viernes, 21 de octubre de 2022

Párate un momento: El Evangelio del dia 23 - DE OCTUBRE – DOMINGO – 30 – SEMANA DEL T. O. – C San Juan de Capistrano

 


23 - DE OCTUBRE – DOMINGO –

30 – SEMANA DEL T. O. – C

San Juan de Capistrano

 

Lectura del libro del Eclesiástico (35,12-14.16-18):

 

EL Señor es juez,

y para él no cuenta el prestigio de las personas.

Para él no hay acepción de personas en perjuicio del pobre,

sino que escucha la oración del oprimido.

No desdeña la súplica del huérfano,

ni a la viuda cuando se desahoga en su lamento.

Quien sirve de buena gana, es bien aceptado,

y su plegaria sube hasta las nubes.

La oración del humilde atraviesa las nubes,

y no se detiene hasta que alcanza su destino.

No desiste hasta que el Altísimo lo atiende,

juzga a los justos y les hace justicia.

El Señor no tardará.

 

Palabra de Dios

 

Salmo: 33,2-3.17-18.19.23

 

R/. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó

 

V/. Bendigo al Señor en todo momento,

su alabanza está siempre en mi boca;

mi alma se gloría en el Señor:

que los humildes lo escuchen y se alegren R/.

 

V/. El Señor se enfrenta con los malhechores,

para borrar de la tierra su memoria.

Cuando uno grita, el Señor lo escucha

y lo libra de sus angustias. R/.

 

V/. El Señor está cerca de los atribulados,

salva a los abatidos.

El Señor redime a sus siervos,

no será castigado quien se acoge a él. R/.

 

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (4,6-8.16-18):

 

Querido hermano:

Yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente.

He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe.

Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación.

En mi primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron. ¡No les sea tenido en cuenta!

Mas el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todas las naciones. Y fui librado de la boca del león.

El Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial.

A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 

Palabra de Dios

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,9-14):

 

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:

«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano.

El fariseo, erguido, oraba así en su interior:

“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.

El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:

“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.

Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

 

 

Palabra del Señor

 

La justicia parcial de Dios.

 

  


El Catecismo que estudié de pequeño decía que Dios “premia a los buenos y castiga a los malos”. Pero no concretaba quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Y como nuestra forma de pensar es con frecuencia muy distinta de la de Dios, es probable que los que Dios considera buenos y malos no coincidan con los que nosotros juzgamos como tales.

 

Dios, un juez parcial a favor del pobre

 

Esta es la imagen que ofrece la primera lectura, tomada del libro del Eclesiástico 35,12-14.16-18

 

El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja…..

 

Lo más curioso de este texto es que no lo escribe un profeta, amante de las denuncias sociales y de las críticas a los ricos y poderosos, sino un judío culto, perteneciente a la clase acomodada del siglo II a.C.: Jesús ben Sira, viajero incansable en busca de la sabiduría, pero también gran conocedor de las tradiciones de Israel. Y la imagen que ofrece de Dios dista mucho de la que tenían bastantes israelitas. No es un Dios imparcial, que juzga a las personas por sus obras; es un Dios parcial, que juzga a las personas por su situación social. Por eso se pone de parte de los pobres, los oprimidos, los huérfanos y las viudas; los seres más débiles de la sociedad.

Comienza el autor diciendo: El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial. Pero añade de inmediato, con un toque de ironía: no es parcial contra el pobre. Porque la experiencia de Israel, como la de todos los pueblos, enseña que lo más habitual es que la gente se ponga a favor de los poderosos y en contra de los débiles.

 

Dios, un juez parcial a favor del humilde

 

El evangelio de Lucas (Lc 18, 9-14) ofrece el mismo contraste mediante un ejemplo distinto, sin relación con el ámbito económico.

 

En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:

             Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano……

…..Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»

 

La parábola es fácil de entender, pero conviene profundizar en la actitud del fariseo.

 

La confesión de inocencia

 

Un niño pequeño, cuando hace una trastada, es frecuente que se excuse diciendo: “Mamá, yo no he sido”. Esta tendencia innata a declararse inocente influyó en la redacción del capítulo 150 del Libro de los muertos, una de las obras más populares del Antiguo Egipto. Es lo que se conoce como la “confesión negativa”, porque el difunto iba recitando una serie de malas acciones que no había cometido. Algo parecido encontramos también en algunos Salmos.

