23 - DE OCTUBRE
– DOMINGO –
30 – SEMANA
DEL T. O. – C
San Juan de Capistrano
Lectura del libro del Eclesiástico
(35,12-14.16-18):
EL Señor es juez,
y para él no cuenta el prestigio de las
personas.
Para él no hay acepción de personas en
perjuicio del pobre,
sino que escucha la oración del oprimido.
No desdeña la súplica del huérfano,
ni a la viuda cuando se desahoga en su
lamento.
Quien sirve de buena gana, es bien aceptado,
y su plegaria sube hasta las nubes.
La oración del humilde atraviesa las nubes,
y no se detiene hasta que alcanza su
destino.
No desiste hasta que el Altísimo lo atiende,
juzga a los justos y les hace justicia.
El Señor no tardará.
Palabra de Dios
Salmo: 33,2-3.17-18.19.23
R/. El afligido invocó al Señor, y él lo
escuchó
V/. Bendigo al
Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se
alegren R/.
V/. El Señor se enfrenta con los malhechores,
para borrar de la tierra su memoria.
Cuando uno grita, el Señor lo escucha
y lo libra de sus angustias. R/.
V/. El Señor está cerca de los atribulados,
salva a los abatidos.
El Señor redime a sus siervos,
no será castigado quien se acoge a él. R/.
Lectura de la segunda carta del apóstol
san Pablo a Timoteo (4,6-8.16-18):
Querido hermano:
Yo estoy a punto de ser derramado en
libación y el momento de mi partida es inminente.
He combatido el noble combate, he acabado la
carrera, he conservado la fe.
Por lo demás, me está reservada la corona de
la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día; y no solo a mí,
sino también a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación.
En mi primera defensa, nadie estuvo a mi
lado, sino que todos me abandonaron. ¡No les sea tenido en cuenta!
Mas el Señor estuvo a mi lado y me dio
fuerzas para que, a través de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo
oyeran todas las naciones. Y fui librado de la boca del león.
El Señor me librará de toda obra mala y me
salvará llevándome a su reino celestial.
A él la gloria por los siglos de los siglos.
Amén.
Palabra de Dios
Lectura del santo evangelio según san
Lucas (18,9-14):
En aquel tiempo,
Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por
considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno
era fariseo; el otro, publicano.
El fariseo, erguido, oraba así en su
interior:
“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy
como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese
publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás,
no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho
diciendo:
“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado,
y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla
será enaltecido».
Palabra del Señor
La justicia
parcial de Dios.
El Catecismo que estudié de pequeño
decía que Dios “premia a los buenos y castiga a los malos”. Pero no concretaba
quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Y como nuestra forma de pensar es
con frecuencia muy distinta de la de Dios, es probable que los que Dios
considera buenos y malos no coincidan con los que nosotros juzgamos como tales.
Dios, un juez parcial a favor del pobre
Esta es la imagen que ofrece la primera
lectura, tomada del libro del Eclesiástico 35,12-14.16-18
El Señor es un Dios justo, que
no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas
del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su
queja…..
Lo más curioso de este texto es que no
lo escribe un profeta, amante de las denuncias sociales y de las críticas a los
ricos y poderosos, sino un judío culto, perteneciente a la clase acomodada del
siglo II a.C.: Jesús ben Sira, viajero incansable en busca de la sabiduría,
pero también gran conocedor de las tradiciones de Israel. Y la imagen que
ofrece de Dios dista mucho de la que tenían bastantes israelitas. No es un Dios
imparcial, que juzga a las personas por sus obras; es un Dios parcial, que
juzga a las personas por su situación social. Por eso se pone de parte de los
pobres, los oprimidos, los huérfanos y las viudas; los seres más débiles de la
sociedad.
Comienza el autor diciendo: El
Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial. Pero
añade de inmediato, con un toque de ironía: no es parcial contra el
pobre. Porque la experiencia de Israel, como la de todos
los pueblos, enseña que lo más habitual es que la gente se ponga a favor de los
poderosos y en contra de los débiles.
Dios, un juez parcial a favor del
humilde
El evangelio de Lucas (Lc 18, 9-14)
ofrece el mismo contraste mediante un ejemplo distinto, sin relación con el
ámbito económico.
En aquel tiempo, a algunos que,
teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los
demás, dijo Jesús esta parábola:
‒ Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un
publicano……
…..Os digo que éste bajó a su casa
justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el
que se humilla será enaltecido.»
La parábola es fácil de entender, pero
conviene profundizar en la actitud del fariseo.
