5 de ABRIL – VIERNES –
4ª – SEMANA DE CUARESMA – C –
Lectura
del libro de la Sabiduría (2,1a.12-22):
Se decían los impíos, razonando
equivocadamente:
«Acechemos
al justo, que nos resulta fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar, nos
reprocha las faltas contra la ley y nos reprende contra la educación recibida; presume
de conocer a Dios y se llama a sí mismo hijo de Dios.
Es
un reproche contra nuestros criterios, su sola presencia nos resulta
insoportable. Lleva una vida distinta de todos los demás
y va por caminos
diferentes. Nos considera moneda falsa y nos esquiva como a impuros.
Proclama
dichoso el destino de los justos, y presume de tener por padre a Dios. Veamos
si es verdad lo que dice, comprobando cómo es su muerte.
Si
el justo es hijo de Dios, él lo auxiliará y lo librará de las manos de sus
enemigos.
Lo
someteremos a ultrajes y torturas, para conocer su temple y comprobar su
resistencia.
Lo
condenaremos a muerte ignominiosa, pues, según dice, Dios lo salvará».
Así
discurren, pero se equivocan, pues los ciega su maldad.
Desconocen
los misterios de Dios, no esperan el premio de la santidad, ni creen en la
recompensa de una vida intachable.
Palabra
de Dios
Salmo:
33,17-18.19-20,21.23
R/.
El Señor está cerca de los atribulados
El Señor se enfrenta con
los malhechores,
para borrar de la tierra
su memoria.
Cuando uno grita, el
Señor lo escucha
y lo libra de sus
angustias. R/.
El Señor está cerca de
los atribulados,
salva a los abatidos.
Aunque el justo sufra muchos
males,
de todos lo libra el
Señor. R/.
Él cuida de todos sus huesos,
y ni uno solo se
quebrará.
El Señor redime a sus
siervos,
no será castigado quien
se acoge a él. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Juan (7,1-2.10.25-30):
En aquel tiempo, recorría
Jesús Galilea, pues no quería andar por Judea porque los judíos trataban de
matarlo. Se acercaba la fiesta judía de las Tiendas.
Una
vez que sus hermanos se hubieron marchado a la fiesta, entonces subió él
también, no abiertamente, sino a escondidas.
Entonces
algunos que eran de Jerusalén dijeron:
«¿No
es este el que intentan matar?
Pues
mirad cómo habla abiertamente, y no le dicen nada.
¿Será
que los jefes se han convencido de que este es el Mesías?
Pero
este sabemos de dónde viene, mientras que el Mesías, cuando llegue, nadie sabrá
de dónde viene».
Entonces
Jesús, mientras enseñaba en el templo, gritó:
«A
mí me conocéis, y conocéis de dónde vengo. Sin embargo, yo no vengo por mi
cuenta, sino que el Verdadero es el que me envía; a ese vosotros no lo
conocéis; yo lo conozco, porque procedo de él y él me ha enviado».
Entonces
intentaban agarrarlo; pero nadie le pudo echar mano, porque todavía no había
llegado su hora.
Palabra
del Señor
1.
La conducta de Jesús, lo que no hacía (practicar la religiosidad del Templo
y sus observancias) y lo que hacía (curar enfermos y atender a pobres) fue
transcurriendo de forma que, relativamente pronto, Jesús llegó a ser visto como
un hombre peligroso al que era necesario eliminar cuanto antes.
Jesús era consciente de la situación
peligrosa en que se había metido. Y es duro tener que vivir como una especie de
fugitivo. Sobre todo, si se tiene en
cuenta
que los perseguidores eran los representantes
oficiales de Dios. Lo que lógica- mente representaba la descalificación
suprema, en una cultura profundamente
religiosa.
2.
El problema de fondo, que allí se planteaba, era el problema de Dios.
Los
líderes religiosos veían en Jesús un peligro
porque invocaba a Dios y afirmaba
que lo que decía venía d Dios y era la
manifestación de la voluntad de Dios.
Pero eso -precisamente eso- es lo que
los dirigentes religiosos no soportaban. Y en eso es en lo que veían el mayor
peligro para ellos. Porque, si efectivamente Jesús llevaba razón, quienes
quedaban descalificados ante la sociedad, eran ellos. Y eso es lo que no
soportaban.
No les preocupaba saber si Jesús decía
la verdad. Lo que les preocupaba era
mantener su poder, su autoridad, su dignidad, su buena imagen.
3.
Lo decisivo, en nuestra relación con Dios, es si lo que, ante todo y
sobre
todo, defendemos es la fe en Dios o nuestro
propio poder, nuestra dignidad,
nuestro buen nombre. En esto se juega el ser o
no ser del creyente en el Evangelio. Y del discípulo que "sigue" a
Jesús.
