28 DE AGOSTO
– LUNES –
21 –
SEMANA DE T.O. – A
SAN AGUSTÍN
Comienzo de la primera carta
del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses (1,1-5.8b-10):
Pablo, Silvano
y Timoteo a la Iglesia de los tesalonicenses, en Dios Padre y en el Señor Jesucristo.
A vosotros, gracia y paz.
Siempre damos gracias a Dios por todos
vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones. Ante Dios, nuestro
Padre, recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro
amor y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo, nuestro Señor.
Bien sabemos, hermanos amados de Dios,
que él os ha elegido y que, cuando se proclamó el Evangelio entre vosotros, no
hubo sólo palabras, sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción
profunda. Sabéis cuál fue nuestra actuación entre vosotros para vuestro bien.
Vuestra fe en Dios había corrido de boca
en boca, de modo que nosotros no teníamos necesidad de explicar nada, ya que
ellos mismos cuentan los detalles de la acogida que nos hicisteis: cómo,
abandonando los ídolos, os volvisteis a Dios, para servir al Dios vivo y
verdadero, y vivir aguardando la vuelta de su Hijo Jesús desde el cielo, a
quien ha resucitado de entre los muertos y que nos libra del castigo futuro.
Palabra de Dios
Salmo: 149,1-2.3-4.5-6a.9b
R/. El Señor ama a su pueblo
Cantad al
Señor un cántico nuevo,
resuene su alabanza en la asamblea de los fieles;
que se alegre Israel por su Creador,
los hijos de Sión por su Rey. R/.
Alabad su
nombre con danzas,
cantadle con tambores y cítaras;
porque el Señor ama a su pueblo
y adorna con la victoria a los humildes. R/.
Que los fieles
festejen su gloria
y canten jubilosos en filas:
con vítores a Dios en la boca;
es un honor para todos sus fieles. R/.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (23,13-22):
En aquel
tiempo, habló Jesús diciendo:
«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos
hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Ni entráis
vosotros, ni dejáis entrar a los que quieren.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos
hipócritas, que viajáis por tierra y mar para ganar un prosélito y, cuando lo
conseguís, lo hacéis digno del fuego el doble que vosotros!
¡Ay de vosotros, guías ciegos, que
decís: "Jurar por el templo no obliga, jurar por el oro del templo sí
obliga!" ¡Necios y ciegos! ¿Qué es más, el oro o el templo que consagra el
oro?
O también: "Jurar por el altar no
obliga, jurar por la ofrenda que está en el altar sí obliga." ¡Ciegos!
¿Qué es más, la ofrenda o el altar que consagra la ofrenda? Quien jura por el
altar jura también por todo lo que está sobre él; quien jura por el templo jura
también por el que habita en él; y quien jura por el cielo jura por el trono de
Dios y también por el que está sentado en él.»
Palabra del Señor
1. Jesús deja patente en esta extensa y larga diatriba que los más doctos y observantes cumplidores de la religión se veían a sí mismos como "modelos ejemplares" para el pueblo, pero no veían las contradicciones en que vivían.
Los de entonces y los de ahora. La más
fuerte de todas esas contradicciones está en que, pensando que llevan a la
gente al cielo, lo que realmente hacen es precipitar a los incautos devotos en
la perdición. Con lo cual, lo que Jesús les dice es que, cuando se pretende
llevar a la gente al cielo mediante rigorismos religiosos y observancias
pesadas, lo que se consigue con todo eso es alejar a la gente de Dios. Por eso
hay tantas personas que ni quieren oír hablar de Dios y de la religión. A eso
llevan semejantes exigencias de conciencia.
2. Pero más grave que todo eso es sacarle a la gente el dinero utilizando el pretexto de rezos, misas, novenas, peregrinaciones, indulgencias y toda esa larga serie clerical de prácticas y observancias, que tanto peso siguen teniendo para no pocas gentes chapadas a la antigua o atormentadas por sentimientos de culpa. En todo caso, lo que Dios no tolera es que se utilice su santo nombre, sus palabras y sus promesas, para convertir todo eso en negocio.
