Creador, esquema que desarrollan explícitamente sus Confesiones (400).
Si bien el encuentro del hombre con Dios se
produce en la charitas (amor), Dios es concebido como bien y verdad, en la
línea del idealismo platónico. Sólo situándose en el seno de esa verdad, es
decir, al realizar el movimiento de lo finito hacia lo infinito, puede el
hombre acercarse a su propia esencia. Pero su visión pesimista del hombre
contribuyó a reforzar el papel que, a sus ojos, desempeña la gracia divina, por
encima del que tiene la libertad humana, en la salvación del alma. Este
problema es el que más controversias ha suscitado, pues entronca con la
cuestión de la predestinación, y la postura de San Agustín contiene en este
punto algunos equívocos.
Mundo, alma y Dios
En sus concepciones sobre la naturaleza y el
mundo físico, Agustín de Hipona parte del hilemorfismo de Aristóteles: los
seres se componen de materia y forma. Pero conforme al ideario cristiano,
Agustín introduce el concepto de creación (Dios creó libremente el mundo de la
nada), extraño a la tradición griega, y enriquece la teoría aristotélica con
las llamadas razones seminales: al crear el mundo, Dios lo dejó en un estado
inicial de indeterminación, pero depositó en la materia una serie de
potencialidades latentes comparables a semillas, que en las circunstancias
adecuadas y conforme a un plan divino originaron los sucesivos seres y
fenómenos. De este modo, el mundo evoluciona con el tiempo, actualizando
constantemente sus potencialidades y configurándose como cosmos.
El ser humano se compone de cuerpo (materia)
y alma (forma). Pero siguiendo ahora a Platón, para Agustín de Hipona cuerpo y
alma son sustancias completas y separadas, y su unión es accidental: el hombre
es un alma racional inmortal que se sirve, como instrumento, de un cuerpo
material y mortal; el santo llegó incluso a usar algunas veces el símil
platónico del jinete y el caballo. Dotada de voluntad, memoria e inteligencia,
el alma es una sustancia espiritual simple e indivisible, cualidades de las que
se desprende su inmortalidad, ya que la muerte es descomposición de las partes.
San Agustín de Hipona
(c. 1637), de Rubens
Tal concepto crearía dificultades y dudas en
San Agustín a la hora de establecer el origen del alma (siempre rechazó la
noción platónica de la preexistencia) y conciliarlo con el dogma del pecado
original. Si el alma era generada por los padres al igual que el cuerpo
(generacionismo), se entendía que el pecado original se transmitiese a los
descendientes, pero, siendo simple e indivisible, ¿cómo podía el alma pasar a
los hijos? Y si el alma era creada por Dios en el instante del nacimiento
(creacionismo), ¿cómo podía Dios crear un alma imperfecta, manchada por el
pecado original?
Para San Agustín, fe y razón se hallan
profundamente vinculadas: sus célebres aforismos "cree para entender"
y "entiende para creer" (Crede ut intelligas, Intellige ut credas)
significan que la fe y la razón, pese a la primacía de la primera, se iluminan
mutuamente. Mediante la sensación y la razón podemos llegar a percibir cosas
concretas y a conocer algunas verdades necesarias y universales, pero referidas
a fenómenos concretos, temporales. Sólo gracias a una iluminación o poder
suplementario que Dios concede al alma, a la razón, podemos llegar al
conocimiento racional superior, a la sabiduría. Por otra parte, un discurso
racional correcto necesariamente ha de conducir a las verdades reveladas.
De este modo, la razón nos ofrece algunas
pruebas de la existencia de Dios, de entre las que destaca en San Agustín el
argumento de las verdades eternas. Una proposición matemática como, por
ejemplo, el teorema de Pitágoras es necesariamente verdadera y siempre lo será;
el fundamento de tal verdad no puede hallarse en el devenir cambiante del
mundo, sino en un ser también inmutable y eterno: Dios. Dios posee todas las
perfecciones en grado sumo; Agustín destaca entre sus atributos la verdad y la
bondad (por influjo de la idea platónica del bien), aunque establece la
inmutabilidad como el atributo del que derivan lógicamente los demás. La
influencia de Platón se hace de nuevo patente en el llamado ejemplarísimo de
San Agustín: Dios posee el conocimiento de la esencia de todo lo creado; las
ideas de cada ser en la mente divina son como los modelos o ejemplos a partir
de los cuales Dios creó a cada uno de los seres.
