26 DE JUNIO - LUNES –
12ª - SEMANA DEL T. O. – A
Evangelio según san Mateo 7, 1-5
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "
No juzguéis y no os juzgarán". Porque os
van a juzgar como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con
vosotros. - ¿Por qué te fijas en la mota
que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? - ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Déjame que te saque la mota del
ojo, teniendo una viga en el tuyo?”
Hipócrita: sácate primero la viga del ojo;
entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano".
1. Es inevitable ver lo que hacen los demás y darse
cuenta de la vida que llevan. Constatar esa realidad es inevitable. Y con frecuencia
es también necesario.
El problema se
plantea cuando nuestro juicio equivale a un rechazo, incluso a una condena.
Porque condenar es algo que, hablando de tejas abajo, solo
lo pueden hacer los jueces que la
administración de justicia pone para eso. Y condenar -tejas arriba- es lo
propio de Dios. Por tanto, lo que Jesús prohíbe aquí es que nos pongamos a hacer
de "dioses", que van por la vida "salvando" o
"condenando", según nuestros criterios, nuestros prejuicios o quizá
nuestras conveniencias.
2. Lo de la "mota" y la
"viga" pone en evidencia la desproporción asombrosa en que vivimos:
somos sumamente benévolos cuando se trata de enjuiciar
cada cual su propia conducta; al tiempo que
somos extremadamente severos a la
hora de enjuiciar a los demás.
La vida nos enseña
que, en este punto concreto, procedemos con frecuencia como si fuéramos poco
menos que unos descerebrados. Porque somos jueces implacables con los demás, al
mismo tiempo que ni nos damos cuenta de que estamos censurando lo que nosotros hacemos
a todas horas.
Resulta patético
vivir en semejante contradicción. Y, al mismo tiempo, sentirnos orgullosos de
lo que somos o de cómo somos. - ¿Y no se nos cae la cara de vergüenza?
3. Jesús califica esto como una auténtica "hipocresía".
Y por eso mismo fue (y sigue siendo) motivo de constantes enfrentamientos entre
los humanos. Porque, en el fondo, esa hipocresía consiste en que, de nosotros, vemos
solamente nuestra propia humanidad; al tiempo que, de los demás, lo que vemos
es su inhumanidad.
El problema raíz de
todo esto consiste en que nuestros criterios éticos están desorientados.
Normalmente,
organizamos nuestros juicios morales a partir de la distinción entre el
"bien" y el "mal". Pero - ¿quién decide lo que es "bueno" y
lo que es "malo"?
Por lo general, eso
se hace de manera demasiado subjetiva.
Tendríamos que repensar nuestros criterios éticos en función de lo que nos "humaniza"
a todos; o de lo que nos "deshumaniza".
Esto tendría que ser
nuestro criterio habitual, nuestra costumbre, nuestro modo de proceder. Porque
lo que "nos humaniza", por eso mismo "nos hace más felices"
o, de lo contrario, lo que causa es humillación, sufrimiento, soledad y desamparo.
Dios, por lo que nos dijo
mediante Jesús, no quiere que vivamos como unos desgraciados y unos infelices.
Eso no lo quiere
Dios.
SAN PELAYO
Elogio: San Pelagio (o Pelayo),
mártir, que a los trece años, por querer conservar su fe en Cristo y su
castidad ante las costumbres deshonestas de Abd ar-Rahmán III, califa de los musulmanes,
consumó en Córdoba, en la región hispánica de Andalucía, su glorioso martirio,
al ser despedazado con tenazas.
El nombre del
niño mártir, Pelayo, es famoso todavía en toda España y muchas son las iglesias
dedicadas en su honor. Vivió en los días en que Abderramán III, el más grande
de los Omeyas, reinaba en Córdoba; un tío de Pelayo, para salvar el pellejo,
dejó al chico como rehén en manos de los moros. Por entonces, el niño no tenía
más de diez años. El cobarde pariente no regresó para rescatar a su sobrino,
que pasó tres años cautivo de los infieles. En ese lapso, se había transformado
en un buen mozo alto y fornido, siempre de buen humor y sin contaminación
alguna de las costumbres corrompidas de sus captores y sus compañeros de
cautiverio. Las noticias más favorables sobre el comportamiento del jovencito
Pelayo llegaron a oídos de Abderramán quien le mandó traer a su presencia y le
anunció que podía obtener su libertad y hermosos caballos para correr por ios
campos, así como ropas lujosas, dineros y honores, si renunciaba a su fe y
reconocía al profeta Mahoma.
Pero Pelayo
no se dejó tentar y se mantuvo firme: «Todo lo que me ofreces no significa nada
para mí -repuso a las propuestas de Abderramán-. Nací cristiano, soy cristiano
y seré siempre cristiano». De nada sirvieron las amenazas del rey moro quién, a
fin de cuentas, condenó a morir al jovencito. Los relatos varían en cuanto a la
forma en que fue ejecutado. De acuerdo con unos, después de haber descoyuntado
sus miembros en el potro de hierro, le ataron una cuerda a la cintura y, desde
el puente, lo sumergían y lo izaban en las aguas del río, hasta que expiró;
otros dicen que fue suspendido de las rejas para recibir el suplicio destinado
a los esclavos y criminales, que consistía en ser descuartizado en vida; los
miembros despedazados del niño santo fueron arrojados al Guadalquivir. Sus restos
fueron rescatados por los fieles y conservados ocultamente en Córdoba, hasta el
año de 967, cuando se los trasladó a León; dieciocho años más tarde, para
evitar profanaciones, fueron exhumados y llevados a Oviedo para ser sepultados.
La historia de Pelayo se propagó enseguida y ya en el 962 había despertado el
entusiasmo de la famosa poetisa Hroswitha (Roswita), abadesa de Gandersheim,
quien narró los incidentes del martirio en hexámetros latinos.
N.ETF: algunos
aspectos que esta noticia no menciona pero que es importante destacar para
comprender mejor al personaje e incluso la celeridad con que se difundió su
culto son: que era de origen gallego, que el tío que menciona la noticia era,
según la tradición, Hermogio, obispo de Tui, y que dentro de los intentos del
Emir contra Pelayo, el más relevante es el querer corromperlo en su castidad (a
lo que alude el elogio del Martirologio Romano); todos estos elementos llevaron
a que el santo rápidamente deviniera símbolo para los que luchaban por la
expulsión de los moros de la Península.
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