Eso se ha hecho con frecuencia en las religiones, concretamente en la Iglesia. Y el dolor más grande es que, a veces se sigue haciendo, con el pretexto de que así se acerca a los fieles al camino de la salvación.
La religión se presta, con frecuencia, a
todos estos engaños, trampas o torpezas.
3. Y a todo lo dicho, hay que
sumar la complicada casuística de ciertas prácticas y observancias,
relacionadas con los juramentos, los rituales, las tradiciones, las prácticas
sacramentales, etc.
Jesús no enseñó nada de eso. Jesús rechazó
todo eso. Y, sin embargo, lo sorprendente es que ahora, desde hace algunos
años, hay una tendencia creciente que intenta recuperar lo superado: las misas
en latín, los ritos de antaño, las costumbres y sumisiones que se imponían a
los fieles en los tiempos anteriores al concilio Vaticano segundo...
Por supuesto, se debe respetar la manera
de pensar de cada uno. Pero que no impongan a los demás lo que a determinados
grupos -por el motivo que sea- les conviene.
SAN AGUSTÍN
Nació en Tagaste
(África) en el año 354; después de una juventud algo desviada doctrinal y
moralmente, se convirtió estando en Milán, y en el año 387 fue bautizado por
el obispo Ambrosio. Vuelto a su patria, llevó una vida dedicada al ascetismo, y
fue elegido obispo de Hipona.
Durante los treinta y cuatro años en los que ejerció este ministerio, fue
un modelo para su grey, a la que dio una sólida formación por medio de sus
sermones y de sus numerosos escritos, con los que contribuyó en gran manera a
una mayor profundización de la fe cristiana contra los errores doctrinales de
su tiempo.
Murió en el año 430. l
(Aurelius
Augustinus o Aurelio Agustín de Hipona; Tagaste, hoy Suq Ahras, actual Argelia,
354 - Hipona, id., 430) Teólogo latino, una de las máximas figuras de la
historia del pensamiento cristiano. Excelentes pintores han ilustrado la vida
de San Agustín recurriendo a una escena apócrifa que no por serlo resume y
simboliza con menos acierto la insaciable curiosidad y la constante búsqueda de
la verdad que caracterizaron al santo africano. En lienzos, tablas y frescos,
estos artistas le presentan acompañado por un niño que, valiéndose de una
concha, intenta llenar de agua marina un agujero hecho en la arena de la playa.
Dicen que San Agustín encontró al chico mientras paseaba junto al mar
intentando comprender el misterio de la Trinidad y que, cuando trató sonriente
de hacerle ver la inutilidad de sus afanes, el niño repuso: "No ha de ser
más difícil llenar de agua este agujero que desentrañar el misterio que bulle
en tu cabeza."
San Agustín de Hipona
San
Agustín se esforzó en acceder a la salvación por los caminos de la más absoluta
racionalidad. Sufrió y se extravió numerosas veces, porque es tarea de titanes
acomodar las verdades reveladas a las certezas científicas y matemáticas y
alcanzar la divinidad mediante los saberes enciclopédicos. Y aún es más difícil
si se posee un espíritu ardoroso que no ignora los deleites del cuerpo. La
personalidad de San Agustín de Hipona era de hierro e hicieron falta durísimos
yunques para forjarla.
Biografía
Aurelio
Agustín nació en Tagaste, en el África romana, el 13 de noviembre de 354. Su
padre, llamado Patricio, era un funcionario pagano al servicio del Imperio. Su
madre, la dulce y abnegada cristiana Mónica, luego santa, poseía un genio
intuitivo y educó a su hijo en su religión, aunque, ciertamente, no llegó a
bautizarlo. El niño, según él mismo cuenta en sus Confesiones, era irascible,
soberbio y díscolo, aunque excepcionalmente dotado. Romaniano, mecenas y
notable de la ciudad, se hizo cargo de sus estudios, pero Agustín, a quien
repugnaba el griego, prefería pasar su tiempo jugando con otros mozalbetes.