Por ejemplo, en Sal 7,4-6:

           

           Señor, Dios mío, si he cometido eso, si hay crímenes en mis manos,

              si he perjudicado a mi amigo o despojado al que me ataca sin razón,

             que el enemigo me persiga y me alcance,

            me pisotee vivo por tierra, aplastando mi vientre contra el polvo.

 

            O en el Salmo 26(25),4-5:              

          No me siento con gente falsa,

          con los clandestinos no voy;

         detesto la banda de malhechores,

         con los malvados no me siento.

 

La profesión de bondad

 

Existe también la versión positiva, donde la persona enumera las cosas buenas que ha hecho. Encontramos un espléndido ejemplo en el libro de Job, cuando el protagonista proclama (Job 29,12-17):

                      

Yo libraba al pobre que pedía socorro y al huérfano indefenso,

recibía la bendición del vagabundo y alegraba el corazón de la viuda;

          de justicia me vestía y revestía,

el derecho era mi manto y mi turbante.

    Yo era ojos para el ciego, era pies para el cojo,

yo era el padre de los pobres

y examinaba la causa del desconocido.

Le rompía las mandíbulas al inicuo

para arrancarle la presa de los dientes.

 

El orgullo del fariseo

 

     Volvamos a la confesión del fariseo: 

 

«¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.»

 

Si el fariseo hubiera sido como Job, se habría limitado a las palabras finales: 

 

Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.

 

 Pero al fariseo lo come el odio y el desprecio a los demás, a los que considera globalmente pecadores: ladrones, injustos, adúlteros. Sólo él es bueno, y considera que Dios está por completo de su parte.

 

La humildad del publicano

 

En el extremo opuesto se encuentra la actitud del publicano. A diferencia de Job, no recuerda sus buenas acciones, que algunas habría hecho en su vida. A diferencia del Libro de los muertos y algunos Salmos, no enumera malas acciones que no ha cometido. Al contrario, prescindiendo de los hechos concretos se fija en su actitud profunda y reconoce humildemente, mientras se golpea el pecho: 

¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.  

 

En el AT hay dos casos famosos de confesión de la propia culpa: David y Ajab. David reconoce su pecado después del adulterio con Betsabé y de ordenar la muerte de su esposo, Urías. Ajab reconoce su pecado después del asesinato de Nabot. Pero en ambos casos se trata de pecados muy concretos, y también en ambos casos es preciso que intervenga un profeta (Natán o Elías) para que el rey advierta la maldad de sus acciones. El publicano de la parábola muestra una humildad mucho mayor. No dice: “he hecho algo malo”, no necesita que un profeta le abra los ojos; él mismo se reconoce pecador y necesitado de la misericordia divina.

 

Dios, un juez parcial e injusto

 

     Al final de la parábola, Dios emite una sentencia desconcertante: el piadoso fariseo es condenado, mientras que el pecador es declarado inocente: 

 

Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. 

 

¿Debemos decir, en contra del Catecismo, que “Dios premia a los malos y castiga a los buenos”?

¿O, más bien, que debemos cambiar nuestros conceptos de buenos y malos, y nuestra imagen de Dios?

 

San Juan de Capistrano

 


Año 1456

Nació en Capistrano, en la región de los Abruzos, en el año 1386. Estudió derecho en Perusa y ejerció por un tiempo el cargo de juez. Ingresó en la Orden de los Frailes Menores y, ordenado sacerdote, ejerció incansablemente el apostolado por toda Europa, trabajando en la reforma de costumbres y en la lucha contra las herejías. Murió en Ilok (Austria) en el año 1456.

Gran apóstol: alcánzanos de Dios entusiasmo y valor para defender siempre nuestra amada religión católica.

 Orad y trabajad por la nación donde estáis viviendo, porque su bien será vuestro bien (S. Biblia. Jeremías 29).

 

 Misiones de California Es este uno de los predicadores más famosos que ha tenido la Iglesia Católica.

Nació en un pueblecito llamado Capistrano, en la región montañosa de Italia, en 1386. Fue un estudiante sumamente consagrado a sus deberes y llegó a ser abogado y juez, y gobernador de Perugia. Pero en una guerra contra otra ciudad cayó prisionero, y en la cárcel se puso a meditar y se dio cuenta de que, en vez de dedicarse a conseguir dinero, honores y dignidades en el mundo, era mejor dedicarse a conseguir la santidad y la salvación en una comunidad de religiosos, y entró de franciscano.

