martes, 20 de septiembre de 2022

Parate un momento: El Evangelio del dia 22 - DE SEPTIEMBRE – JUEVES – 25 – SEMANA DEL T. O. – C San Mauricio de Agauno y compañeros

 


 

22 - DE SEPTIEMBRE – JUEVES –

 25 – SEMANA DEL T. O. – C

San Mauricio de Agauno y compañeros

 

Lectura del libro del Eclesiastés (1,2-11):

¡Vanidad de vanidades, dice Qohelet; vanidad de vanidades, ¡todo es vanidad! ¿Qué saca el hombre de todas las fatigas que lo fatigan bajo el sol?

Una generación se va, otra generación viene, mientras la tierra siempre está quieta. Sale el sol, se pone el sol, jadea por llegar a su puesto y de allí vuelve a salir. Camina al sur, gira al norte, gira y gira y camina el viento. Todos los ríos caminan al mar, y el mar no se llena; llegados al sitio adonde caminan, desde allí vuelven a caminar. Todas las cosas cansan y nadie es capaz de explicarlas. No se sacian los ojos de ver ni se hartan los oídos de oír. Lo que pasó, eso pasará; lo que sucedió, eso sucederá: nada hay nuevo bajo el sol.

Si de algo se dice: «Mira, esto es nuevo», ya sucedió en otros tiempos mucho antes de nosotros. Nadie se acuerda de los antiguos y lo mismo pasará con los que vengan: no se acordarán de ellos sus sucesores.

 

Palabra de Dios

 

Salmo: 89,3-4.5-6.12-13.14.17

R/. Señor, tú has sido nuestro refugio

de generación en generación

 

Tú reduces el hombre a polvo,

diciendo: «Retornad, hijos de Adán.»

Mil años en tu presencia son un ayer que pasó;

una vela nocturna. R/.

Los siembras año por año,

como hierba que se renueva:

que florece y se renueva por la mañana,

y por la tarde la siegan y se seca. R/.

Enséñanos a calcular nuestros años,

para que adquiramos un corazón sensato.

Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?

Ten compasión de tus siervos. R/.

Por la mañana sácianos de tu misericordia,

y toda nuestra vida será alegría y júbilo.

Baje a nosotros la bondad del Señor

y haga prósperas las obras de nuestras manos. R/.

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (9,7-9):

En aquel tiempo, el virrey Herodes se enteró de lo que pasaba y no sabía a qué atenerse, porque unos decían que Juan había resucitado, otros que había aparecido Elías, y otros que había vuelto a la vida uno de los antiguos profetas.

Herodes se decía:

«A Juan lo mandé decapitar yo.

- ¿Quién es éste de quien oigo semejantes cosas?»

Y tenía ganas de ver a Jesús.

 

Palabra del Señor

 

1.  Estamos acostumbrados a pensar y hablar mal de Herodes el Grande y de su hijo, Herodes Antipas. Y es verdad que ambos, sobre todo el padre, tuvieron asuntos muy negros y repugnantes en su historia. Pero no es frecuente que caigamos en la cuenta de que el Herodes, que mandaba en Galilea cuando Jesús predicaba y curaba enfermos, fue un hombre del que también tenemos que aprender.  Herodes se preguntaba, y preguntaba.   

Ahora bien, el que pregunta es que no sabe y lo reconoce. El que pregunta, además, espera que otro le enseñe, y quiere que se le enseñe lo que él no alcanza a saber. Todo esto es importante en este momento.

- ¿Alguien ha visto una tertulia de políticos que,

ante las cámaras de televisión, den muestras de no saber y, sobre todo, digan que quieren aprender?

- ¿Por qué los hombres del poder son tan autosuficientes?

- ¿No se dan cuenta del ridículo que hacen al presentarse así?

 

2.  El comportamiento, tan profundamente humano de Jesús, curando males y aliviando penas, suscita la curiosidad de todos, incluso de un hombre como Herodes.

Es verdad que, poco después, este político andaba buscando a Jesús para matarlo (Lc 13, 31). Cuando Jesús se enteró de eso, se limitó a decir: "Id a decirle a ese zorro: yo, hoy y mañana, seguiré curando y echando demonios” (Lc 13, 32).

Los "hombres del poder" suelen ser "hombres de la mentira".

 

3.   La amenaza del poder no desvió a Jesús ni un ápice de su lucha contra el sufrimiento.  Y cuando llegó la hora de la verdad, y Jesús se vio atado de pies y manos ante el tribunal de Herodes, que le hizo muchas   preguntas, Jesús "no le contestó palabra" (Lc 23, 9).