Tardó en aplicarse a los estudios, pero lo hizo al fin porque su deseo de saber
era aún más fuerte que su amor por las distracciones; terminadas las clases de
gramática en su municipio, estudió las artes liberales en Metauro y después
retórica en Cartago.
A los
dieciocho años, Agustín tuvo su primera concubina, que le dio un hijo al que
pusieron por nombre Adeodato. Los excesos de ese "piélago de
maldades" continuaron y se incrementaron con una afición desmesurada por
el teatro y otros espectáculos públicos y la comisión de algunos robos; esta
vida le hizo renegar de la religión de su madre. Su primera lectura de las
Escrituras le decepcionó y acentuó su desconfianza hacia una fe impuesta y no
fundada en la razón. Sus intereses le inclinaban hacia la filosofía, y en este
territorio encontró acomodo durante algún tiempo en el escepticismo moderado,
doctrina que obviamente no podía satisfacer sus exigencias de verdad.
Sin
embargo, el hecho fundamental en la vida de San Agustín de Hipona en estos años
es su adhesión al dogma maniqueo; su preocupación por el problema del mal, que
lo acompañaría toda su vida, fue determinante en su adhesión al maniqueísmo, la
religión de moda en aquella época. Los maniqueos presentaban dos sustancias
opuestas, una buena (la luz) y otra mala (las tinieblas), eternas e
irreductibles. Era preciso conocer el aspecto bueno y luminoso que cada hombre
posee y vivir de acuerdo con él para alcanzar la salvación.
A San
Agustín le seducía este dualismo y la fácil explicación del mal y de las
pasiones que comportaba, pues ya por aquel entonces eran estos los temas
centrales de su pensamiento. La doctrina de Mani o Manes, fundador del
maniqueísmo, se asentaba en un pesimismo radical aún más que el escepticismo,
pero denunciaba inequívocamente al monstruo de la materia tenebrosa enemiga del
espíritu, justamente aquella materia, "piélago de maldades", que
Agustín quería conjurar en sí mismo.
Dedicado
a la difusión de esa doctrina, profesó la elocuencia en Cartago (374-383), Roma
(383) y Milán (384). Durante diez años, a partir del 374, vivió Agustín esta
amarga y loca religión. Fue colmado de atenciones por los altos cargos de la
jerarquía maniquea y no dudó en hacer proselitismo entre sus amigos. Se entregó
a los himnos ardientes, los ayunos y las variadas abstinencias y complementó
todas estas prácticas con estudios de astrología que le mantuvieron en la
ilusión de haber encontrado la buena senda. A partir del año 379, sin embargo,
su inteligencia empezó a ser más fuerte que el hechizo maniqueo. Se apartó de
sus correligionarios lentamente, primero en secreto y después denunciando sus
errores en público. La llama de amor al conocimiento que ardía en su interior
le alejó de las simplificaciones maniqueas como le había apartado del
escepticismo estéril.
En
384 encontramos a San Agustín de Hipona en Milán ejerciendo de profesor de
oratoria. Allí lee sin descanso a los clásicos, profundiza en los antiguos
pensadores y devora algunos textos de filosofía neoplatónica. La lectura de los
neoplatónicos, probablemente de Plotino, debilitó las convicciones maniqueístas
de San Agustín y modificó su concepción de la esencia divina y de la naturaleza
del mal; igualmente decisivo en la nueva orientación de su pensamiento serían
los sermones de San Ambrosio, arzobispo de Milán, que partía de Plotino para
demostrar los dogmas y a quien San Agustín escuchaba con delectación, quedando
"maravillado, sin aliento, con el corazón ardiendo". A partir de la
idea de que «Dios es luz, sustancia espiritual de la que todo depende y que no
depende de nada», San Agustín comprendió que las cosas, estando necesariamente
subordinadas a Dios, derivan todo su ser de Él, de manera que el mal sólo puede
ser entendido como pérdida de un bien, como ausencia o no-ser, en ningún caso
como sustancia.