San Vicente Ferrer
San
Vicente Ferrer, presbítero de la Orden de Predicadores, que, de origen español,
recorrió incansablemente ciudades y caminos de Occidente, solícito por la paz y
la unidad de la Iglesia, predicando a pueblos innumerables el Evangelio de la
penitencia y la venida del Señor, hasta que en Vannes, de la Bretaña Menor, en
Francia, entregó su espíritu a Dios.
Vida
de San Vicente Ferrer
Nació en 1350 en Valencia,
España. Sus padres le inculcaron desde muy pequeñito una fervorosa devoción
hacia Jesucristo y a la Virgen María y un gran amor por los pobres. Le
encargaron repartir las cuantiosas limosnas que la familia acostumbraba a dar.
Así lo fueron haciendo amar el dar ayudas a los necesitados. Lo enseñaron a
hacer una mortificación cada viernes en recuerdo de la Pasión de Cristo, y cada
sábado en honor de la Virgen Santísima. Estas costumbres las ejercitó durante toda
su vida.
Se hizo religioso en la Comunidad
de los Padres Dominicos y, por su gran inteligencia, a los 21 años ya era
profesor de filosofía en la universidad.
Durante su juventud el demonio lo
asaltó con violentas tentaciones y, además, como era extraordinariamente bien
parecido, varias mujeres de dudosa conducta se enamoraron de él y como no les
hizo caso a sus zalamerías, le inventaron terribles calumnias contra su buena
fama. Todo esto lo fue haciendo fuerte para soportar las pruebas que le iban a
llegar después.
Siendo un simple diácono lo
enviaron a predicar a Barcelona. La ciudad estaba pasando por un período de
hambre y los barcos portadores de alimentos no llegaban. Entonces Vicente en un
sermón anunció una tarde que esa misma noche llegarían los barcos con los
alimentos tan deseados. Al volver a su convento, el superior lo regañó por
dedicarse a hacer profecías de cosas que él no podía estar seguro de que iban a
suceder. Pero esa noche llegaron los barcos, y al día siguiente el pueblo se
dirigió hacia el convento a aclamar a Vicente, el predicador. Los superiores
tuvieron que trasladarlo a otra ciudad para evitar desórdenes.
Vicente estaba muy angustiado
porque la Iglesia Católica estaba dividida entre dos Papas y había muchísima
desunión. De tanto afán se enfermó y estuvo a punto de morir. Pero una noche se
le apareció Nuestro Señor Jesucristo, acompañado de San Francisco y Santo
Domingo de Guzmán y le dio la orden de dedicarse a predicar por ciudades,
pueblos, campos y países. Y Vicente recuperó inmediatamente su salud
En adelante por 30 años, Vicente
recorre el norte de España, y el sur de Francia, el norte de Italia, y el país
de Suiza, predicando incansablemente, con enormes frutos espirituales.
Los primeros convertidos fueron
judíos y moros. Dicen que convirtió más de 10.000 judíos y otros tantos
musulmanes o moros en España. Y esto es admirable porque no hay gente más
difícil de convertirse al catolicismo que un judío o un musulmán.
Las multitudes se apiñaban para
escucharle, donde quiera que él llegaba. Tenía que predicar en campos abiertos
porque las gentes no cabían en los templos. Su voz sonora, poderosa y llena de
agradables matices y modulaciones y su pronunciación sumamente cuidadosa,
permitían oírle y entenderle a más de una cuadra de distancia.
Sus sermones duraban casi siempre
más de dos horas (un sermón suyo de las Siete Palabras en un Viernes Santo duró
seis horas), pero los oyentes no se cansaban ni se aburrían porque sabía hablar
con tal emoción y de temas tan propios para esas gentes, y con frases tan
propias de la Sagrada Biblia, que a cada uno le parecía que el sermón había
sido compuesto para él mismo en persona.
Antes de predicar rezaba por
cinco o más horas para pedir a Dios la eficacia de la palabra, y conseguir que
sus oyentes se transformaran al oírle. Dormía en el puro suelo, ayunaba
frecuentemente y se trasladaba a pie de una ciudad a otra (los últimos años se
enfermó de una pierna y se trasladaba cabalgando en un burrito).
En aquel tiempo había
predicadores que lo que buscaban era agradar a los oídos y componían sermones
rimbombantes que no convertían a nadie. En cambio, a San Vicente lo que le
interesaba no era lucirse sino convertir a los pecadores. Y su predicación
conmovía hasta a los más fríos e indiferentes. Su poderosa voz llegaba hasta lo
más profundo del alma. En pleno sermón se oían gritos de pecadores pidiendo
perdón a Dios, y a cada rato caían personas desmayadas de tanta emoción. gentes
que siempre habían odiado, hacían las paces y se abrazaban. Pecadores endurecidos
en sus vicios pedían confesores. El santo tenía que llevar consigo una gran
cantidad de sacerdotes para que confesaran a los penitentes arrepentidos. Hasta
15.000 personas se reunían en los campos abiertos, para oírle.
