11 - DE
OCTUBRE – MARTES –
28 – SEMANA DEL T. O. – C
SAN
JUAN XXIII
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Gálatas (5,1-6):
Para vivir en libertad, Cristo nos ha
liberado. Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la
esclavitud. Mirad lo que os digo yo, Pablo: si os circuncidáis, Cristo no os
servirá de nada. Lo afirmo de nuevo: el que se circuncida tiene el deber de
observar la ley entera. Los que buscáis la justificación por la ley habéis roto
con Cristo, habéis caído fuera del ámbito de la gracia. Para nosotros, la
esperanza de la justificación que aguardamos es obra del Espíritu, por medio de
la fe, pues, en Cristo Jesús, da lo mismo estar circuncidado o no estarlo; lo
único que cuenta es una fe activa en la práctica del amor.
Palabra de Dios
Salmo: 118,41.43.44.45.47.48
R/. Señor, que me alcance tu favor
Señor, que me alcance tu favor,
tu salvación
según tu promesa. R/.
No quites de mi boca las palabras
sinceras,
porque yo
espero en tus mandamientos. R/.
Cumpliré sin cesar tu voluntad,
por siempre
jamás. R/.
Andaré por un camino ancho,
buscando tus
decretos. R/.
Serán mi delicia tus mandatos,
que tanto
amo. R/.
Levantaré mis manos hacia ti
recitando tus
mandatos. R/.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (11,37-41):
En aquel
tiempo, cuando Jesús terminó de hablar, un fariseo lo invitó a comer a su casa.
Él entró y se puso a la mesa.
Como el fariseo se sorprendió al ver que no se lavaba las manos antes de
comer, el Señor le dijo:
«Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras
por dentro rebosáis de robos y maldades. ¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no
hizo también lo de dentro? Dad limosna de lo de dentro, y lo tendréis limpio
todo.»
Palabra del Señor
1. Estas
invectivas de Jesús contra los fariseos son paralelas a las que recoge Mt 23,
pero ordenadas de forma distinta. Aquí, por tanto, se plantean las mismas
preguntas que en el capítulo 23 de Mt. Sea cual sea la respuesta que se dé a
esas cuestiones de tipo histórico y de redacción, lo que interesa es el mensaje
religioso que, en este y en los textos siguientes, nos presenta el Evangelio.
2. Lo
primero que está claro, en este relato, es que Jesús no observaba los rituales
religiosos de purificación que tan celosamente observaban los fariseos.
Se sabe que
Jesús no estaba de acuerdo en bastantes cosas con lo que hacían y decían los fariseos.
Pero eso no le impide ir a casa de uno de ellos y sentarse a la mesa con él.
Al fariseo,
lo que le interesa es la observancia de los rituales
religiosos. A Jesús, lo único que le interesa es la comensalía
("simposio", que se denominaba en las culturas antiguas) la mesa
compartida, que es símbolo universal de la vida compartida.
Jesús salta
por encima de todas las diferencias ideológicas y éticas. Sobre todo, Jesús se
desentendió de los ritos que imponía la religión y buscó, ante todo, lo que
puede unir a las personas.
3. Jesús
desplazó el centro de la religión. Para Jesús, ese centro no estaba en los
ritos y normas, sino en una forma de vida en la que lo importante es, no lo
exterior, la apariencia, es decir, la imagen externa, lo que ve la gente.
Lo
importante, para Jesús, el ser. Y, más que el "ser", lo decisivo en
el Evangelio es el "acontecer": las "obras" que el ser
humano realiza. O los "frutos" que produce su vida.
(Sotto il Monte, 1881 - Roma, 1963) Pontífice romano, de nombre Angelo
Giuseppe Roncalli (1958-1963). Era el tercer hijo de los once que tuvieron
Giambattista Roncalli y Mariana Mazzola, campesinos de antiguas raíces
católicas, y su infancia transcurrió en una austera y honorable pobreza. Parece
que fue un niño a la vez taciturno y alegre, dado a la soledad y a la lectura.
Cuando reveló sus deseos de convertirse en sacerdote, su padre pensó muy
atinadamente que primero debía estudiar latín con el viejo cura del vecino
pueblo de Cervico, y allí lo envió.
Juan XXIII
Lo cierto es que, más tarde, el latín del papa Roncalli nunca fue muy bueno;
se cuenta que, en una ocasión, mientras recomendaba el estudio del latín
hablando en esa misma lengua, se detuvo de pronto y prosiguió su charla en
italiano, con una sonrisa en los labios y aquella irónica candidez que le
distinguía rebosando por sus ojos.