Dos
años después, la convicción de haber recibido una señal divina (relatada en el
libro octavo de las Confesiones) lo decidió a retirarse con su madre, su hijo y
sus discípulos a la casa de su amigo Verecundo, en Lombardía, donde San Agustín
escribió sus primeras obras. En 387 se hizo bautizar por San Ambrosio y se
consagró definitivamente al servicio de Dios. En Roma vivió un éxtasis
compartido con su madre, Mónica, que murió poco después.
En
388 regresó definitivamente a África. En el 391 fue ordenado sacerdote en
Hipona por el anciano obispo Valerio, quien le encomendó la misión de predicar
entre los fieles la palabra de Dios, tarea que San Agustín cumplió con fervor y
le valió gran renombre; al propio tiempo, sostenía enconado combate contra las
herejías y los cismas que amenazaban a la ortodoxia católica, reflejado en las
controversias que mantuvo con maniqueos, pelagianos, donatistas y paganos.
Tras
la muerte de Valerio, hacia finales del 395, San Agustín fue nombrado obispo de
Hipona; desde este pequeño pueblo pescadores proyectaría su pensamiento a todo
el mundo occidental. Sus antiguos correligionarios maniqueos, y también los
donatistas, los arrianos, los priscilianistas y otros muchos sectarios vieron
combatidos sus errores por el nuevo campeón de la Cristiandad. Dedicó numerosos
sermones a la instrucción de su pueblo, escribió sus célebres Cartas a amigos,
adversarios, extranjeros, fieles y paganos, y ejerció a la vez de pastor,
administrador, orador y juez. Al mismo tiempo elaboraba una ingente obra
filosófica, moral y dogmática; entre sus libros destacan los Soliloquios, las
Confesiones y La ciudad de Dios, extraordinarios testimonios de su fe y de su
sabiduría teológica.
Al
caer Roma en manos de los godos de Alarico (410), se acusó al cristianismo de
ser responsable de las desgracias del imperio, lo que suscitó una encendida
respuesta de San Agustín, recogida en La ciudad de Dios, que contiene una
verdadera filosofía de la historia cristiana. Durante los últimos años de su
vida asistió a las invasiones bárbaras del norte de África (iniciadas en el
429), a las que no escapó su ciudad episcopal. Al tercer mes del asedio de
Hipona, cayó enfermo y murió.
La filosofía de San Agustín
El
tema central del pensamiento de San Agustín de Hipona es la relación del alma,
perdida por el pecado y salvada por la gracia divina, con Dios, relación en la
que el mundo exterior no cumple otra función que la de mediador entre ambas
partes. De ahí su carácter esencialmente espiritualista, frente a la tendencia
cosmológica de la filosofía griega. La obra del santo se plantea como un largo
y ardiente diálogo entre la criatura y su Creador, esquema que desarrollan explícitamente
sus Confesiones (400).
Si
bien el encuentro del hombre con Dios se produce en la charitas (amor), Dios es
concebido como bien y verdad, en la línea del idealismo platónico. Sólo
situándose en el seno de esa verdad, es decir, al realizar el movimiento de lo
finito hacia lo infinito, puede el hombre acercarse a su propia esencia. Pero
su visión pesimista del hombre contribuyó a reforzar el papel que, a sus ojos,
desempeña la gracia divina, por encima del que tiene la libertad humana, en la
salvación del alma. Este problema es el que más controversias ha suscitado,
pues entronca con la cuestión de la predestinación, y la postura de San Agustín
contiene en este punto algunos equívocos.