Después de sus predicaciones lo seguían
dos grandes procesiones: una de hombres convertidos, rezando y llorando,
alrededor de una imagen de Cristo Crucificado; y otra de mujeres alabando a
Dios, alrededor de una imagen de la Santísima Virgen. Estos dos grupos lo
acompañaban hasta el próximo pueblo a donde el santo iba a predicar, y allí le
ayudaban a organizar aquella misión y con su buen ejemplo conmovían a los
demás.
Como la gente se lanzaba hacia él
para tocarlo y quitarle pedacitos de su hábito para llevarlos como reliquias,
tenía que pasar por entre las multitudes, rodeado de un grupo de hombres
encerrándolo y protegiéndolo entre maderos y tablas. El santo pasaba saludando
a todos con su sonrisa franca y su mirada penetrante que llegaba hasta el alma.
Las gentes se quedaban admiradas al
ver que después de sus predicaciones se disminuían enormemente las borracheras
y la costumbre de hablar cosas malas, y las mujeres dejaban ciertas modas
escandalosas o adornos que demostraban demasiada vanidad y gusto de aparecer. Y
hay un dato curioso: siendo tan fuerte su modo de predicar y atacando tan
duramente al pecado y al vicio, sin embargo, las muchedumbres le escuchaban con
gusto porque notaban el gran provecho que obtenían al oírle sus sermones.
Vicente fustigaba sin miedo las
malas costumbres, que son la causa de tantos males. Invitaba incesantemente a
recibir los santos sacramentos de la confesión y de la comunión. Hablaba de la
sublimidad de la Santa Misa. Insistía en la grave obligación de cumplir el
mandamiento de Santificar las fiestas. Insistía en la gravedad del pecado, en
la proximidad de la muerte, en la severidad del Juicio de Dios, y del cielo y
del infierno que nos esperan. Y lo hacía con tanta emoción que frecuentemente
tenía que suspender por varios minutos su sermón porque el griterío del pueblo
pidiendo perdón a Dios, era inmenso.
Pero el tema en que más insistía
este santo predicador era el Juicio de Dios que espera a todo pecador. La gente
lo llamaba "El ángel del Apocalipsis", porque continuamente recordaba
a las gentes lo que el libro del Apocalipsis enseña acerca del Juicio Final que
nos espera a todos. El repetía sin cansarse aquel aviso de Jesús: "He aquí
que vengo, y traigo conmigo mi salario. Y le daré a cada uno según hayan sido
sus obras" (Apocalipsis 22,12). Hasta los más empecatados y alejados de la
religión se conmovían al oírle anunciar el Juicio Final, donde "Los que
han hecho el bien, irán a la gloria eterna y los que se decidieron a hacer el
mal, irán a la eterna condenación" (San Juan 5, 29).
Los milagros acompañaron a San
Vicente en toda su predicación. Y uno de ellos era el hacerse entender en otros
idiomas, siendo que él solamente hablaba su lengua materna y el latín. Y
sucedía frecuentemente que las gentes de otros países le entendían
perfectamente como si les estuviera hablando en su propio idioma. Era como la
repetición del milagro que sucedió en Jerusalén el día de Pentecostés, cuando
al llegar el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego, las gentes de 18
países escuchaban a los apóstoles cada uno en su propio idioma, siendo que
ellos solamente les hablaban en el idioma de Israel.
San Vicente se mantuvo humilde a
pesar de la enorme fama y de la gran popularidad que le acompañaban, y de las
muchas alabanzas que le daban en todas partes. Decía que su vida no había sido
sino una cadena interminable de pecados. Repetía: "Mi cuerpo y mi alma no
son sino una pura llaga de pecados. Todo en mí tiene la fetidez de mis
culpas". Así son los santos. Grandes ante la gente de la tierra pero se
sienten muy pequeñitos ante la presencia de Dios que todo lo sabe.
Los últimos años, ya lleno de
enfermedades, lo tenían que ayudar a subir al sitio donde iba a predicar. Pero
apenas empezaba la predicación se transformaba, se le olvidaban sus
enfermedades y predicaba con el fervor y la emoción de sus primeros años. Era
como un milagro. Durante el sermón no parecía viejo ni enfermo sino lleno de
juventud y de entusiasmo. Y su entusiasmo era contagioso. Murió en plena
actividad misionera, el Miércoles de Ceniza, 5 de abril del año 1419. Fueron
tantos sus milagros y tan grande su fama, que el Papa lo declaró santo a los 36
años de haber muerto, en 1455.
El santo regalaba a las señoras
que peleaban mucho con su marido, un frasquito con agua bendita y les
recomendaba: "Cuando su esposo empiece a insultarle, échese un poco de
esta agua a la boca y no se la pase mientras el otro no deje de
ofenderla". Y esta famosa "agua de Fray Vicente" producía
efectos maravillosos porque como la mujer no le podía contestar al marido, no había
peleas. Ojalá que en muchos de nuestros hogares se volviera a esta bella
costumbre de callar mientras el otro ofende. Porque lo que produce la pelea no
es la palabra ofensiva que se oye, si no la palabra ofensiva que se responde.
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