Como era muy vanidoso y le gustaba mucho aparecer, dispuso vencer su orgullo recorriendo la ciudad cabalgando en un pobre burro, pero montado al revés, mirando hacia atrás, y con un sombrero de papel en el cual había escrito en grandes letras: "Soy un miserable pecador". La gente le silbó y le lanzaron piedras y basura. Así llegó hasta el convento de los franciscanos a pedir que lo recibieran de religioso.

El Padre maestro de novicios dispuso ponerle pruebas muy duras para ver si en verdad este hombre de 30 años era capaz de ser religioso humilde y sacrificado. Lo humillaba sin compasión y lo dedicaba a los oficios más cansones y humildes, pero Juan en vez de disgustarse le conservó una profunda gratitud por toda su vida, pues le supo formar un verdadero carácter, y lo preparó para enfrentarse valientemente a las dificultades de la vida. Él recordaba muy bien aquellas palabras de Jesús: "Si el grano de trigo no cae en tierra y no muere, se queda sin producir fruto, pero si muere producirá mucho fruto"(Jn. 12,24).

A los 33 años fue ordenado de sacerdote y luego, durante 40 años recorrió toda Europa predicando con enormes éxitos espirituales. Tuvo por maestro de predicación y por guía espiritual al gran San Bernardino de Siena, y formando grupos de seis y ocho religiosos se distribuyeron primero por toda Italia, y después por los demás países de Europa predicando la conversión y la penitencia.

Juan tenía que predicar en los campos y en las plazas porque el gentío tan enorme no cabía en las iglesias.

Su presencia de predicador era impresionante. Flaco, pálido, penitente, con voz sonora y penetrante; un semblante luminoso, y unos ojos brillantes que parecían traspasar el alma, conmovía hasta a los más indiferentes. La gente lo llamaba "El padre piadoso", "el santo predicador". Vibraba en la predicación de las verdades eternas. La gente al verlo y oírlo recordaba la figura austera de San Juan Bautista predicando conversión en las orillas del río Jordán. Y les repetía las palabras del Bautista: "Raza de víboras: tienen que producir frutos de conversión. Porque ya está el hacha de la justicia divina junto a la vida de cada uno, y árbol que no produce frutos de obras buenas será cortado y echado al fuego" (Lc. 3,7).

Muchos pedían a gritos la confesión, prometiendo cambiar de vida y estallaban en llanto de arrepentimiento. Las gentes traían sus objetos de superstición y los libros de brujería y otros juegos y los quemaban en públicas hogueras en la mitad de las plazas.

Muchos jóvenes al oírlo predicar se proponían irse de religiosos. En Alemania consiguió 120 jóvenes para las comunidades religiosas y en Polonia 130.

Sus sermones eran de dos y tres horas, pero a los oyentes se les pasaba el tiempo sin darse cuenta. Atacaba sin miedo a los vicios y malas costumbres, y muchísimos, después de escucharle, dejaban sus malas amistades y las borracheras.

Después de predicar se iba a visitar enfermos, y con sus oraciones y su bendición sacerdotal obtenía innumerables curaciones.

Juan convertía pecadores no sólo por su predicación tan elocuente y fuerte, sino por su gran espíritu de penitencia. Dormía pocas horas cada noche. Vestía siempre trajes sumamente pobres. Comía muy poco, y siempre alimentos burdos y nunca comidas finas ni especiales. Una artritis muy dolorosa lo hacía cojear y dolores muy fuertes de estómago lo hacían retorcerse, pero su rostro era siempre alegre y jovial. En su cuerpo era débil, pero en su espíritu era un gigante.

Después de muerto reunieron los apuntes de los estudios que hizo para preparar sus sermones y suman 17 gruesos volúmenes.

La Comunidad Franciscana lo eligió por dos veces como Vicario Genera, y aprovechó este altísimo cargo para tratar de reformar la vida religiosa de los franciscanos, llegando a conseguir que en toda Europa esta Orden religiosa llegara a un gran fervor.

Muchos se le oponían a sus ideas de reformar y de volver más fervorosos a los religiosos. Y lo que más lo hacía sufrir era que la oposición venía de sus mismos colegas en el apostolado. Se cumplía en él lo que dice el Salmo: "Aquél que comía conmigo el pan en la misma mesa se ha declarado en contra de mí". Pero esas incomprensiones le sirvieron para no dedicarse a buscar las alabanzas de las gentes, sino las felicitaciones de Dios. Él repetía la frase de San Pablo: "Si lo que busco es agradar a la gente, ya no seré siervo de Cristo".