La confesión de inocencia
Un niño pequeño, cuando hace una
trastada, es frecuente que se excuse diciendo: “Mamá, yo no he sido”. Esta
tendencia innata a declararse inocente influyó en la redacción del capítulo 150
del Libro de los muertos, una de las obras más populares del
Antiguo Egipto. Es lo que se conoce como la “confesión negativa”, porque el
difunto iba recitando una serie de malas acciones que no había cometido. Algo
parecido encontramos también en algunos Salmos.
Por ejemplo, en Sal 7,4-6:
Señor, Dios mío, si he
cometido eso, si hay crímenes en mis manos,
si
he perjudicado a mi amigo o despojado al que me ataca sin razón,
que
el enemigo me persiga y me alcance,
me
pisotee vivo por tierra, aplastando mi vientre contra el polvo.
O
en el Salmo 26(25),4-5:
No
me siento con gente falsa,
con
los clandestinos no voy;
detesto
la banda de malhechores,
con
los malvados no me siento.
La profesión de bondad
Existe también la versión positiva,
donde la persona enumera las cosas buenas que ha hecho. Encontramos un
espléndido ejemplo en el libro de Job, cuando el protagonista proclama (Job
29,12-17):
Yo libraba al pobre que pedía socorro y al
huérfano indefenso,
recibía la bendición del
vagabundo y alegraba el corazón de la viuda;
de
justicia me vestía y revestía,
el derecho era mi manto y mi
turbante.
Yo
era ojos para el ciego, era pies para el cojo,
yo era el padre de los pobres
y examinaba la causa del
desconocido.
Le rompía las mandíbulas al inicuo
para arrancarle la presa de
los dientes.
El orgullo del fariseo
Volvamos a la
confesión del fariseo:
«¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no
soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno
dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.»
Si el fariseo hubiera sido como Job, se
habría limitado a las palabras finales:
Ayuno dos veces por semana y pago el
diezmo de todo lo que tengo.
Pero al
fariseo lo come el odio y el desprecio a los demás, a los que considera
globalmente pecadores: ladrones, injustos, adúlteros. Sólo él es bueno, y
considera que Dios está por completo de su parte.
La humildad del publicano
En el extremo opuesto se encuentra la
actitud del publicano. A diferencia de Job, no recuerda sus buenas acciones,
que algunas habría hecho en su vida. A diferencia del Libro de los
muertos y algunos Salmos, no enumera malas acciones que no ha
cometido. Al contrario, prescindiendo de los hechos concretos se fija en su
actitud profunda y reconoce humildemente, mientras se golpea el pecho:
¡Oh Dios!, ten compasión de este
pecador.
En el AT hay dos casos famosos de
confesión de la propia culpa: David y Ajab. David reconoce su pecado después
del adulterio con Betsabé y de ordenar la muerte de su esposo, Urías. Ajab
reconoce su pecado después del asesinato de Nabot. Pero en ambos casos se trata
de pecados muy concretos, y también en ambos casos es preciso que intervenga un
profeta (Natán o Elías) para que el rey advierta la maldad de sus acciones. El
publicano de la parábola muestra una humildad mucho mayor. No dice: “he hecho
algo malo”, no necesita que un profeta le abra los ojos; él mismo se reconoce
pecador y necesitado de la misericordia divina.
Dios, un juez parcial e injusto
Al final de la parábola, Dios emite una
sentencia desconcertante: el piadoso fariseo es condenado, mientras que el
pecador es declarado inocente:
Os digo que éste bajó a su casa
justificado, y aquél no.
¿Debemos decir, en contra del Catecismo,
que “Dios premia a los malos y castiga a los buenos”?
¿O, más bien, que debemos cambiar
nuestros conceptos de buenos y malos, y nuestra imagen de Dios?
Año 1456
Nació en Capistrano, en la región de los
Abruzos, en el año 1386. Estudió derecho en Perusa y ejerció por un tiempo el
cargo de juez. Ingresó en la Orden de los Frailes Menores y, ordenado
sacerdote, ejerció incansablemente el apostolado por toda Europa, trabajando en
la reforma de costumbres y en la lucha contra las herejías. Murió en Ilok
(Austria) en el año 1456.
Gran apóstol: alcánzanos de Dios entusiasmo y
valor para defender siempre nuestra amada religión católica.
Orad y trabajad por la nación donde estáis
viviendo, porque su bien será vuestro bien (S. Biblia. Jeremías 29).
Misiones de California Es este uno de
los predicadores más famosos que ha tenido la Iglesia Católica.
Nació en un pueblecito llamado Capistrano, en
la región montañosa de Italia, en 1386. Fue un estudiante sumamente consagrado
a sus deberes y llegó a ser abogado y juez, y gobernador de Perugia. Pero en
una guerra contra otra ciudad cayó prisionero, y en la cárcel se puso a meditar
y se dio cuenta de que, en vez de dedicarse a conseguir dinero, honores y
dignidades en el mundo, era mejor dedicarse a conseguir la santidad y la
salvación en una comunidad de religiosos, y entró de franciscano.
