21 DE MARZO - DOMINGO –
5ª – SEMANA DE CUARESMA – B
San Nicolás de Flüe
Lectura del profeta Jeremías (31,31-34):
Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que haré con la casa de Israel
y la casa de Judá una alianza nueva.
No como la alianza que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para
sacarlos de Egipto: ellos quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor
–oráculo del Señor–. Sino que así será la alianza que haré con ellos, después
de aquellos días –oráculo del Señor–: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré
en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo.
Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo:
"Reconoce al Señor." Porque todos me conocerán, desde el pequeño al
grande –oráculo del Señor–, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus
pecados.
Salmo: 50
R/. Oh Dios, crea en mí un corazón puro
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi
culpa;
lava del todo mi delito, limpia mi
pecado. R/.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu
firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo
espíritu. R/.
Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
enseñaré a los malvados tus
caminos,
los pecadores volverán a ti. R/.
Lectura de la carta a los Hebreos (5,7-9):
Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó
oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando es su angustia
fue escuchado.
Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la
consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de
salvación eterna.
Lectura del santo evangelio según san Juan (12,20-33):
En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había
algunos griegos; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le
rogaban:
«Señor, quisiéramos ver a Jesús.»
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a
Jesús.
Jesús les contestó:
«Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro
que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si
muere, da mucho fruto.
El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en
este. mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me
siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el
Padre lo premiará.
Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero
si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.»
Entonces vino una voz del cielo:
«Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.»
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros
decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo:
«Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser
juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y
cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.»
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.
Palabra del Señor
Angustia
y oración.
La primera lectura, de tono profundamente optimista, anuncia una
nueva alianza entre Dios y el pueblo. Todo tendrá lugar de forma fácil, casi
milagrosa, sin especial esfuerzo para Dios ni para nosotros. En cambio, las dos
lecturas siguientes ofrecen una imagen muy distinta: la nueva alianza entre
Dios y el pueblo implicará un duro sacrificio para Jesús. Un sacrificio que le
sumerge en la angustia y le mueve a rezar al Padre. Esta trágica experiencia se
recuerda hoy en dos versiones distintas: la de Juan, y la de la Carta a los
Hebreos, que recoge el famoso relato de la oración del huerto de los olivos
contado por los evangelios sinópticos.
Oración en el templo (evangelio)
El cuarto evangelio enfoca el relato de la pasión de manera
peculiar, bastante distinta a la de los sinópticos: no acentúa el sufrimiento
de Jesús sino el señorío y la autoridad que demuestra en todo momento. Por eso
no cuenta la oración del huerto. Pero unos días antes sitúa una experiencia muy
parecida de Jesús en la explanada del templo de Jerusalén.
El evangelio comienza y termina en tono de victoria. El triunfo
inicial se concreta en el deseo de algunos de conocer a Jesús (es secundario
que se trate de “gentiles”, paganos, como dice la traducción litúrgica, o de
“judíos de lengua griega” residentes en otros países que han venido a celebrar
la fiesta de Pascua). Y ese triunfo, reflejado en el interés de unos pocos,
alcanza dimensiones universales al final: “atraeré a todos hacia mí”.
Pero
este marco de triunfo encuadra una escena trágica: Jesús es consciente de que
para triunfar tiene que morir, como el grano de trigo; tiene que ser “elevado
sobre la tierra”, crucificado. Ante esta perspectiva confiesa: “me siento
agitado”, angustiado. E intenta superar ese estado de ánimo con la reflexión y
la oración. Ante todo, procura convencerse a sí mismo de la necesidad de su
muerte: igual que el grano de trigo tiene que pudrirse en tierra para producir fruto.
Sin embargo, los argumentos racionales no sirven de mucho cuando uno se siente
angustiado. Viene entonces el deseo de pedirle a Dios: “Padre, líbrame de esta
hora”. Pero se niega a ello, recordando que ha venido precisamente
para eso, para morir. En vez de pedir al Padre que lo salve le pide algo muy
distinto: “Padre, glorifica tu nombre”. Lo importante no es conservar la vida
sino la gloria de Dios.
