13 de ABRIL – SÁBADO –
V – SEMANA DE CUARESMA – C –
Lectura
de la profecía de Ezequiel (37,21-28):
ESTO dice el Señor Dios:
«Recogeré
a los hijos de Israel de entre las naciones adonde han ido, los reuniré de
todas partes para llevarlos a su tierra. Los hará una sola nación en mi tierra,
en los montes de Israel. Un solo rey reinará sobre todos ellos. Ya no serán dos
naciones ni volverán a dividirse en dos reinos.
No
volverán a contaminarse con sus ídolos, sus acciones detestables y todas sus
transgresiones. Los liberaré de los lugares donde habitan y en los cuales
pecaron. Los purificaré; ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios.
Mi
siervo David será su rey, el único pastor de todos ellos. Caminarán según mis
preceptos, cumplirán mis prescripciones y las pondrán en práctica. Habitarán en
la tierra que yo di a mi siervo Jacob, en la que habitaron sus padres: allí
habitarán ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos para siempre, y mi siervo
David será su príncipe para siempre.
Haré con ellos una
alianza de paz, una alianza eterna. Los estableceré, los multiplicaré y pondré
entre ellos mi santuario para siempre; tendré mi morada junto a ellos, yo seré
su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y reconocerán las naciones que yo soy el
Señor que consagra Israel, cuando esté mi santuario en medio de ellos para
siempre».
Palabra
de Dios
Salmo:
Jr 31,10.11-12ab.13
R/. El
Señor nos guardará como un pastor a su rebaño
V/. Escuchad, pueblos, la palabra del Señor,
anunciadla a las islas remotas:
«El que dispersó a
Israel lo reunirá,
lo guardará como un
pastor a su rebaño. R/.
V/. Porque el Señor redimió a Jacob,
lo rescató de una mano
más fuerte».
Vendrán con aclamaciones
a la altura de Sión,
afluirán hacia los
bienes del Señor. R/.
V/. Entonces se alegrará la doncella en la danza,
gozarán los jóvenes y
los viejos;
convertiré su tristeza
en gozo,
los alegraré y aliviaré
sus penas. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Juan (11,45-57):
EN aquel tiempo, muchos
judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús,
creyeron en él. Pero algunos acudieron a los fariseos y les contaron lo que
había hecho Jesús.
Los
sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín y dijeron:
«¿Qué
hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo dejamos seguir, todos creerán en
él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación».
Uno
de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo:
«Vosotros
no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el
pueblo, y que no perezca la nación entera».
Esto
no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año,
habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no solo
por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos. Y aquel
día decidieron darle muerte.
Por
eso Jesús ya no andaba públicamente entre los judíos, sino que se retiró a la
región vecina al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo
con los discípulos.
Se
acercaba la Pascua de los judíos, y muchos de aquella región subían a
Jerusalén, antes de la Pascua, para purificarse.
Buscaban
a Jesús y, estando en el templo, se preguntaban:
«¿Qué
os parece? ¿Vendrá a la fiesta?».
Los
sumos sacerdotes y fariseos habían mandado que el que se enterase de dónde
estaba les avisara para prenderlo.
Palabra
del Señor
1.
Por más que el Lázaro, al que Jesús devolvió la vida, no tenga nada que ver con el Lázaro mendigo del que nos
habla el evangelio de Lucas (16, 19-31), queda en pie -y da mucho que pensar- lo que tuvo que escuchar el rico
epulón en su destino de tormentos (Lc 16, 23):
Si no escuchan a Moisés y a los
profetas, no se dejarán convencer ni, aunque
resucite un muerto (Lc16, 31).
Aquí se cumple lo que le dijeron,
desde el cielo, al rico aquel. Resucitó el muerto
(Lázaro) y, en lugar de convertirse, lo que
decidieron los dirigentes de la religión fue matar a Jesús.
2.
El contraste es tan radical como brutal y canalla: Jesús da vida,
mientras
que la religión da muerte. Y conste que este
contraste no se produjo inesperadamente. La cosa venía de lejos. Ya, cuando
Jesús curó (le dio vida plena) a un manco en día de sábado, los fariseos con
los secuaces de Herodes decidieron
matarlo (Mc 3, 6).
