30 DE MARZO – MIÉRCOLES
OCTAVA DE PASCUA
Evangelio
según san Lucas: 24, 13-35
En
aquel tiempo, dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día a una aldea
llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que
había sucedido. Mientras conversaban y
discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo:
“¿Qué
conversación es esa que traéis mientras vais de camino?”.
Ellos
se detuvieron preocupados. Y uno de
ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó:
“¿Eres
tú el único forastero en Jerusalén, que no sabe lo que ha pasado allí estos
días?
Él
les preguntó:
“¿Qué?”
Ellos
le contestaron:
“Lo
de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante
Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros
jefes para que lo condenaran a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el
futuro liberador de Israel. Y ya ves:
hace ya dos días que sucedió esto. Es
verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues fueron
muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo
que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba
vivo. Algunos de los nuestros fueron
también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él
no lo vieron”.
Entonces
Jesús les dijo:
“¡Qué
necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era
necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?”
Y,
comenzando por Moisés y siguiendo por los Profetas, les explicó lo que se refería
a él en toda la Escritura.
Ya
cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron diciendo:
“Quédate
con nosotros porque atardece y el día va de caída”.
Y entró para quedarse con ellos.
Sentado
a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo
dio.
A
ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él
desapareció.
Ellos
comentaron:
“¿No
ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las
Escrituras?”.
Y, levantándose al momento, se volvieron a
Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que
estaban diciendo:
“Era
verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”.
Y
ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían
reconocido al partir el pan.
1. En
este relato de Emaús, Lucas nos dice que Jesús se nos da a conocer en la comensalía.
Es decir, en la mesa compartida, cuando con él compartimos el mismo pan. Y cuando, con Jesús, compartimos el pan de la
vida con los demás. Es entonces cuando
se nos abren los ojos y nos damos cuenta de que tenemos, ante nosotros y junto
a nosotros, en el gozo y la alegría del comer y el beber, a Jesús viviente, que
nos acompaña en el camino de la vida (Eric Franklin, B. P. Robinsofl).
2. Ocurre
¡tantas veces! que, precisamente cuando nos sentimos más decepcionados y sin
aliento para seguir adelante, exactamente entonces es cuando llevamos a Jesús
junto a nosotros, andando el mismo camino nuestro, compartiendo nuestros problemas,
soledades, desalientos, desengaños insoportables. Y así es cuándo y cómo Jesús mismo nos abre
los ojos y el conocimiento, para hacernos comprender el sentido y el alcance de las
Escrituras santas. De forma que, cuando
eso ocurre, el corazón nos arde. Y le
vemos sentido a lo que, hasta entonces carecía de cualquier posible
significado. El Resucitado está con
nosotros cuando menos lo imaginamos, cuando ni podemos sospecharlo.
3. La
misa se le ha hecho a mucha gente algo insignificante, pesado, una ceremonia
que no entienden ni les interesa. La
“Cena del Señor” tendría que seguir siendo lo que empezó siendo, “una cena”. De manera que nos traslademos del “altar” a la
“mesa” del “orden eclesial” al “mundo
social del banquete” (D. E. Smith). No
se trata de prescindir de la eucaristía. Se trata de recuperar su significado original.
Cuando Jesús dijo: “Haced esto en memoria mía”, lo que Jesús les
decía a sus discípulos es que repitieran el gesto de la mesa compartida, el
“simposio” de la vida y la alegría vivida con los demás. Cuando eso sea el centro, lo demás (el significado
de la presencia de Jesús y del rito eucarístico) irá adquiriendo las formas y símbolos que hoy podemos
entender, ofrecer y vivir con los humanos, sean quienes sean. Esto requerirá un proceso, sin duda lento y
largo, de evolución y cambio, de la liturgia actual, a otras formas (más
actuales y humanas) de vivir y expresar los símbolos que representan lo que fue
originalmente la Cena del Señor, “la cena que recrea y enamora” (san Juan de la
Cruz).
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