Oración en
el huerto (Carta a los Hebreos)
El relato de los evangelios sinópticos es muy conocido: Jesús
marcha al huerto de los olivos la noche en que será apresado. Sabe que va a
morir, siente profunda angustia, y por tres veces reza al Padre pidiéndole que,
si es posible, le evite ese trago amargo.
La Carta a los Hebreos no se detiene a contar lo ocurrido. Pero
recuerda lo trágico del momento cuando afirma que Jesús rezó “a gritos y con
lágrimas”, cosa que no menciona ninguno de los evangelios. Y lo que pedía
(“pase de mí este cáliz”) lo sugiere al decir que suplicaba “al que podía
salvarlo de la muerte”.
Sin embargo, el final de la lectura es optimista: Jesús salva
eternamente a quienes le obedecen. En medio de este contraste entre tragedia y
triunfo, unas palabras desconcertantes: “en su angustia fue escuchado”. Quizá
el autor piensa en el relato de Lucas, que habla de un ángel que viene a
consolar a Jesús. Pero quien conoce el evangelio advierte la ironía o el
misterio que esconden estas palabras: Jesús es escuchado, pero muere.
El templo y
el huerto
Es evidente la relación entre las dos lecturas. En ambos casos
Jesús se siente agitado (Juan) o angustiado (Hebreos). En ambos casos recurre a
la oración. En ambas lecturas, la palabra final no es la muerte, sino la
victoria de Jesús y, con él, la de todos nosotros. Pero, dentro de estas semejanzas,
hay una gran diferencia con respecto a la oración de Jesús: en el evangelio, se
niega a pedir al Padre que lo salve, sólo quiere la gloria de Dios, por mucho
que le cueste; en la Carta, Jesús suplica “a gritos y con lágrimas” para ser
salvado de la muerte.
La ciencia bíblica actual tiende a considerar estos relatos dos
versiones distintas del mismo hecho. Pero durante años y siglos estuvo de moda
la tendencia a armonizar los datos del evangelio. En esta postura, los relatos
ofrecen dos momentos distintos y sucesivos de la experiencia humana y religiosa
de Jesús.
En un primer momento, ante la angustia de la muerte, se refugia en
la reflexión racional (he venido para morir como el grano de trigo) y se niega
a pedirle al Padre que lo salve. Al cabo de pocos días, cuando la pasión y
muerte no son una posibilidad sino una certeza, reza con gritos y lágrimas,
sudando sangre (como añade Lucas): “Padre, si es posible, pase de mí este
cáliz”. Una reacción más humana, pero perfectamente compatible con lo que cuenta
Juan.
A las puertas de la Semana Santa, la experiencia y la reacción de
Jesús son un ejemplo excelente que nos anima en nuestros momentos de angustia y
desánimo, y nos mueve a agradecerle su entrega hasta la muerte.
Final del recorrido:
nueva alianza (Jeremías 31,31-34)
Las
primeras lecturas de los domingos de Cuaresma han ofrecido una serie de
momentos capitales de la historia de la salvación: alianza con Noé, sacrificio
de Abrahán, decálogo, deportación a Babilonia y liberación. Hoy culmina con la
promesa de una nueva alianza. El tema era fundamental en la época del exilio,
porque muchos pensaban que Dios había roto las relaciones con su pueblo. Frente
a este desánimo, el profeta repite la antigua fórmula de la alianza del Sinaí: «Yo
seré su Dios y ellos serán mi pueblo». Pero con una diferencia capital. Esta
vez la ley no será escrita en tablas de piedra, sino en los corazones, y todos
conocerán al Señor. Demasiado optimismo por lo que respecta a la respuesta
humana. Pero nos queda el consuelo de que, aunque sigamos quebrantando la
alianza, Dios sigue perdonando nuestras culpas y no recordando nuestros
pecados.
San Nicolás de Flüe
Suiza, en los siglos XIV y XV, está empapada de corrientes espirituales que
son propicias para la ascesis y para las visiones. Y no solamente se dan entre
los clérigos o en los claustros de los monasterios; han trascendido también al
laicado y en cualquier esquina o iglesia puede uno toparse con gente que
transmita experiencias sobrenaturales habidas en la intimidad de la oración.