Cuando curó al paralítico de la piscina,
los dirigentes judíos trataban de matarlo (Jn 5, 18).
Después de la multiplicación de los
panes y del discurso del pan de la vida, Jesús se quedó en Galilea porque
los dirigentes judíos trataban de
matarlo (Jn 7, 1).
Por eso Jesús les echa en cara: Ninguno
de vosotros cumple la ley, ¿por qué tratáis de matarme? (Jn 7, 19).
Y, de nuevo en el Templo, cogieron
piedras para tirárselas (Jn 8, 59).
Cuando Jesús curó al ciego de nacimiento,
hasta los padres del ciego no dieron la cara por su hijo por miedo a los
dirigentes judíos (Jn 9, 22).
Más tarde, en el Templo, los dirigentes
cogieron de nuevo piedras para apedrearlo (Jn 10, 31).
Hasta que finalmente, y porque había
devuelto la vida a Lázaro, el Sanedrín en
pleno vio que tenía que dar muerte a Jesús (Jn 11, 47-53).
3.
Y es que, si todo esto se piensa a fondo, lo que se ve, sin más remedio,
es que la religión y el Evangelio son incompatibles.
Fue la religión la que condenó y ejecutó
a Jesús. De ahí la contradicción en que
vive la Iglesia cuando quiere hacer compatible lo que el Evangelio nos dice que
es incompatible.
Una cosa es ser fiel a la religión. Y otra
cosa es ser fiel a la religiosidad que vivió y nos enseñó Jesús: la unión con
el Padre, la oración en soledad, celebrar en
comunidad el "recuerdo peligroso" de
Jesús.
San Hermenegildo, mártir.
En
Tarragona, en Hispania, san Hermenegildo, mártir, que, siendo hijo de
Leovigildo, rey arriano de los visigodos, fue convertido a la fe católica por
[san Leandro], obispo de Sevilla, y recluido en la cárcel por disposición de su
padre al haberse negado a recibir la comunión de manos de un obispo arriano, el
día de la fiesta de Pascua fue degollado por mandato de su propio padre.
Vida
de San Hermenegildo
El dominio visigótico se afianza
y organiza en España durante el reinado de Leovigildo. Asociado primero a su
hermano Liuva, quedó después como único soberano en el año 573. Catorce años
ocupó el trono, realzando con pompa externa y enérgicas medidas la dignidad
regia y viviendo en continua actividad bélica para asegurar y ensanchar las
fronteras limítrofes con los suevos, francos y bizantinos. No faltaron tampoco
rebeliones internas, castigadas con mano dura, no exenta en muchas ocasiones de
crueldad.
Tan pronto como quedó único
soberano asoció al gobierno del reino a sus dos hijos, Hermenegildo y Recaredo,
destinados en su proyecto a que le sucedieran en el trono visigótico, al menos,
alguno de los dos. Este sistema para prevenir la elección del sucesor y
asegurar la monarquía en la propia familia constituía tiránico abuso del poder,
en contra del principio germánico para la libre designación del monarca.
Posiblemente a esta causa hubieron de atribuirse muchas de las conjuraciones
abortadas durante su reinado, surgidas en el seno de la nobleza, que veía así
menoscabados sus derechos al trono, y atizadas posiblemente por los reinos
vecinos, deseosos de minar de cualquier forma la pujanza creciente de
Leovigildo.
En segundas nupcias había
contraído matrimonio con la viuda del rey Atanagildo, Godsuinta, de quien algún
cronista nos dice que era tuerta de cuerpo y alma. Godsuinta, mujer elemental,
tenía clavada en la entraña una trágica espada, pues una de sus hijas, habidas
de su primer matrimonio, Gelesuinta, casada con el rey franco Luilperico de
Rouen, había sido asesinada por orden de su esposo, quien la hizo matar en el
mismo lecho conyugal, proporcionando con ello emotivo tema para que el poeta
Venancio Fortunato compusiese en su loor una tierna elegía. La otra hija,
Brunequilda, había matrimoniado con el rey franco Sigiberto de Reims y la unión
había sido feliz y fecunda. Pero el hecho de que un católico como Luilperico
hubiera dado muerte a su hija dejó en el alma de Godsuinta un poso tal de
amargura y deseos de venganza contra todo lo católico, que tendría muy pronto
trascendentales y sangrientas consecuencias.