Por fin, a los once años ingresaba en el seminario de Bérgamo, famoso
entonces por la piedad de los sacerdotes que formaba más que por su brillantez.
En esa época comenzaría a escribir su Diario del alma, que continuó
prácticamente sin interrupciones durante toda su vida y que hoy es un
testimonio insustituible y fiel de sus desvelos, sus reflexiones y sus
sentimientos.
En 1901, Roncalli pasó al seminario mayor de San Apollinaire reafirmado en
su propósito de seguir la carrera eclesiástica. Sin embargo, ese mismo año hubo
de abandonarlo todo para hacer el servicio militar; una experiencia que, a
juzgar por sus escritos, no fue de su agrado, pero que le enseñó a convivir con
hombres muy distintos de los que conocía y fue el punto de partida de algunos
de sus pensamientos más profundos.
El futuro Juan XXIII celebró su primera misa en la basílica de San Pedro el
11 de agosto de 1904, al día siguiente de ser ordenado sacerdote. Un año
después, tras graduarse como doctor en Teología, iba a conocer a alguien que
dejaría en él una profunda huella: monseñor Radini Tedeschi. Este sacerdote era
al parecer un prodigio de mesura y equilibrio, uno de esos hombres justos y
ponderados capaces de deslumbrar con su juicio y su sabiduría a todo ser joven
y sensible, y Roncalli era ambas cosas. Tedeschi también se sintió interesado
por aquel presbítero entusiasta y no dudó en nombrarlo su secretario cuando fue
designado obispo de Bérgamo por el papa Pío X. De esta forma, Roncalli obtenía
su primer cargo importante.
Dio comienzo entonces un decenio de estrecha colaboración material y
espiritual entre ambos, de máxima identificación y de total entrega en común. A
lo largo de esos años, Roncalli enseñó historia de la Iglesia, dio clases de
Apologética y Patrística, escribió varios opúsculos y viajó por diversos países
europeos, además de despachar con diligencia los asuntos que competían a su
secretaría. Todo ello bajo la inspiración y la sombra protectora de Tedeschi, a
quien siempre consideró un verdadero padre espiritual.
En 1914, dos hechos desgraciados vinieron a turbar su felicidad. En primer
lugar, la muerte repentina de monseñor Tedeschi, a quien Roncalli lloró
sintiendo no sólo que perdía un amigo y un guía, sino que a la vez el mundo
perdía un hombre extraordinario y poco menos que insustituible. Además, el
estallido de la Primera Guerra Mundial fue un golpe para sus ilusiones y
retrasó todos sus proyectos y su formación, pues hubo de incorporarse a filas
inmediatamente. A pesar de todo, Roncalli aceptó su destino con resignación y
alegría, dispuesto a servir a la causa de la paz y de la Iglesia allí donde se
encontrase. Fue sargento de sanidad y teniente capellán del hospital militar de
Bérgamo, donde pudo contemplar con sus propios ojos el dolor y el sufrimiento
que aquella guerra terrible causaba a hombres, mujeres y niños inocentes.
Concluida la contienda, fue elegido para presidir la Obra Pontificia de la
Propagación de la Fe y pudo reanudar sus viajes y sus estudios. Más tarde, sus
misiones como visitador apostólico en Bulgaria, Turquía y Grecia lo convirtieron
en una especie de embajador del Evangelio en Oriente, permitiéndole entrar en
contacto, ya como obispo, con el credo ortodoxo y con formas distintas de
religiosidad que sin duda lo enriquecieron y le proporcionaron una amplitud de
miras de la cual la Iglesia Católica no iba a tardar en beneficiarse.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Roncalli se mantuvo firme en su puesto de
delegado apostólico, realizando innumerables viajes desde Atenas y Estambul,
llevando palabras de consuelo a las víctimas de la contienda y procurando que
los estragos producidos por ella fuesen mínimos. Pocos saben que, si Atenas no
fue bombardeada y todo su fabuloso legado artístico y cultural destruido, ello
se debe a este en apariencia insignificante cura, amable y abierto, a quien no
parecían interesar mayormente tales cosas.
Una vez finalizadas las hostilidades, fue nombrado nuncio en París por el
papa Pío XII. Se trataba de una misión delicada, pues era preciso afrontar
problemas tan espinosos como el derivado del colaboracionismo entre la
jerarquía católica francesa y los regímenes pronazis durante la guerra.