Mundo, alma y Dios
En
sus concepciones sobre la naturaleza y el mundo físico, Agustín de Hipona parte
del hilemorfismo de Aristóteles: los seres se componen de materia y forma. Pero
conforme al ideario cristiano, Agustín introduce el concepto de creación (Dios
creó libremente el mundo de la nada), extraño a la tradición griega, y
enriquece la teoría aristotélica con las llamadas razones seminales: al crear
el mundo, Dios lo dejó en un estado inicial de indeterminación, pero depositó
en la materia una serie de potencialidades latentes comparables a semillas, que
en las circunstancias adecuadas y conforme a un plan divino originaron los
sucesivos seres y fenómenos. De este modo, el mundo evoluciona con el tiempo,
actualizando constantemente sus potencialidades y configurándose como cosmos.
El
ser humano se compone de cuerpo (materia) y alma (forma). Pero siguiendo ahora
a Platón, para Agustín de Hipona cuerpo y alma son sustancias completas y
separadas, y su unión es accidental: el hombre es un alma racional inmortal que
se sirve, como instrumento, de un cuerpo material y mortal; el santo llegó
incluso a usar algunas veces el símil platónico del jinete y el caballo. Dotada
de voluntad, memoria e inteligencia, el alma es una sustancia espiritual simple
e indivisible, cualidades de las que se desprende su inmortalidad, ya que la
muerte es descomposición de las partes.
San Agustín de Hipona (c. 1637), de Rubens
Tal
concepto crearía dificultades y dudas en San Agustín a la hora de establecer el
origen del alma (siempre rechazó la noción platónica de la preexistencia) y
conciliarlo con el dogma del pecado original. Si el alma era generada por los
padres al igual que el cuerpo (generacionismo), se entendía que el pecado
original se transmitiese a los descendientes, pero, siendo simple e
indivisible, ¿cómo podía el alma pasar a los hijos? Y si el alma era creada por
Dios en el instante del nacimiento (creacionismo), ¿cómo podía Dios crear un
alma imperfecta, manchada por el pecado original?
Para
San Agustín, fe y razón se hallan profundamente vinculadas: sus célebres
aforismos "cree para entender" y "entiende para creer"
(Crede ut intelligas, Intellige ut credas) significan que la fe y la razón,
pese a la primacía de la primera, se iluminan mutuamente. Mediante la sensación
y la razón podemos llegar a percibir cosas concretas y a conocer algunas
verdades necesarias y universales, pero referidas a fenómenos concretos,
temporales. Sólo gracias a una iluminación o poder suplementario que Dios
concede al alma, a la razón, podemos llegar al conocimiento racional superior,
a la sabiduría. Por otra parte, un discurso racional correcto necesariamente ha
de conducir a las verdades reveladas.
De
este modo, la razón nos ofrece algunas pruebas de la existencia de Dios, de
entre las que destaca en San Agustín el argumento de las verdades eternas. Una
proposición matemática como, por ejemplo, el teorema de Pitágoras es
necesariamente verdadera y siempre lo será; el fundamento de tal verdad no
puede hallarse en el devenir cambiante del mundo, sino en un ser también
inmutable y eterno: Dios. Dios posee todas las perfecciones en grado sumo;
Agustín destaca entre sus atributos la verdad y la bondad (por influjo de la
idea platónica del bien), aunque establece la inmutabilidad como el atributo
del que derivan lógicamente los demás. La influencia de Platón se hace de nuevo
patente en el llamado ejemplarísimo de San Agustín: Dios posee el conocimiento
de la esencia de todo lo creado; las ideas de cada ser en la mente divina son
como los modelos o ejemplos a partir de los cuales Dios creó a cada uno de los seres.