Como era muy vanidoso y le gustaba mucho
aparecer, dispuso vencer su orgullo recorriendo la ciudad cabalgando en un
pobre burro, pero montado al revés, mirando hacia atrás, y con un sombrero de
papel en el cual había escrito en grandes letras: "Soy un miserable pecador".
La gente le silbó y le lanzaron piedras y basura. Así llegó hasta el convento
de los franciscanos a pedir que lo recibieran de religioso.
El Padre maestro de novicios dispuso ponerle
pruebas muy duras para ver si en verdad este hombre de 30 años era capaz de ser
religioso humilde y sacrificado. Lo humillaba sin compasión y lo dedicaba a los
oficios más cansones y humildes, pero Juan en vez de disgustarse le conservó
una profunda gratitud por toda su vida, pues le supo formar un verdadero
carácter, y lo preparó para enfrentarse valientemente a las dificultades de la
vida. Él recordaba muy bien aquellas palabras de Jesús: "Si el grano de
trigo no cae en tierra y no muere, se queda sin producir fruto, pero si muere
producirá mucho fruto"(Jn. 12,24).
A los 33 años fue ordenado de sacerdote
y luego, durante 40 años recorrió toda Europa predicando con enormes éxitos
espirituales. Tuvo por maestro de predicación y por guía espiritual al gran San
Bernardino de Siena, y formando grupos de seis y ocho religiosos se distribuyeron
primero por toda Italia, y después por los demás países de Europa predicando la
conversión y la penitencia.
Juan tenía que predicar en los campos y en
las plazas porque el gentío tan enorme no cabía en las iglesias.
Su presencia de predicador era impresionante.
Flaco, pálido, penitente, con voz sonora y penetrante; un semblante luminoso, y
unos ojos brillantes que parecían traspasar el alma, conmovía hasta a los más
indiferentes. La gente lo llamaba "El padre piadoso", "el santo
predicador". Vibraba en la predicación de las verdades eternas. La gente
al verlo y oírlo recordaba la figura austera de San Juan Bautista predicando
conversión en las orillas del río Jordán. Y les repetía las palabras del
Bautista: "Raza de víboras: tienen que producir frutos de conversión.
Porque ya está el hacha de la justicia divina junto a la vida de cada uno, y
árbol que no produce frutos de obras buenas será cortado y echado al
fuego" (Lc. 3,7).
Muchos pedían a gritos la confesión,
prometiendo cambiar de vida y estallaban en llanto de arrepentimiento. Las
gentes traían sus objetos de superstición y los libros de brujería y otros
juegos y los quemaban en públicas hogueras en la mitad de las plazas.
Muchos jóvenes al oírlo predicar se proponían
irse de religiosos. En Alemania consiguió 120 jóvenes para las comunidades
religiosas y en Polonia 130.
Sus sermones eran de dos y tres horas, pero a
los oyentes se les pasaba el tiempo sin darse cuenta. Atacaba sin miedo a los
vicios y malas costumbres, y muchísimos, después de escucharle, dejaban sus
malas amistades y las borracheras.
Después de predicar se iba a visitar
enfermos, y con sus oraciones y su bendición sacerdotal obtenía innumerables
curaciones.
Juan convertía pecadores no sólo por su
predicación tan elocuente y fuerte, sino por su gran espíritu de penitencia.
Dormía pocas horas cada noche. Vestía siempre trajes sumamente pobres. Comía
muy poco, y siempre alimentos burdos y nunca comidas finas ni especiales. Una
artritis muy dolorosa lo hacía cojear y dolores muy fuertes de estómago lo
hacían retorcerse, pero su rostro era siempre alegre y jovial. En su cuerpo era
débil, pero en su espíritu era un gigante.
Después de muerto reunieron los apuntes de
los estudios que hizo para preparar sus sermones y suman 17 gruesos volúmenes.
La Comunidad Franciscana lo eligió por dos
veces como Vicario Genera, y aprovechó este altísimo cargo para tratar de
reformar la vida religiosa de los franciscanos, llegando a conseguir que en
toda Europa esta Orden religiosa llegara a un gran fervor.
Muchos se le oponían a sus ideas de reformar
y de volver más fervorosos a los religiosos. Y lo que más lo hacía sufrir era
que la oposición venía de sus mismos colegas en el apostolado. Se cumplía en él
lo que dice el Salmo: "Aquél que comía conmigo el pan en la misma mesa se
ha declarado en contra de mí". Pero esas incomprensiones le sirvieron para
no dedicarse a buscar las alabanzas de las gentes, sino las felicitaciones de
Dios. Él repetía la frase de San Pablo: "Si lo que busco es agradar a la
gente, ya no seré siervo de Cristo".