El año 579 trajo jornadas
jubilosas para el reino visigótico. En él se verificó el enlace matrimonial de
la princesa Ingunde con el primogénito Hermenegildo. La esposa, hermana del rey
de Austrasia, Childeberto II, era hija de Sigiberto I y Brunequilda, la feliz
hija de Atanagildo y de Godsuinta. Esta, abuela de la desposada y nuevamente
reina de los visigodos, hubo de ser la muñidora de este enlace entre su nieta y
su hijastro, donde los móviles políticos jugaron, sin duda, papel muy
importante.
Las perspectivas de felicidad y
poderío para la joven pareja eran halagadoras, pues mientras los visigodos
contarían entre los francos con un poderoso rey amigo, Ingunde era entronizada
en un matrimonio que reinaría en la Península en el apogeo de una época de
esplendor.
Los cálculos halagüeños
resultaron fallidos, tal vez desde los primeros momentos. Ingunde era católica;
los componentes de la familia y corte real eran arrianos. Entre ellos influía
poderosamente Godsuinta, que albergaba contra los católicos un odio represado
de madre vengativa. Intentó perseverantemente, primero con ternezas de abuela,
después con amenazas de reina violenta, que Ingunde renunciase al catolicismo y
recibiera el bautismo arriano. El Turonense nos relata los diálogos vivos entre
las dos mujeres, en los que la nieta, inconmovible en su fe, sufrió las
violencias de la airada abuela. La atmósfera palatina se tornaba cada día más tormentosa
e irrespirable, sobre todo para Hermenegildo, ganado por el amor y las
cualidades de su esposa. Para evitar escenas violentas que no pudieron menos de
trascender desde la intimidad doméstica al pueblo, integrado en su mayoría por
hispanorromanos católicos, se arbitró el recurso de instalar al nuevo
matrimonio en Sevilla, territorio fronterizo con el de los bizantinos y que
necesitaba un representante del rey digno de toda confianza y seguridad. Allí
el matrimonio viviría en paz, no estorbarían las medidas persecutorias contra
los católicos, proyectadas por Leovigildo, y con el tiempo se pondría fin a la
firmeza religiosa de Ingunde, que debía ser casi una adolescente.
No es fácil precisar la calidad
del mando que Hermenegildo desempeñaba en la Bética. Los autores coetáneos
utilizan frases ambiguas que, glosadas con el contexto de los acontecimientos,
insinúan que se trataba del gobierno de aquella región con categoría de
representante real, no como soberano independiente. Cualquier grado de desmembración
del reino visigodo pugnaba con el programa unificador de Leovigildo.
Coincidiendo con el alejamiento
de Toledo de Hermenegildo, incrementa su padre la política religiosa de
unificar en la religión arriana a todos sus súbditos para lograr la fusión de godos
e hispanorromanos, pues la diferencia de religión era el mayor obstáculo
opuesto a ella. Un concilio de obispos arrianos, celebrado en Toledo, facilitó
el paso a la apostasía, reconociendo válido el bautismo recibido en el seno del
catolicismo y exigiéndose tan sólo una fórmula trinitaria muy en consonancia
con su error. Hubo defecciones en abundancia y hasta el obispo de Zaragoza,
Vicente, se pasó al arrianismo, más que por razones teológicas, por cálculo y
miedo.
La persecución, fomentada e
instigada por la reina, “cabeza responsable de las medidas tomadas", fue
copiosa en destierros, expropiaciones, castigos corporales y encarcelamientos.
