2 - DE JUNIO – DOMINGO –
9ª – SEMANA DEL T.O. - B
Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
Santos Marcelino y
Pedro
Lectura del libro de Éxodo (24,3-8):
En aquellos días,
Moisés bajó y contó al pueblo todo lo que había dicho el Señor y todos sus mandatos;
y el pueblo contestó a una:
«Haremos todo lo que dice el Señor.»
Moisés puso por escrito todas las palabras
del Señor. Se levantó temprano y edificó un altar en la falda del monte, y doce
estelas, por las doce tribus de Israel. Y mandó a algunos jóvenes israelitas
ofrecer al Señor holocaustos, y vacas como sacrificio de comunión. Tomó la
mitad de la sangre, y la puso en vasijas, y la otra mitad la derramó sobre el
altar. Después, tomó el documento de la alianza y se lo leyó en alta voz al
pueblo, el cual respondió:
«Haremos todo lo que manda el Señor y lo
obedeceremos.»
Tomó Moisés la sangre y roció al pueblo,
diciendo:
«Ésta es la sangre de la alianza que hace el
Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos.»
Palabra de
Dios
Salmo:115
R/. Alzaré la copa de la
salvación, invocando el nombre del Señor
¿Cómo pagaré al Señor
todo el bien que me ha hecho?
Alzaré la copa de la salvación,
invocando su nombre. R/.
Mucho le cuesta al Señor
la muerte de sus fieles.
Señor, yo soy tu siervo, hijo de tu esclava;
rompiste mis cadenas. R/.
Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
invocando tu nombre, Señor.
Cumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo el pueblo. R/.
Lectura de la carta a los Hebreos
(9,11-15):
Cristo ha venido como
sumo sacerdote de los bienes definitivos. Su tabernáculo es más grande y más
perfecto: no hecho por manos de hombre, es decir, no de este mundo creado. No
usa sangre de machos cabríos ni de becerros, sino la suya propia; y así ha
entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación
eterna.
Si la sangre de machos cabríos y de toros y
el rociar con las cenizas de una becerra tienen poder de consagrar a los
profanos, devolviéndoles la pureza externa, cuánto más la sangre de Cristo,
que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin
mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al
culto del Dios vivo. Por esa razón, es mediador de una alianza nueva: en ella
ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera
alianza; y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna.
Palabra de
Dios
Lectura del santo evangelio
según san Marcos (14,12-16.22-26):
El primer día de
los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus
discípulos:
«¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la
cena de Pascua?»
Él envió a dos discípulos, diciéndoles:
«Id a la ciudad, encontraréis un hombre que
lleva un cántaro de agua; seguidlo y, en la casa en que entre, decidle al
dueño: "El Maestro pregunta: ¿Dónde está la habitación en que voy a comer
la Pascua con mis discípulos? " Os enseñará una sala grande en el piso de
arriba, arreglada con divanes. Preparadnos allí la cena.»
Los discípulos se marcharon, llegaron a la
ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la cena de Pascua.
Mientras comían. Jesús tomó un pan,
pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo:
«Tomad, esto es mi cuerpo.»
Cogiendo una copa, pronunció la acción de
gracias, se la dio, y todos bebieron. Y les dijo:
«Ésta es mi sangre, sangre de la alianza,
derramada por todos. Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid
hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios.»
Después de cantar el salmo, salieron para el
monte de los Olivos.
Palabra del
Señor
Fiesta del Corpus Christi.
La sangre y el pan
Esta fiesta comenzó a celebrarse en
Bélgica en 1246, y adquirió su mayor difusión pública dos siglos más tarde, en 1447,
cuando el Papa Nicolás V recorrió procesionalmente con la Sagrada Forma las
calles de Roma. Dos cosas pretende: fomentar la devoción a la
Eucaristía y confesar públicamente la presencia real de Jesucristo en el pan y
el vino.
Las lecturas, sin restar importancia a
estos aspectos, centran la atención en el compromiso del cristiano con Dios,
sellado con el sacrificio del cuerpo y la sangre de Cristo.
1ª lectura: la sangre y la antigua alianza
(Éxodo 24,3-8)
La lectura cuenta el momento culminante
de la experiencia de los israelitas en el monte Sinaí. Después de escuchar la
proclamación de la voluntad de Dios (el decálogo y el código de la alianza),
manifiesta su voluntad de cumplirla: «Haremos todo
lo que el Señor nos dice».
En una mentalidad moderna, poco amante
de símbolos, esas palabras habrían bastado. El hombre antiguo no era igual. Un
pacto tan serio requería un símbolo potente. Y no hay cosa más expresiva que la
sangre, en la que radica la vida. Siglos más tarde, algunos caballeros
medievales sellaban un pacto haciéndose un corte en el antebrazo y mezclando la
sangre. Naturalmente, Dios no puede sellar una alianza con los hombres mediante
ese rito. Por muchos antropomorfismos que usen los autores bíblicos al hablar de
Dios, él no tiene un brazo que cortarse ni una sangre que mezclar. Tampoco se
puede pedir a todos los israelitas que se hagan un corte y den un poco de
sangre. Se recurre entonces al siguiente simbolismo: Dios queda representado
por un altar, y la sangre no será de dioses ni de hombres, sino de vacas. Al
matarlas, la mitad de la sangre se derrama sobre el altar. Se expresa con ello
el compromiso que Dios contrae con su pueblo. La otra mitad se recoge en
vasijas, pero antes de rociar con ella al pueblo, se vuelve a leer el documento
de la alianza (Éxodo 20-23), y el pueblo asiente de nuevo: «Haremos todo lo que manda el Señor y lo obedeceremos.»
