30 de ABRIL – MARTES –
2ª – SEMANA DE PASCUA – C
Lectura
del libro de los Hechos de los apóstoles (4,32-37):
EL grupo de los creyentes
tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que
tenía, pues lo poseían todo en común.
Los
apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor.
Y se los miraba a todos con mucho agrado. Entre ellos no había necesitados,
pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero de lo
vendido y lo ponían a los pies de los apóstoles; luego se distribuía a cada uno
según lo que necesitaba.
José,
a quien los apóstoles apellidaron Bernabé, que significa hijo de la
consolación, que era levita y natural de Chipre, tenía un campo y lo vendió;
llevó el dinero y lo puso a los pies de los apóstoles.
Palabra
de Dios
Salmo:
92,1ab.1c-2.5
R/.
El Señor reina, vestido de majestad
El Señor reina, vestido
de majestad;
el Señor, vestido y
ceñido de poder. R/.
Así está firme el orbe y
no vacila.
Tu trono está firme
desde siempre,
y tú eres eterno. R/.
Tus mandatos son fieles y
seguros;
la santidad es el adorno
de tu casa,
Señor, por días sin
término. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Juan (3,5a.7b-15):
EN aquel tiempo, dijo
Jesús a Nicodemo:
«Tenéis
que nacer de nuevo; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes
de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu».
Nicodemo
le preguntó:
«¿Cómo
puede suceder eso?».
Le
contestó Jesús:
«¿Tú
eres maestro en Israel, y no lo entiendes? En verdad, en verdad te digo:
hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero no
recibís nuestro testimonio. Si os hablo de las cosas terrenas y no me creéis,
¿cómo creeréis si os hablo de las cosas celestiales? Nadie ha subido al cielo
sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.
Lo
mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado
el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna».
Palabra
del Señor
1.
Jesús viene a decir aquí que el viento es una fuerza que no se puede
controlar. Ni se sabe a dónde va. "Así es
todo el que nace del Espíritu". Aquí es
necesario insistir en que, a juicio de Jesús,
una "persona de Espíritu" es un
ser humano que lleva en sí una fuerza sobrehumana y, por tanto, una fuerza
incontrolable.
O sea, se trata de un hombre o
una mujer que no se somete ni
se deja dominar. Y además es una persona imprevisible. Es un ser humano.
Pero que lleva en sí algo muy profundo, que es
sobrehumano.
2.
Todos los humanos tendríamos que
ser conscientes de que el sistema establecido nos tiene perfectamente
controlados. Ahora más que nunca.
Cuando pensamos que somos más libres, ahora es cuando estamos más
dominados y somo más sumisos. Ha cambiado
el sistema de dominación. Lo que
manda en nosotros no es el "poder
opresor", sino el "poder seductor". Esto significa que se nos hace pensar como
interesa al sistema. Y vivir como le interesa al sistema.
Hasta nos vestimos y hablamos como el
sistema tolera y permite. La mayoría de la gente se muestra como religiosa o
creyente. Pero con tal que su religiosidad y su creencia se acomode y se ajuste
a lo que marca el sistema.
3.
Las religiones son "sistemas jerárquicos" que someten a sus
fieles. Y lo
hacen mediante el "poder opresor", que impone, obliga, amenaza, castiga.
Por eso, las religiones fomentan la
humildad. Y sabemos que "humildad" viene de "humilis", un término
que tiene su origen en "humus", la "tierra".
El horno religiosus es el que se
arrastra por la tierra que le marca la autoridad poderosa y amenazante de los
"dioses", los poderes incontrolables y siempre amenazantes (Walter
Burkert).
De todo esto nos libera el Evangelio
de Jesús. Si es que vivimos de acuerdo con el "proyecto de vida" que
nos marcó Jesús.
San José Benito Cottolengo
En Chieri, cerca de Turín, en el
Piamonte, san José Benito Cottolengo (Giusseppe Benedetto Cottolengo),
presbítero, que, confiando solamente en el auxilio de la Divina Providencia,
abrió una casa para acoger a toda clase de pobres, enfermos y abandonados.
Vida de San José Benito Cottolengo
Pío IX la llamaba “la Casa del
Milagro”. El canónico Cottolengo, cuando las autoridades le ordenaron cerrar la
primera fase, ya repleta de enfermos, como medida de precaución al estallar la
epidemia de cólera en 1831, cargó sus pocas cosas en un burro, y en compañía de
dos Hermanas salió de la ciudad de Turín, hacia un lugar llamado Valdocco. En
la puerta de una vieja casona leyó: “Taberna del Brentatore”. La volteó y
escribió: “Pequeña Casa de la Divina Providencia”. Pocos días antes le había
dicho al canónigo Valletti con sencillez campesina: “Señor Rector, siempre he
oído decir que para que los repollos produzcan más y mejor tienen que ser trasplantados.
La “Divine Providencia” será,
pues, trasplantada y se convertirá en un gran repollo...”.
José Cottolengo nació en Bra, un
pueblo al norte de Italia. Fue el mayor de doce hermanos, y estudió con mucho
provecho hasta conseguir el diploma de teología en Turín.
Después fue coadjutor en
Corneliano de Alba, en donde celebraba la Misa de las tres de la mañana para
que los campesinos pudieran asistir antes de ir a trabajar. Les decía: “La
cosecha será mejor con la bendición de Dios”. Luego fue nombrado canónigo en
Turín. Aquí tuvo que asistir, impotente, a la muerte de una mujer, rodeada de
sus hijos que lloraban, y a la que se le habían negado los auxilios más
urgentes, porque era sumamente pobre. Entonces José Cottolengo vendió todo lo
que tenía, hasta su manto, alquiló un par de piezas y comenzó así su obra
bienhechora, ofreciendo albergue gratuito a una anciana paralítica.
A la mujer que le confesaba que
no tenía ni un centavo para pagar el mercado, le dijo: “No importa, todo lo
pagará la Divina Providencia”. Después del traslado a Valdoceo, la Pequeña Casa
se amplió enormemente y tomó forma ese prodigio diario de la ciudad del amor y
de la caridad que hoy el mundo conoce y admire con el nombre de “Cottolengo”.
Dentro de esos muros, construidos por la fe, está la serene laboriosidad de una
república modelo, que le habría gustado al mismo Platón.
La palabra “minusválido” aquí no
tiene sentido. Todos son “buenos hijos” y para todos hay un trabajo adecuado
que ocupa la jornada y hace más sabroso el pan cotidiano.
Les decía a las Hermanas: “Su
caridad debe expresarse con tanta gracia que conquiste los corazones. Sean como
un buen plato que se sirve a la mesa, ante el cual uno se alegra”. Pero su
buena salud no resistió por mucho tiempo al duro trabajo. “El asno no quiere
caminar” comentaba bonachonamente. En el lecho de muerte invitó por última vez
a sus hijos a dar gracias con él a la Providencia. Sus últimas palabras fueron:
“In domum Domini íbimus” (Vamos a la casa del Señor). Era el 30 de abril de
1842.
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