Empleando como armas un tacto admirable y una voluntad conciliadora a prueba de
desaliento, Roncalli logró superar las dificultades y consolidar firmes lazos
de amistad con una clase política recelosa y esquiva.
En 1952, Pío XII le nombró patriarca de Venecia. Al año siguiente, el
presidente de la República Francesa, Vicent Auriol, le entregaba la birreta
cardenalicia. Roncalli brillaba ya con luz propia entre los grandes mandatarios
de la Iglesia. Sin embargo, su elección como papa en 1958, tras la muerte de
Pío XII, sorprendió a propios y extraños. No sólo eso: desde los primeros días
de su pontificado, comenzó a comportarse como nadie esperaba, muy lejos del
envaramiento y la solemne actitud que había caracterizado a sus predecesores.
Para empezar, adoptó el nombre de Juan XXIII, que además de parecer vulgar
ante los León, Benedicto o Pío, era el de un famoso antipapa de triste memoria.
Luego abordó su tarea como si se tratase de un párroco de aldea, sin permitir
que sus cualidades humanas quedasen enterradas bajo el rígido protocolo, del
que muchos papas habían sido víctimas. Ni siquiera ocultó que era hombre que
gozaba de la vida, amante de la buena mesa, de las charlas interminables, de la
amistad y de las gentes del pueblo.
Como pontífice dio un nuevo planteamiento al ecumenismo católico con el
Secretariado para la Unidad de los Cristianos y el acogimiento en Roma de los
supremos jerarcas de cuatro Iglesias protestantes. Su pontificado abrió nuevas
perspectivas a la vida de la Iglesia y, aunque no se dieron cambios radicales
en la estructura eclesiástica, promovió una renovación profunda de las ideas y
las actitudes.
Su propósito pronto fue claro para todos: poner al día la Iglesia, adecuar
su mensaje a los tiempos modernos enmendando pasados yerros y afrontando los
nuevos problemas humanos, económicos y sociales. Para conseguirlo, Juan XXIII
dotó a la comunidad cristiana de dos herramientas extraordinarias: las encíclicas
Mater et Magistra y Pacem in terris.
En la primera explicitaba las bases de un orden económico centrado en los
valores del hombre y en la atención de las necesidades, hablando claramente del
concepto "socialización" y abriendo para los católicos las puertas de
la intervención en unas estructuras socioeconómicas que debían ser cada vez más
justas.
En la segunda se delineaba una visión de paz, libertad y convivencia
ciudadana e internacional vinculándola al amor que Cristo manifestó por el
género humano en la Última Cena. Ambas encíclicas suponían una revolución
copernicana en la visión católica de los problemas temporales, pues aceptaban
la herencia de la Revolución Francesa y de la democracia moderna, haciendo de
la dignidad del hombre el centro de todo derecho, de toda política y de toda
dinámica social o económica.
Poco antes de su muerte, acaecida el 3 de junio de 1963, Juan XXIII aún tuvo
el coraje de convocar un nuevo concilio que recogiese y promoviese esta
valerosa y necesaria puesta al día de la Iglesia: el Concilio Vaticano II. A
través de él, el papa Roncalli se proponía, según sus propias palabras,
"elaborar una nueva Teología de los misterios de Cristo. Del mundo físico.
Del tiempo y las relaciones temporales. De la historia. Del pecado. Del hombre.
Del nacimiento. De los alimentos y la bebida. Del trabajo. De la vista, del
oído, del lenguaje, de las lágrimas y de la risa. De la música y de la danza.
De la cultura. De la televisión. Del matrimonio y de la familia. De los grupos
étnicos y del Estado. De la humanidad toda".
Se trataba de una tarea de titanes que sólo un hombre como Juan XXIII fue
capaz de concebir e impulsar, y que sus herederos recibirían como un legado a
la vez imprescindible y comprometedor. Pablo VI, su sucesor y amigo, declaró
tras ser elegido nuevo pontífice que la herencia del papa Juan no podía quedar
encerrada en su ataúd. Él se atrevió a cargarla sobre sus hombros y pudo
comprobar que no era ligera. Casi cuatro décadas después, en el año 2000, Juan
XXIII fue beatificado por otro papa carismático, Juan Pablo II; y, el 27 de
abril de 2014, ambos fueron canonizados por el papa Francisco, el primer
pontífice hispanoamericano de la historia de la Iglesia.
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