Nicolás de Flüe es un santo suizo y de esta época. Soporta sobre su figura,
no legendaria sino bien probada por la historia, la dignidad nacional tanto por
parte de los protestantes como de los católicos, dada la curiosa complejidad
que desde siglos lleva consigo el pueblo suizo, aunque ciertamente unos y otros
lo tienen como personaje emblemático por distintos motivos; los que se llaman
reformadores lo miran desde la cara política y los católicos añaden el matiz
espiritual.
Nació en el 1417, justo el año en que termina el Cisma de Occidente con la
elección de Martín V como Papa por el concilio de Constanza. En familia de
católicos campesinos, se ocupa de los trabajos del campo, pero es asiduo a la
oración y practica el ayuno como cosa habitual cuatro días por semana. Se casa
cuando tiene treinta años con Dorotea Wyss. La unidad familiar dura veinte
años, tienen 10 hijos, uno de ellos llega a frecuentar la universidad y el
mayor consigue ser presidente de la Confederación. Siendo Nicolás un hombre de
paz, tuvo que intervenir en tres guerras, en la de liberación de Nüremberg, en
la vieja de Zurich y en la de Turgovia contra Segismundo.
En el año 1467 da comienzo la parte de su vida que, aunque llena de
contradicciones, es la forja de su santidad y de su fecundidad política.
Veámosla. Tiene cincuenta años y con el permiso de su esposa y de sus hijos se
retira a vivir como eremita en la garganta de Ranft. Vive entregado a la
meditación preferentemente de la Pasión del Señor que contempla siguiendo los
distintos episodios, como hicieron Juan Ruysbroeck y Enrique Suso. Obtiene un
alto y profundo conocimiento de la Santísima Trinidad. Hace notable penitencia
y practica riguroso ayuno. La celda que le han construido los paisanos solo dispone
de una ventana para ver los oficios del sacerdote y otra para contemplar la
naturaleza de Unterwald. El obispo de Constanza va a bendecir el lugar, que se
convierte en centro de peregrinación. El contenido será el culto a la
Eucaristía y el motivo el hecho milagroso del ayuno absoluto y prolongado de
Nicolás. No prueba bocado en veinte años; solo ingiere la Eucaristía y una vez
come porque lo manda su obispo para probar su obediencia, humildad y el
carácter sobrenatural del ayuno. Aquí tiene visiones sobrenaturales y de aquí
arranca su energía y acierto para enfocar los asuntos políticos que darán a
Suiza estabilidad y forma de gobierno peculiar.
El místico pacificador y salvador de la patria suiza fue juez y
consejero en su cantón; también Diputado en la Dieta federal en 1462 y rechazó
la jefatura del Estado. En 1473 propicia y consigue se firme el tratado de paz
perpetua con Austria. En la Dieta de Stans del 1478 evita la guerra civil,
consiguiendo el milagro de la reconciliación. Su obra política no fue solo
coyuntural, sino que hizo técnicamente posible la realidad de la patria común
suiza.
Se cierra su vida con una enfermedad cargada de dolor y de sufrimiento que
lleva con paciencia tan grande como su pobreza. Después de recibir el Cuerpo y
la Sangre de Cristo, muere el 21 de marzo de 1487.
Desde el siglo XVI, tanto los protestantes como los católicos requieren su
patronazgo; unos por sus recomendaciones de mantenerse dentro de las fronteras,
por los razonamientos que les ayudan a no mezclarse en políticas extranjeras y
por la cuasi prohibición de mostrar interés por la política europea; los otros,
por ser un gran político que saca su genio de la condición de santo y fiel.
Sea como sea, Nicolás supo articular, unir y compaginar de un modo
asombrosamente original lo que a la mayoría de los mortales nos parece un
imposible contradictorio: cuidó con esmero las cosas de la tierra y amó
intensamente las del cielo; fue un hombre con una actividad incansablemente
eficaz, sin dejar de ser contemplativo; es a la vez casado y eremita; resulta
al mismo tiempo el primer político y el más grande santo; tiene la extraña
sabiduría que valora lo poco nuestro y la inmensidad de lo divino.
Los católicos comenzaron en el 1591 el proceso de canonización que no llega
a promulgarse –un dato contradictorio más– hasta el 1947 por el papa Pío XII,
el mismo día de la Ascensión. Han pasado más de 350 años y es que la santidad,
antes de ser oficialmente reconocida, está supeditada a las contingencias
históricas.
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