Lo que le importaba a Jesús era el dolor de enfermos y pobres.   Para eso nunca necesitó privilegios del poder. Por eso, ni le asustaron sus amenazas, ni le sedujeron sus promesas.  De esto, tendrían que aprender   mucho nuestros obispos. Y todos los que buscamos o nos recreamos en el favor de los que tienen poder y mando.

 

San Mauricio de Agauno y compañeros

 


Santos: 
Digna, Emérita, Iraides, vírgenes; Jonás o Ión, presbítero; Exuperio, Inocencio, Vidal, Mauricio, Cándido, Víctor, Focas el Jardinero, mártires; Félix III, papa; Séptimo, Santino; Lautón (Laudo, Lo), Enmerano, obispos; Landelino, eremita; Silvano, confesor; Salaberga, abadesa

San Euquero, muerto a mediados del siglo V, quiso recoger por escrito las tradiciones orales para «salvar del olvido las acciones de estos mártires». Su relato está escrito a la distancia de siglo y medio adelante de los hechos descritos que siempre fueron propuestos con valor de ejemplaridad y por cristianos que cantan las glorias de sus héroes. Es decir, el relato euqueriano presenta algunos elementos del género épico, pero es innegable que la verdad cruda, histórica y real aparece bajo la depuración de los elementos innecesarios.

 

¿Qué fue lo que pasó?

Diocleciano ha asociado a su Imperio a Maximiano Hércules. Ambos son acérrimos enemigos del nombre cristiano y decretaron la más terrible de las persecuciones.

En las Galias se produce una rebelión y Maximiano acude a sofocarla. Entre sus tropas se encuentra la legión Tebea procedente de Egipto y compuesta por cristianos. Su jefe es Mauricio que antes de incorporarse a su destino ha visitado en Roma al papa Marcelo. En los Alpes suizos, antes de introducirse por los desfiladeros, Maximiano ordena un sacrificio a los dioses para impetrar su protección en la campaña emprendida.

Los componentes de la legión Tebea rehúsan sacrificar, se apartan del resto del ejército y van a acampar a Agauna, entre las montañas y el Ródano, no lejos del lado oriental del lago Leman.

Maximiano, al conocer el motivo de la deserción, manda diezmar a los legionarios rebeldes, pasándolos a espada. Los sobrevivientes se reafirman en su decisión y se animan a sufrir todos los tormentos antes que renegar de la verdadera religión.

Maximiano, cruel como una fiera enfurecida, manda diezmar una segunda vez la legión formada por soldados cristianos y doblegarla. Mientras se lleva a cabo la orden imperial, el resto de los tebanos se exhortan entre sí a perseverar animados por sus jefes: Mauricio («negro» o «moro»), Cándido («blanco») y Exuperio («levantado en alto»). Encendidos con tales exhortaciones, los soldados envían una delegación a Maximiano para exponerle su resolución: que obedecerán al emperador siempre que su fe no se lo impida, y que, si determina hacerlos perecer, renunciarán a defenderse, como hicieron sus camaradas, cuya suerte no temen seguir.

Viendo el emperador su inflexibilidad, da órdenes a su ejército para eliminar a la legión de Tebea que se deja degollar como mansos corderos. En el campo corren arroyos de sangre como nunca se vio en las más cruentas batallas.

Víctor («victorioso»), un veterano licenciado de otra legión, pasa por el lugar mientras los verdugos están celebrando su crueldad. Al informarse de los hechos se lamenta de no haber podido acompañar a sus hermanos en la fe. Los verdugos le sacrifican junto con los demás.

Solo conocemos el nombre de estos cuatro mártires, los otros nombres Dios los conoce. Según San Euquero, la legión estaba formada por 6.600 soldados.

Ya en el siglo IV se daba culto en la región a los mártires de Tebea. Luego, la horrenda matanza de militares que se dejó martirizar por su fe en Cristo dio la vuelta al mundo entre los bautizados. Los que por su oficio tuvieron que pelear mucho, a lo largo de los siglos se acogieron a San Mauricio y a sus compañeros en las batallas (el piadoso rey Segismundo, Carlomagno, Carlos Martel, la Casa de Saboya, las Órdenes de San Lázaro y la del Toisón de Oro, el mismo Felipe II…). Y hasta el mundo del arte dejó para la posteridad, en los pinceles del Greco, la gesta de quienes habían aprendido aquello de que es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres y prefirieron, consecuentemente, perder la vida a traicionar su fe.

Archimadrid.org

 

 

 

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