Juan tenía unas dotes nada comunes para la diplomacia. Era sabio, era prudente, y medía muy bien sus juicios y sus palabras. Había sido juez y gobernador y sabía tratar muy bien a las personas. Por eso cuatro Pontífices (Martín V, Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III) lo emplearon como embajador en muchas y muy delicadas misiones diplomáticas y con muy buenos resultados. Tres veces le ofrecieron los Sumos Pontífices nombrarlo obispo de importantes ciudades, pero prefirió seguir siendo humilde predicador, pobre y sin títulos honoríficos.

40 años llevaba Juan predicando de ciudad en ciudad y de nación en nación, con enormes frutos espirituales, cuando a la edad de 70 años lo llamó Dios a que le colaborara en la liberación de sus católicos en Hungría. Y fue de la siguiente manera.

En 1453 los turcos musulmanes se habían apoderado de Constantinopla, y se propusieron invadir a Europa para acabar con el cristianismo. Y se dirigieron a Hungría.

Las noticias que llegaban de Serbia, nación invadida por los turcos, eran impresionantes. Crueldades salvajes contra los que no quisieran renegar de la fe en Cristo, y destrucción de todo lo que fuera cristiano católico.

Entonces Juan se fue a Hungría y recorrió toda la nación predicando al pueblo, incitándolo a salir entusiasta en defensa de su santa religión. Las multitudes respondieron a su llamado, y pronto se formó un buen ejército de creyentes.

Los musulmanes llegaron cerca de Belgrado con 200 cañones, una gran flota de barcos de guerra por el río Danubio, y 50,000 terribles jenízaros de a caballo, armados hasta los dientes. Los jefes católicos pensaron en retirarse porque eran muy inferiores en número. Pero fue aquí cuando intervino Juan de Capistrano.

El gran misionero salvó a la ciudad de Bucarest de tres modos. El primero, convenciendo al jefe católico Hunyades a que atacara la flota turca que era mucho más numerosa. Atacaron y salieron vencedores los católicos. El segundo, fue cuando ya los católicos estaban dispuestos a abandonar la fortaleza de la ciudad y salir huyendo. Entonces Juan se dedicó a animarlos, llevando en sus manos una bandera con una cruz y gritando sin cesar: Jesús, Jesús, Jesús. Los combatientes cristianos se llenaron de valor y resistieron heroicamente. Y el tercer modo, fue cuando ya Hunyades y sus generales estaban dispuestos a abandonar la ciudad, juzgando la situación insostenible, ante la tremenda desproporción entre las fuerzas católicas y las enemigas, Juan recorrió todos los batallones gritando entusiasmado: "Creyentes valientes, todos a defender nuestra santa religión". Entonces los católicos dieron el asalto final y derrotaron totalmente a los enemigos que tuvieron que abandonar aquella región.

Jamás empleó armas materiales. Sus armas eran la oración, la penitencia y la fuerza irresistible de su predicación.

Las gentes decían que aquellos cuarteles de guerreros más parecían casas de religiosos que campamentos militares, porque allí se rezaba y se vivía una vida llena de virtudes. Todos los capellanes celebraban cada día la santa misa y predicaban. Muchísimos soldados se confesaban y comulgaban. Y los militares repetían en sus batallones: "Tenemos un capellán santo. Hay que portarse de manera digna de este gran sacerdote que nos dirige. Si nos portamos mal no vamos a conseguir victorias sino derrotas". Y los oficiales afirmaban: "Este padrecito tiene más autoridad sobre nuestros soldados, que el mismo jefe de la nación".

Mientras los católicos luchaban con las armas en Hungría, el Sumo Pontífice hacía rezar en todo el mundo el Angelus (o tres Avemarías diarias) por los guerreros católicos y la Stma. Virgen consiguió de su Hijo una gran victoria. Con razón en Budapest le levantaron una gran estatua a San Juan de Capistrano, porque salvó la ciudad de caer en manos de los más crueles enemigos de nuestra santa religión.

Y sucedió que la cantidad de muertos en aquella descomunal batalla fue tan grande, que los cadáveres dispersados por los campos llenaron el aire de putrefacción y se desató una furiosa epidemia de tifo. San Juan de Capistrano había ofrecido a Dios su vida con tal de conseguir la victoria contra los enemigos del catolicismo, y Dios le aceptó su oferta. El santo se contagió de tifo, y como estaba tan débil a causa de tantos trabajos y de tantas penitencias, murió el 23 de octubre de 1456.

https://www.ewtn.com/spanish/saints/Juan_Capistrano.htm

 

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