Ética y política
El hombre aspira a la felicidad, pero,
conforme a la doctrina cristiana, no puede ser feliz en la tierra; durante su
existencia terrenal debe practicar la virtud para alcanzar la salvación, y
gozar así en la otra vida de la visión beatífica de Dios, única y verdadera felicidad.
Aunque para la salvación es necesario el concurso de la gracia divina, la
práctica perseverante de las virtudes cardinales y teologales es el camino que
ha de seguir el hombre para alejarse de aquella tendencia al mal que el pecado
original ha impreso en su alma.
Agustín de Hipona entiende el mal como
no-ser, como carencia de ser. Siguiendo la tesis ejemplariza, el mundo y los
seres que lo forman son buenos en cuanto que imitación o realización, aunque
imperfecta, de las ideas divinas; no podemos culpar a Dios de sus carencias, ya
que Dios les dio el ser, no el no-ser. Del mismo modo, las malas acciones son
actos privados de moralidad; Dios no puede sino permitir que se cometan, pues
lo contrario implicaría retirar al alma humana su libre albedrío.
Las ideas políticas de Agustín de Hipona
deben situarse en el contexto de la profunda crisis que atravesaba el Imperio
romano y de la acusación lanzada por los paganos de que el cristianismo era la
causa de la decadencia de Roma. San Agustín respondió trazando en La ciudad de
Dios una filosofía de la historia; la palabra "ciudad" ha de
entenderse en esta obra no como conjunto de calles y edificios, sino como el
vocablo latino civitas, es decir, la población o habitantes de una ciudad.
Entendiendo el término en tal sentido, para San Agustín la historia de la
humanidad es la de una lucha entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena, la
ciudad del bien y la del mal. Entre los moradores de la ciudad terrenal impera
"el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios"; en la ciudad de
Dios, "el amor a Dios hasta el deprecio de sí mismo".
Remontándose a los ángeles y a Adán y Eva y
descendiendo por la Biblia hasta llegar a Jesucristo y a su propia época,
Agustín de Hipona expone el desarrollo de esta constante pugna. La ciudad de
Dios se inició con los ángeles, y la terrena, con Caín y el pecado original. La
historia de la humanidad se divide en dos grandes épocas: la primera, desde la
caída del hombre hasta Jesucristo, preparó la redención; la segunda, desde
Jesucristo hasta el fin del mundo, cumplirá y realizará la redención, pues el
conflicto entre ambas ciudades proseguirá hasta que, ya en el fin de los
tiempos, triunfe definitivamente la ciudad de Dios.
Desde tal amplia perspectiva, la situación
crítica del Imperio romano (en el que San Agustín ve un instrumento de Dios
para facilitar la propagación de la fe) es solamente otro momento de esa lucha,
y más debe atribuirse su crisis a la pervivencia del paganismo entre los
ciudadanos que a la cristianización; una Roma plenamente cristiana podría pasar
a ser un imperio espiritual y no meramente terrenal. Junto al núcleo que la
motiva, se halla en esta obra su concepto de la familia y la sociedad como
positivas derivaciones de la naturaleza humana (no como resultado de un pacto),
así como la noción del origen divino del poder del gobernante.
Por su vasta y perdurable irradiación, puede
afirmarse que Agustín de Hipona figura entre los pensadores más influyentes de
la tradición occidental; es preciso saltar hasta Santo Tomás de Aquino (siglo
XIII) para encontrar un filósofo de su misma talla. Toda la filosofía y la
teología medieval, hasta el siglo XII, fue básicamente agustiniana; los grandes
temas de San Agustín -conocimiento y amor, memoria y presencia, sabiduría-
dominaron la teología cristiana hasta la escolástica tomista. Lutero recuperó,
transformándola, su visión pesimista del hombre pecador, y los seguidores de
Jansenio, por su parte, se inspiraron muy a menudo en el Augustinus, libro en
cuyas páginas se resumían las principales tesis del filósofo de Hipona.
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