Pero también con ella se puso de manifiesto el temple de algunos prelados,
tales como Masona de Mérida, paladín de la resistencia católica, que no se
intimidó ante las amenazas; depuesto de su sede, fue en ella impuesto el
arriano Sunna, que ha pasado a la historia de los prelados emeritenses como
"feísimo, de rostro, de fiera catadura, mirada torva, aspecto repugnante y
descompasados ademanes..." Masona entabló con el intruso una disputa
pública, en la que le fue fácil quedar victorioso, pero no impidió que le
arrebataran la basílica de Santa Eulalia, destinada al culto herético, como
también lo fueron la de Santa María de Toledo y otros numerosos templos del
reino. Hubo intentos de asesinato para el prelado enérgico, y el monarca le
amenazó con el destierro, recibido con ironía por la víctima: "Me ofreces
el destierro. Ten sabido que no temo las amenazas. No me intimida el exilio. Y
por ello te ruego que, si conoces algún lugar donde no esté Dios, me envíes
allí desterrado". "Imbécil, ¿en qué lugar no está Dios?", le
increpó el rey. "Si sabes que Dios está en todas partes —respondió
Masona—, ¿por qué me amenazas con el destierro? A cualquier sitio que me envíes
sé que no me faltará la ayuda de Dios. Y esto lo tengo tan seguro que, cuanto
más duramente tú me aflijas, tanto más me auxiliará su misericordia y me
consolará su clemencia." Como en Mérida, también se vieron precisados a
abandonar sus diócesis los prelados Leandro de Sevilla, Fulgencio de Écija,
Frominio de Agde. San Isidoro resume la persecución diciéndonos que Leovigildo,
rebosando fanatismo arriano, persiguió a los católicos, desterrando obispos,
adueñándose de los bienes eclesiásticos, aboliendo los derechos de la Iglesia.
Con ello consiguió que muchos, atemorizados por los castigos, pasaran a la
herejía y que otros apostataran atraídos por el dinero y los favores reales.
Instalado Hermenegildo en Sevilla
como gobernador de la Bética, rodeado de una corte adicta, vio renacer la paz
doméstica. Ingunde pudo profesar libremente su catolicismo y gozar de las
primicias maternales con el nacimiento de un hijo, a quien se puso de nombre
Atanagildo.
Coincide la llegada de
Hermenegildo con el pontificado de San Leandro, el primogénito de aquellos
cuatro santos hermanos que, oriundos de Cartagena, pasaron al territorio
visigótico, donde desde las cátedras episcopales o desde el claustro se
constituyeron en lumbreras y ejemplos de la época.
Merced al continuado trato del
príncipe con el obispo y a las reiteradas insinuaciones de Ingunde,
Hermenegildo fue penetrando en la auténtica revelación cristiana y conociendo
la falsedad de la secta arriana, tan ajena a la doctrina cristiana, pues negaba
dogmas tan fundamentales como la divinidad de Jesucristo y la naturaleza de la
Santísima Trinidad. Trabajado por la gracia de Dios, abjuró del arrianismo y
pasó a formar parte de la grey católica, tomando en el bautismo el nombre de Juan.
Es interesante subrayar el
apostolado eficaz ejercido por las reinas católicas durante la Edad Media
europea. La borgoñona Clotilde influye en la conversión del rey franco
Clodoveo, su esposo; la merovingia Berta, casada con Etelberto de Kent, es el puente
abierto para el catolicismo en el sur de Inglaterra, como en el norte
Etelberta, esposa de Edwin, introduce al monje Paulino de York, quien, ante el
movimiento de conversiones que siguieron a la del rey, tiene que recurrir al
bautismo de masas verificado en los ríos de Nortumbria. Y así Teodolinda entre
los lombardos y Olga entre los súbditos del príncipe Igor en las tierras rusas.
En España cupo a Ingunde la misión de preparar la entrada oficial del
catolicismo en el reino visigótico. Pero a costa de tremendos sacrificios,
dolores, lutos y lágrimas.
