martes, 11 de octubre de 2022

Párate un momento: El Evangelio del dia 13 - DE OCTUBRE – JUEVES – 28 – SEMANA DEL T. O. – C San Eduardo III el confesor

 

 


13 - DE OCTUBRE – JUEVES –

28 – SEMANA DEL T. O. – C

San Eduardo III el confesor

 

      Comienzo de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (1,1-10):

     Pablo, apóstol de Cristo Jesús por designio de Dios, a los santos y fieles en Cristo Jesús, que residen en Éfeso. Os deseo la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.

     Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor.

     Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya. Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados.

     El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche para con nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad. Éste es el plan que había proyectado realizar por Cristo cuando llegase el momento culminante: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra.      

 

Palabra de Dios

 

     Salmo: 97,1.2-3ab.3cd-4.5-6
     R/. El Señor da a conocer su victoria


     Cantad al Señor un cántico nuevo,
porque ha hecho maravillas:
su diestra le ha dado la victoria,
su santo brazo. 
R/.

     El Señor da a conocer su victoria,
revela a las naciones su justicia:
se acordó de su misericordia
y su fidelidad en favor de la casa de Israel. R/.

Los confines de la tierra han contemplado
la victoria de nuestro Dios.
Aclamad al Señor, tierra entera;
gritad, vitoread, tocad. 
R/.  

    

    Tañed la cítara para el Señor,
suenen los instrumentos:
con clarines y al son de trompetas,
aclamad al Rey y Señor. 
R/.

 

     Lectura del santo evangelio según san Lucas (11,47-54):

 

En aquel tiempo, dijo el Señor:

«¡Ay de vosotros, que edificáis mausoleos a los profetas, después que vuestros padres los mataron! Así sois testigos de lo que hicieron vuestros padres, y lo aprobáis; porque ellos los mataron, y vosotros les edificáis sepulcros.

Por algo dijo la sabiduría de Dios:

"Les enviaré profetas y apóstoles; a algunos los perseguirán y matarán"; y así, a esta generación se le pedirá cuenta de la sangre de los profetas derramada desde la creación del mundo; desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías, que pereció entre el altar y el santuario.

Sí, os lo repito: se le pedirá cuenta a esta generación.

¡Ay de vosotros, maestros de la Ley, que os habéis quedado con la llave del saber; vosotros, ¡que no habéis entrado y habéis cerrado el paso a los que intentaban entrar!»

Al salir de allí, los escribas y fariseos empezaron a acosarlo y a tirarle de la lengua con muchas preguntas capciosas, para cogerlo con sus propias palabras.

 

Palabra de Señor

 

1.  El modo o forma de comportamiento, que Jesús denuncia en este evangelio, por desgracia está más generalizado de lo que imaginamos. Porque no es propio solamente de los actuales escribas y fariseos. Es decir, de los actuales profesionales de la religión. Es la conducta que suelen tener casi todos los integristas intransigentes, en lo que se refiere a la observancia de la religión.

Por eso, lo primero que este texto de Lucas pone en boca de Jesús es el comportamiento tan contradictorio que los profesionales de la religión suelen tener contra los "profetas", tanto los antiguos como los actuales.

Tal comportamiento se resume en lo siguiente: cuando los profetas resultan molestos para la institución religiosa, se les persigue, se les expulsa, se les difama, se les desautoriza y, si es preciso, se les mata.

Pero, luego, cuando a la institución religiosa le conviene, se pone al profeta en un pedestal, se le canoniza, se le presenta como modelo y ejemplo.

 

2.  Por eso no es de extrañar que en la Iglesia se hagan cosas muy parecidas. Cosas que no son sino la prolongación en la historia del conflicto entre sacerdotes y profetas, tal como sucedió en Israel.

Durante el s. XX, la misma Curia Vaticana persiguió a teólogos tan reconocidos como De Lubac o Congar a los que luego elevó al rango de cardenales.

Estas conductas vaticanas han colaborado poderosamente al empobrecimiento de la teología católica, sobre todo, en Europa y especialmente en el ámbito de la dogmática. 

Hoy, en los seminarios y centros de estudios eclesiásticos, se ha creado un clima de miedo, no siempre reconocido, pero sumamente eficaz para bloquear la creatividad teológica y la mejor difusión del Evangelio.