Juan tenía unas dotes nada comunes para la
diplomacia. Era sabio, era prudente, y medía muy bien sus juicios y sus
palabras. Había sido juez y gobernador y sabía tratar muy bien a las personas.
Por eso cuatro Pontífices (Martín V, Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III) lo
emplearon como embajador en muchas y muy delicadas misiones diplomáticas y con
muy buenos resultados. Tres veces le ofrecieron los Sumos Pontífices nombrarlo
obispo de importantes ciudades, pero prefirió seguir siendo humilde predicador,
pobre y sin títulos honoríficos.
40 años llevaba Juan predicando de ciudad
en ciudad y de nación en nación, con enormes frutos espirituales, cuando a la
edad de 70 años lo llamó Dios a que le colaborara en la liberación de sus
católicos en Hungría. Y fue de la siguiente manera.
En 1453 los turcos musulmanes se habían
apoderado de Constantinopla, y se propusieron invadir a Europa para acabar con
el cristianismo. Y se dirigieron a Hungría.
Las noticias que llegaban de Serbia, nación
invadida por los turcos, eran impresionantes. Crueldades salvajes contra los
que no quisieran renegar de la fe en Cristo, y destrucción de todo lo que fuera
cristiano católico.
Entonces Juan se fue a Hungría y recorrió
toda la nación predicando al pueblo, incitándolo a salir entusiasta en defensa
de su santa religión. Las multitudes respondieron a su llamado, y pronto se
formó un buen ejército de creyentes.
Los musulmanes llegaron cerca de Belgrado con
200 cañones, una gran flota de barcos de guerra por el río Danubio, y 50,000
terribles jenízaros de a caballo, armados hasta los dientes. Los jefes
católicos pensaron en retirarse porque eran muy inferiores en número. Pero fue
aquí cuando intervino Juan de Capistrano.
El gran misionero salvó a la ciudad de
Bucarest de tres modos. El primero, convenciendo al jefe católico Hunyades a
que atacara la flota turca que era mucho más numerosa. Atacaron y salieron
vencedores los católicos. El segundo, fue cuando ya los católicos estaban
dispuestos a abandonar la fortaleza de la ciudad y salir huyendo. Entonces Juan
se dedicó a animarlos, llevando en sus manos una bandera con una cruz y
gritando sin cesar: Jesús, Jesús, Jesús. Los combatientes cristianos se
llenaron de valor y resistieron heroicamente. Y el tercer modo, fue cuando ya
Hunyades y sus generales estaban dispuestos a abandonar la ciudad, juzgando la
situación insostenible, ante la tremenda desproporción entre las fuerzas
católicas y las enemigas, Juan recorrió todos los batallones gritando
entusiasmado: "Creyentes valientes, todos a defender nuestra santa
religión". Entonces los católicos dieron el asalto final y derrotaron
totalmente a los enemigos que tuvieron que abandonar aquella región.
Jamás empleó armas materiales. Sus armas eran
la oración, la penitencia y la fuerza irresistible de su predicación.
Las gentes decían que aquellos cuarteles de
guerreros más parecían casas de religiosos que campamentos militares, porque
allí se rezaba y se vivía una vida llena de virtudes. Todos los capellanes
celebraban cada día la santa misa y predicaban. Muchísimos soldados se
confesaban y comulgaban. Y los militares repetían en sus batallones:
"Tenemos un capellán santo. Hay que portarse de manera digna de este gran
sacerdote que nos dirige. Si nos portamos mal no vamos a conseguir victorias
sino derrotas". Y los oficiales afirmaban: "Este padrecito tiene más
autoridad sobre nuestros soldados, que el mismo jefe de la nación".
Mientras los católicos luchaban con las armas
en Hungría, el Sumo Pontífice hacía rezar en todo el mundo el Angelus (o tres
Avemarías diarias) por los guerreros católicos y la Stma. Virgen consiguió de
su Hijo una gran victoria. Con razón en Budapest le levantaron una gran estatua
a San Juan de Capistrano, porque salvó la ciudad de caer en manos de los más
crueles enemigos de nuestra santa religión.
Y sucedió que la cantidad de muertos en
aquella descomunal batalla fue tan grande, que los cadáveres dispersados por
los campos llenaron el aire de putrefacción y se desató una furiosa epidemia de
tifo. San Juan de Capistrano había ofrecido a Dios su vida con tal de conseguir
la victoria contra los enemigos del catolicismo, y Dios le aceptó su oferta. El
santo se contagió de tifo, y como estaba tan débil a causa de tantos trabajos y
de tantas penitencias, murió el 23 de octubre de 1456.
https://www.ewtn.com/spanish/saints/Juan_Capistrano.htm
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