Pero en la antigüedad hay también otra
forma, incluso más frecuente, de sellar una alianza: comiendo juntos los
interesados. Esta modalidad también aparece en el relato del Éxodo (pero ha
sido omitida por la liturgia). Después de la ceremonia de la sangre con todo el
pueblo, Moisés, Aarón, Nadab, Abihú y los setenta dirigentes de Israel suben al
monte, donde comen y beben ante el Señor (Éxodo 24,9-11). Esta segunda
modalidad será esencial para entender el evangelio.
2ª lectura: la sangre, el perdón y la nueva
alianza (Hebreos 9,11-15)
Como diría un cínico, los buenos
propósitos nunca se cumplen. En el caso de los israelitas llevaría razón. El
propósito de obedecer a Dios y hacer lo que él manda no lo llevaron a la
práctica a menudo. Surgía entonces la necesidad de expiar por esos pecados,
incluso los involuntarios. Y la sangre vuelve a adquirir gran importancia. Ya
que en ella radica la vida, es lo mejor que se puede ofrecer a Dios para
conseguir su perdón. Pero el Dios de Israel no exige víctimas humanas. La
sangre será de animales puros: machos cabríos, becerros, toros, vacas,
corderos, tórtolas, pichones.
El autor de la carta a los Hebreos
contrasta esta práctica antigua con la de Jesús, que se ofrece a sí mismo como
sacrificio sin mancha. Con ello, no sólo nos consigue el perdón, sino que, al
mismo tiempo, sella con su sangre una nueva alianza entre Dios y nosotros.
Evangelio: pan, vino y nueva alianza
(Marcos 14-12-16. 22-26)
La acción de Jesús en la Cena de Pascua
reúne las dos formas de sellar una alianza que comentamos en la primera
lectura, pero invirtiendo el orden. Se comienza por la comida, se termina
aludiendo a la sangre de la nueva alianza. Aparte de esto hay diferencias
notables. Los discípulos no comen en presencia de Dios, comen con Jesús, comen
el pan que él les da, no la carne de animales sacrificados; y el vino que beben
significa algo muy distinto a lo que bebieron las autoridades de Israel:
anticipa la sangre de Jesús derramada por todos.
¿Dónde radica la diferencia principal
entre la antigua y la nueva alianza? En que la antigua no cuesta nada a nadie;
basta matar unos animales para obtener su sangre. La nueva, en cambio, supone
un sacrificio personal, el sacrificio supremo de entregar la propia vida, la
propia carne y sangre.
Pero no podemos quedarnos en la simple
referencia al pan y al vino, al cuerpo y la sangre. Para Jesús son la forma
simbólica de sellar nuestro compromiso con Dios, por el que nos obligamos a
cumplir su voluntad.
El cuarto evangelio, que no cuenta la
institución de la Eucaristía, pone en este momento en boca de Jesús un largo
discurso en el que insiste, por activa y por pasiva, en que observemos sus
mandamientos, mejor dicho, su único mandamiento: que nos amemos los unos a los
otros.
Si la celebración del Corpus Christi se
limita a una expresión devota de nuestra devoción a la Eucaristía o, peor aún,
si se convierte en simple fiesta de interés turístico, no cumple su auténtico
sentido. Es fácil lanzar flores a la custodia por la calle; lo difícil es
tratar bien a las personas que nos encontramos por la calle.
Santos Marcelino y Pedro
Mártires - Año 304
Nos ha dejado noticias
de su muerte el papa san Dámaso, que las oyó de boca del mismo verdugo. El
martirio tuvo lugar durante la persecución de Diocleciano (284-305).
Fueron decapitados en un bosque, pero
sus cuerpos fueron trasladados y sepultados en el cementerio llamado Ad duas
lauros, en la vía Labicana, donde después de la paz de Constantino se erigió
una basílica.
El primero de estos dos
santos mártires era un sacerdote muy estimado en Roma, y el segundo era un
fervoroso cristiano que tenía el poder especial de expulsar demonios. Fueron
llevados a prisión por los enemigos de la religión, pero en la cárcel se dedicaron
a predicar con tal entusiasmo que lograron convertir al carcelero y a su mujer
y a sus hijos, y a varios prisioneros que antes no eran creyentes. Disgustados
por esto los gobernantes les decretaron pena de muerte.
A Marcelino y Pedro los
llevaron a un bosque llamado "la selva negra", y allá los mataron
cortándoles la cabeza y los sepultaron en el más profundo secreto, para que
nadie supiera dónde estaban enterrados. Pero el verdugo, al ver lo santamente
que habían muerto se convirtió al cristianismo y contó dónde estaban
sepultados, y los cristianos fueron y sacaron los restos de los dos santos, y
les dieron honrosa sepultura. Después el emperador Constantino construyó una
basílica sobre la tumba de los dos mártires, y quiso que en ese sitio fuera
sepultada su santa madre, Santa Elena.
Las crónicas antiguas narran que ante los
restos de los santos Marcelino y Pedro, se obraron numerosos milagros. Y que
las gentes repetían: "Marcelino y Pedro poderosos protectores, escuchad
nuestros clamores".