La persecución contra los
católicos desencadenada por Leovigildo, en vez de fomentar la unión nacional
sirvió para ahondar más profundamente las grietas de la separación. En el siglo
que los visigodos llevaban dominando en España la tranquilidad política
interior estaba muy lejos de haberse logrado. Los nativos hispanorromanos no se
habían acostumbrado a considerar al pueblo invasor como compatriotas, sino como
dominadores; ellos se habían reservado los altos cargos de la administración y
del ejército. Los ásperos nombres germánicos son los únicos que aparecen en los
documentos oficiales de la época. Hay durante este reinado grandes focos de
malestar interno, exteriorizados con las frecuentes sublevaciones, que
Leovigildo se ve obligado a reprimir duramente, sin conseguir del todo acabar
con los rescoldos vivos. Los vascones, los cántabros, el litoral de Levante,
los pobladores de la Oróspeda constituyen serios motivos de sobresalto para el
monarca. Son antes que ninguna otra las regiones béticas, Sevilla y Córdoba,
recientemente arrebatadas a los bizantinos, las que albergan núcleos de
disidentes, dispuestos siempre a manifestar su insumisión. Es el mismo problema
que siglo y medio después van a reactualizar los visigodos contra la invasión
árabe. La conversión de Hermenegildo produjo dos efectos encontrados: en la
corte toledana enfureció al monarca, aguijoneado por la irreprimible cólera
anticatólica de Godsuinta y su círculo de fanáticos arrianos; creemos que el
recrudecimiento de la persecución, hasta entonces larvada, se debió al deseo de
atajar las consecuencias de tan inesperada noticia y de hacer abortar por la
fuerza el movimiento hacia el catolicismo que de hecho pudiera seguirse. En la
Bética, por el contrario, los resistentes se agruparon en torno al gobernador
de la provincia, en quien adivinaban al defensor de sus ideales religiosos y
políticos. El duelo estaba entablado desde el primer momento trágicamente. Los
pueblos limítrofes, suevos, bizantinos y francos, católicos todos, midieron la
magnitud de los acontecimientos que se avecinaban y se pusieron alerta para
sacar de ellos el mejor partido.
Hermenegildo, tajamar de estas
dos tendencias tan irreconciliables, hubo de pasar horas amargas solicitado por
sus deberes de fidelidad al monarca, su padre, que le había asociado al reino,
y por su responsabilidad católica como gobernador y correinante sobre su pueblo
integrado en su mayoría por católicos, injustamente vejados en la libre
profesión de sus creencias por imposiciones arrianas que les obligaban a la
apostasía. La solución viable en tamaño aprieto hubo de irse madurando
lentamente, al ritmo de los acontecimientos.
Posiblemente en los primeros
momentos se produjo una situación violenta entre el padre y el hijo. Tal vez
Leovigildo impuso la vuelta al arrianismo abandonado y la presentación de
Hermenegildo en Toledo. Ambos mandatos fueron soslayados por este, decidido a
mantenerse en su actitud. Mientras estas cosas se ventilaban, hemos de suponer un
movido ajetreo diplomático con las cortes vecinas, a quienes se les pidió, o
tal vez ofrecieron espontáneamente, ayudas militares en el caso de que
Leovigildo intentase reducir por la fuerza la resistencia de su hijo. De hecho,
San Leandro se trasladó a Bizancio para interesar en la empresa al emperador
Mauricio, regresando con seguridades de auxilio castrense. Entretanto, se
sumaban al partido bético otras ciudades de la Lusitania, situada fuera del
gobierno de Hermenegildo; llegaron promesas y alientos de parte de los suevos,
y quizá también de los francos. El príncipe sevillano se sintió animado, midió
sus fuerzas y se proclamó rey. Algunas monedas e inscripciones, venidas hasta
nosotros, testimonian la proclamación de este título aplicado a Hermenegildo.
Hoy nos es difícil asegurar si lo que pretendía era crear un reino simultáneo
al de su padre o suplantar a éste en el gobierno de los visigodos.
