29 DE MARZO – MARTES -
OCTAVA DE PASCUA
Evangelio
según san Juan 20, 11-18
En
aquel tiempo, estaba María junto al sepulcro fuera, llorando. Mientras lloraba se asomó al sepulcro y vio
dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies
donde había estado el cuerpo de Jesús. Ellos le preguntaron:
“Mujer,
¿por qué lloras?”.
Ella
les contestó:
“Porque
se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”.
Dicho
esto, da media vuelta y ve a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús.
Jesús le dice:
“Mujer,
¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?’
Ella,
tomándolo por el hortelano, le contesta:
“Señor,
si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré”.
Jesús
le dice:
“¡María!”.
Ella
se vuelve y le dice:
“¡Rabboni!’ (que significa Maestro).
Jesús
le dice:
“Suéltame,
que todavía no he subido al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios
vuestro”.
María
Magdalena fue y anunció a los discípulos:
“He
visto al Señor y ha dicho esto”.
1. Este
relato destaca, aún más que otros, la singular y hasta desconcertante bondad de
Jesús. Una bondad y una humanidad que se
palpan más de cerca en el Resucitado.
Se advierte fácilmente que Jesús tuvo una
especial delicadeza con esta mujer de la que el evangelio de Lucas afirma que
habían salido siete demonios (Lc 8, 2). Cosa que, en el vocabulario de la antigua
aritmología, representa la plenitud de todos los males. Y, sin embargo, Jesús
la estimó tanto y tanta bondad derrochó con ella.
2. Más
en concreto, el relato da a entender que entre Jesús y esta mujer hubo una delicada
relación de respeto, de confianza, de atención y de transparencia. No hay datos que hagan pensar que entre Jesús
y la Magdalena hubo otro tipo de relación.
En definitiva, lo que Jesús y ella
cultivaron fue una fe tan honda como ejemplar. Era la amistad limpia que más nos humaniza.
3. Pero,
como ya se ha dicho, aquí aparece de nuevo “lo divino” y “lo humano” fundidos
en una unidad que nunca acabamos de creer y aceptar. Jesús habla de “mi Padre” y “vuestro Padre”,
de “mi Dios” y “vuestro Dios”. No se
trata de que haya dos “Padres” o dos “Dioses”. Ni tampoco se trata de que haya
dos tipos de relación con el Padre y con Dios. No. Se
trata de que el mismo Padre y el mismo Dios es tan de Jesús como nuestro. Jesús nos ha fundido en una misma relación,
que es suya y nuestra, con el Padre y con Dios. Esto, seguramente, es el fruto más hondo de la
Resurrección, la de Jesús y la nuestra. Por
eso, cuando leemos los evangelios y, más que eso, cuando recordamos al perpetuo
“Viviente”, que es Jesús, tenemos que acostumbrarnos
a ver y sentir en él al hombre que vivió en Palestina, en el siglo primero, y a Dios eterno y Santo por excelencia. Ambas realidades, fundidas en una realidad. La única realidad que tenemos a nuestro
alcance, que es su humanidad. Y es en esa
humanidad donde encontramos y palpamos a Dios. Siempre divino. Pero visto en nuestra humanidad, la que vivió
y constituyó a Jesús.
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