Ética y política
El
hombre aspira a la felicidad, pero, conforme a la doctrina cristiana, no puede
ser feliz en la tierra; durante su existencia terrenal debe practicar la virtud
para alcanzar la salvación, y gozar así en la otra vida de la visión beatífica
de Dios, única y verdadera felicidad. Aunque para la salvación es necesario el
concurso de la gracia divina, la práctica perseverante de las virtudes
cardinales y teologales es el camino que ha de seguir el hombre para alejarse
de aquella tendencia al mal que el pecado original ha impreso en su alma.
Agustín
de Hipona entiende el mal como no-ser, como carencia de ser. Siguiendo la tesis
ejemplariza, el mundo y los seres que lo forman son buenos en cuanto que
imitación o realización, aunque imperfecta, de las ideas divinas; no podemos
culpar a Dios de sus carencias, ya que Dios les dio el ser, no el no-ser. Del
mismo modo, las malas acciones son actos privados de moralidad; Dios no puede
sino permitir que se cometan, pues lo contrario implicaría retirar al alma
humana su libre albedrío.
Las
ideas políticas de Agustín de Hipona deben situarse en el contexto de la
profunda crisis que atravesaba el Imperio romano y de la acusación lanzada por
los paganos de que el cristianismo era la causa de la decadencia de Roma. San
Agustín respondió trazando en La ciudad de Dios una filosofía de la historia;
la palabra "ciudad" ha de entenderse en esta obra no como conjunto de
calles y edificios, sino como el vocablo latino civitas, es decir, la población
o habitantes de una ciudad. Entendiendo el término en tal sentido, para San
Agustín la historia de la humanidad es la de una lucha entre la ciudad de Dios
y la ciudad terrena, la ciudad del bien y la del mal. Entre los moradores de la
ciudad terrenal impera "el amor a sí mismo hasta el desprecio de
Dios"; en la ciudad de Dios, "el amor a Dios hasta el deprecio de sí
mismo".
Remontándose
a los ángeles y a Adán y Eva y descendiendo por la Biblia hasta llegar a
Jesucristo y a su propia época, Agustín de Hipona expone el desarrollo de esta
constante pugna. La ciudad de Dios se inició con los ángeles, y la terrena, con
Caín y el pecado original. La historia de la humanidad se divide en dos grandes
épocas: la primera, desde la caída del hombre hasta Jesucristo, preparó la
redención; la segunda, desde Jesucristo hasta el fin del mundo, cumplirá y
realizará la redención, pues el conflicto entre ambas ciudades proseguirá hasta
que, ya en el fin de los tiempos, triunfe definitivamente la ciudad de Dios.
Desde
tal amplia perspectiva, la situación crítica del Imperio romano (en el que San
Agustín ve un instrumento de Dios para facilitar la propagación de la fe) es
solamente otro momento de esa lucha, y más debe atribuirse su crisis a la
pervivencia del paganismo entre los ciudadanos que a la cristianización; una
Roma plenamente cristiana podría pasar a ser un imperio espiritual y no
meramente terrenal. Junto al núcleo que la motiva, se halla en esta obra su
concepto de la familia y la sociedad como positivas derivaciones de la
naturaleza humana (no como resultado de un pacto), así como la noción del
origen divino del poder del gobernante.
Por
su vasta y perdurable irradiación, puede afirmarse que Agustín de Hipona figura
entre los pensadores más influyentes de la tradición occidental; es preciso
saltar hasta Santo Tomás de Aquino (siglo XIII) para encontrar un filósofo de
su misma talla. Toda la filosofía y la teología medieval, hasta el siglo XII,
fue básicamente agustiniana; los grandes temas de San Agustín -conocimiento y
amor, memoria y presencia, sabiduría- dominaron la teología cristiana hasta la
escolástica tomista. Lutero recuperó, transformándola, su visión pesimista del
hombre pecador, y los seguidores de Jansenio, por su parte, se inspiraron muy a
menudo en el Augustinus, libro en cuyas páginas se resumían las principales
tesis del filósofo de Hipona.
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