 

3.  Y no es de menos actualidad la acusación que Jesús les hace a los juristas: "os habéis quedado con la llave del saber". El control creciente y abrumador que la jerarquía eclesiástica ejerce sobre el saber de las cosas de Dios, de Jesús, del Evangelio... "cierra el paso a los que intentan entrar". Y es que la "gente sencilla" sintoniza con el Evangelio mucho mejor que los "sabios y entendidos" (Mt 11, 25 par).

En tiempos pasados, cuando la sociedad se mantenía impregnada de religiosidad, la Iglesia podía subsistir. En este momento, y más de ahora en adelante, la Iglesia se va quedando reducida a un gueto, una especie de secta, cada vez más marginal, más desplazada y con menos capacidad de influjo en la sociedad, sobre todo en las sociedades avanzadas de los países industrializados.

No nos queda más solución que el retorno al Evangelio.

 

San Eduardo III el confesor

 


Presentar como excusa para nuestra vida mediocre aquello de que los tiempos no son buenos o que las circunstancias presentan su cara adversa y así no es posible buscar y conseguir la santidad hoy y ahora, no deja de ser un recurso vulgar tras el cual se esconde la pereza para vivir las virtudes cristianas o la falta de confianza en Dios que lleva al desaliento.

De hecho, ni los tiempos en sus usos y costumbres, ni las circunstancias personales facilitaban lo más mínimo la fidelidad cristiana de Eduardo. Nace en Inglaterra en el año 1004, casi con el siglo XI, cuando las incursiones navales de los piratas daneses o escandinavos son causa de numerosos atropellos sangrientos y de represalias aún más crueles. El pueblo sufre desde hace tiempo violencia; está en vilo soportando la ignorancia y pobreza. Los palacios de los nobles están preñados de envidia, ambición y deseos de poder; en el lujo de sus banquetes se sirve la traición.

El mismo Papado en lo externo es en este tiempo más un signo de miseria que un motivo de emulación. Con las basílicas en ruinas, en la elección del Pontífice intervienen los intereses políticos y militares a los que se paga a su tiempo la cuota de dependencia. Hace falta una reforma que por más evidente no llega. Incluso el cisma de Oriente está a punto de producirse y lastimosamente se consuma. Nunca faltó la ayuda del Espíritu Santo a su Iglesia indefectible, pero hacía falta fe teologal para aceptar el Primado, sí, una fe a prueba de cismas y antipapas.

Con diez años tiene que huir Eduardo de Inglaterra, pasando el Canal, a la Bretaña o Normandía donde vivirá con sus tíos —hermanos de su madre— los Duques de Bretaña, en la región por aquel entonces más civilizada de Europa. Allí, al tiempo que crece en su destierro, va recibiendo noticias de la ocupación, saqueo y tiranía del rey Swein de Dinamarca. También de la muerte de su padre, el rey Etelberto, y de su hermano Edmundo que era el príncipe heredero. ¡Claro que su madre Emma llora estos sucesos! Pero un buen día lo abandona, partiendo misteriosamente; se ha marchado para hacerse la esposa de Knut, el nuevo usurpador danés. Tiene Eduardo 15 años y sigue escuchando los consejos de los monjes en Normandía; ya es un regio doncel exilado que se inclina en la oración al buen Dios. A la muerte de Knut, los ingleses le proponen la corona de Inglaterra, pero cuando está a punto de disfrutar del cariño de sus súbditos, le traiciona su madre que quiere el trono para el hijo nacido de Knut; él no quiere un reino ganado con sangre y regresa a Normandía. Los leales súbditos piden una vez más su vuelta y la de su hermano Alfredo; pero es una trampa, Alfredo es asesinado.

Llega a ser rey a los cuarenta años, después de una larga, fecunda y sufrida existencia. Es la hora del heroísmo. No alimenta odio. Está lleno de nobleza y generosidad. Contrae matrimonio con Edith, hija del pernicioso, intrigante y hábil duque de Kent. Relega al olvido el pasado, perdona y no castiga. Se dedica a gobernar. A su madre la recluye en un monasterio. Se entrega a buscar el bien de sus súbditos. De Normandía importa arte y cultura. Como su vida es austera, la Corona se enriquece y pueden limitarse los impuestos. Su dinero es el erario de los pobres. Dotó a iglesias y monasterios de los que Westminster es emblema.

Hoy, a la distancia de casi diez siglos, aún Inglaterra llama a su Corona "de San Eduardo". Fue patrón de Inglaterra hasta ser sustituido por San Jorge.

 

(Fuente: archimadrid.es)

 

 

 

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