Leovigildo se decidió a poner fin
a las insumisiones. Con fortuna militar dominó la resistencia de Mérida y
Cáceres, cortó el paso a los suevos, dispuestos a prestar ayuda a los
andaluces, y sobornó, mediante subida cantidad de dinero, al general bizantino,
que desde Cartagena había de ayudar a Hermenegildo. Este quedó solo, sin más
contingentes militares que los de su provincia, que cada día iba perdiendo
territorios, conquistados por el ejército paterno. Hermenegildo se apresta a la
defensa; pone a su mujer y a su hijo en territorio de los imperiales y con sus
tropas se ampara en las fortalezas y castillos. Uno tras otro es conquistado
por los toledanos; la feroz resistencia de los sitiados no impidió que el
castillo de Osset, en las mismas puertas de Sevilla, cayera en manos de los
atacantes. Cae la ciudad y su caudillo pudo escapar a Córdoba, perseguido por
el ejército de Leovigildo. Viendo definitivamente perdida su causa,
Hermenegildo se acoge al asilo de una iglesia. Era el año 584. Interviene
entonces —según se dice— su hermano Recaredo para ofrecerle, en nombre del
padre, la conservación de la vida si se entrega. Así lo hizo el refugiado, que
quedó desde este momento prisionero del padre. Se habla de traslado a Sevilla y
de encarcelamiento en Valencia. Se dice también que el rey franco, su cuñado,
intentó ayudarle invadiendo la Galia Narbonense, y se sospecha que Hermenegildo
pudo huir de la cárcel, con proyecto de unirse a las fuerzas francas, siendo
nuevamente apresado y encarcelado en Tarragona.
En la prisión fue nuevamente
trabajado para que abjurase del catolicismo y abrazase otra vez la religión
arriana, pero la desgracia no aminoró la firmeza de su fe católica, siendo
asesinado en el propio calabozo por Sisberto, al negarse a recibir la comunión
de manos de un obispo arriano, en el 585.
El mártir Hermenegildo, engañado
por sus confidentes, burlado por sus aliados, desafortunado en sus campanas, no
tuvo, de los historiadores contemporáneos, si se exceptúa a San Gregorio Magno,
ni una frase escrita en su favor. Nosotros, a muchos siglos de los
acontecimientos, sin más testimonios que los que nos facilitan sus
incriminadores, vemos en su levantamiento y resistencia una actitud noble y de
moralidad plena en su calidad de gobernador de un pueblo católico, injustamente
vejado por imposiciones reales, ordenadas directamente a fomentar la apostasía.
Hay circunstancias en la vida en que la fidelidad a la religión exige saltar
por encima de la carne y de la sangre y posponer a ella el bienestar y la propia
vida.
El mérito de su sangre martirial
tuvo en seguida un triunfo impensado. En el año 586 fallecía Leovigildo
recomendando a Recaredo la conversión a la religión católica. De hecho, éste
abrazó inmediatamente el catolicismo, y el 8 de mayo del 589, cuatro años tan
sólo transcurridos desde el martirio de Hermenegildo, el pueblo visigodo
abjuraba solemnemente el arrianismo, abrazándose con la religión católica y
dando, con ello, unidad a cuantos en el reino vivían. Fue, sin duda, aquella
fecha una de las más solemnes de toda nuestra historia nacional, emotivamente
glosada por San Leandro en la homilía pronunciada en tal ocasión en la basílica
de Toledo: "Nuevos pueblos han nacido de repente para la Iglesia; los que
antes nos atribulaban con su dureza ahora nos consuelan con su fe. Ocasión de
nuestro gozo espiritual fue la calamidad pasada. Gemíamos cuando nos oprimían y
afrentaban; pero aquellos gemidos lograron que los que antes eran peso para
nuestros hombros se hayan trocado por su conversión en corona nuestra".
Aquella conversión nacional fue
el fruto inmediato de la sangre de Hermenegildo, asesinado en una lóbrega
cárcel, y de las penalidades de su mujer, Ingunde, fallecida en el norte de África
bizantina cuando era conducida a Constantinopla.
Al cumplirse el milenario del
martirio, el papa Sixto V, a petición de Felipe II, canonizaba a San
Hermenegildo, el 14 de abril de 1585.
https://www.santopedia.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario