14 - DE JULIO – MIERCOLES –
15ª – SEMANA DEL T. O. – B –
San Camilo de Lelis
Lectura del libro del Éxodo (3,1-6.9-12):
En aquellos días, Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró,
sacerdote de Madián; llevó el rebaño trashumando por el desierto hasta llegar a
Horeb, el monte de Dios. El ángel del Señor se le apareció en una llamarada
entre las zarzas.
Moisés se fijó: la zarza ardía sin
consumirse.
Moisés se dijo:
«Voy a acercarme a mirar este espectáculo
admirable, a ver cómo es que no se quema la zarza.»
Viendo el Señor que Moisés se acercaba a
mirar, lo llamó desde la zarza:
«Moisés, Moisés.»
Respondió él:
«Aquí estoy.»
Dijo Dios:
«No te acerques; quítate las sandalias de
los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado.»
Y añadió:
«Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de
Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob.»
Moisés se tapó la cara, temeroso de ver a
Dios.
El Señor le dijo:
«El
clamor de los israelitas ha llegado a mí, y he visto cómo los tiranizan los
egipcios. Y ahora marcha, te envío al Faraón para que saques a mi pueblo, a los
israelitas.»
Moisés replicó a Dios:
«¿Quién soy yo para acudir al Faraón o para
sacar a los israelitas de Egipto?»
Respondió Dios:
«Yo estoy contigo; y ésta es la señal de que
yo te envío: cuando saques al pueblo de Egipto, daréis culto a Dios en esta
montaña.»
Palabra de Dios
Salmo: 102,1-2.3-4.6-7
R/. El Señor es compasivo y misericordioso
Bendice, alma mía, al Señor,
y todo
mi ser a su santo nombre.
Bendice,
alma mía, al Señor,
y no
olvides sus beneficios. R/.
Él perdona todas tus culpas
y cura
todas tus enfermedades;
él
rescata tu vida de la fosa
y te
colma de gracia y de ternura. R/.
El Señor hace justicia
y
defiende a todos los oprimidos;
enseñó
sus caminos a Moisés
y sus
hazañas a los hijos de Israel. R/.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (11,25-27):
En aquel tiempo, exclamó Jesús:
«Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y
tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has
revelado a la gente sencilla.
Sí, Padre, así te ha parecido mejor.
Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie
conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel
a quien el Hijo se lo quiera revelar.»
Palabra del Señor
1. Este texto, centro y
clave del Evangelio, establece una contraposición asombrosa entre los sabios y
los sencillos. Lo que asombra es que Jesús, orando al Padre, afirma que los
sabios son los que no se enteran de las cosas de Dios, mientras que los
sencillos son los que saben de eso.
Jesús da gracias al Padre porque esto es así. Lo que indica
claramente que Jesús ve bien, y se alegra de ello, que sean precisamente los
sencillos, con los que Jesús se siente solidario, los que saben de Dios.
2. Los "sabios"
son un grupo, una clase social, que se contrapone al "pueblo
ordinario". Son los que en Israel eran considerados como
"sabios", la aristocracia religiosa, principalmente los
"letrados", los estudiosos de la ley religiosa y sus complicadas
interpretaciones.
Los "sencillos" son los que en griego eran llamados los
népioi, literalmente los "niños", los "lactantes", términos
que designaban a los "simples, "incultos, "ignorantes".
Justamente, los que fueron los oyentes de Jesús, las mujeres, los galileos, los
pobres del campo, los que no pueden acudir a los centros de estudio de los
"sabios" (U. Luz).
3. Los "sabios"
no saben de Dios y los "ignorantes" saben de eso porque el Padre
(Dios) no está al alcance de los humanos. Nadie, nada más que el Hijo, Jesús,
es quien da a conocer quién es el Padre y cómo es el Padre. Y Jesús lo da a
conocer, no a la gente de estudios y de mucha religión, sino a los ignorantes y
simples, los 'am ha'arets. Sin duda alguna, lo más profundo y lo más sencillo,
coinciden y se funden de tal forma en el Padre del Cielo que la absoluta profundidad
solo es accesible en la absoluta sencillez. Esto es lo que los sencillos
captan, mientras que se nos escapa a quienes nos tenemos por entendidos.
San Camilo de Lelis
Nació cerca de Chieti, en la región de los Abruzos, en el año 1550; primero
se dedicó a la vida militar, pero luego, una vez convertido, se consagró al
cuidado de los enfermos.
Terminados sus estudios y recibida la ordenación
sacerdotal, fundó una sociedad destinada a la construcción de hospitales y al
servicio de los enfermos.
Murió en Roma en el año 1614.
Gigantón de carácter duro, resuelto, impetuoso y tenaz.
Con ese resumen, uno se imagina a un sujeto de cuidado que no se desea tener
por enemigo. Esos ciertos atributos personales no fueron dificultad para que Camilo
pasara la mayor parte de su vida en el humildísimo servicio de la caridad,
siendo el más incondicional servidor de los enfermos más necesitados. Quiso
darles un aliento de consuelo mientras estaban vivos y buscó apasionadamente
prepararlos para que dieran con sabiduría el paso a la eternidad.
Quizá su carácter era una herencia genética por parte
de padre, Juan de Lelis, militar por toda Europa al servicio de España,
Nápoles, Florencia, Lombardía, Piamonte y Francia; o quizá aprendió de la madre
que supo gobernar bien su casa a pesar de las larguísimas y frecuentes
ausencias del padre. El caso es que nació en 1550, en Chieti (Italia). Cuando
quiso enrolarse en los ejércitos de Venecia, lo rechazaron; se consideró un
hombre de suerte al ser aceptado en la cruzada que Pío V convocó contra los
turcos; fue cuando murió su padre en Saint’ Elpidio a Mare.
Allí le salió una extrañísima llaga en una pierna que
no tuvo cura ni siquiera por los médicos del hospital de Santiago, en la Roma
de 1571. Las dos cosas –llaga y hospital– fueron sus compañeros inseparables de
camino para el resto de su vida, hasta el punto de que, sin una de ellas,
Camilo de Lelis no sería san Camilo.
Pareció que había quedado curado; se apuntó a la
Compañía de Santiago que era un voluntariado que cooperaba en el cuidado de los
enfermos, pero lo expulsaron; le pilló el vicio del juego. Se alquiló como
soldado por cuatro años porque de algo había que vivir; estuvo en las guerras
de Túnez y Palermo; los inviernos no eran tiempo de guerra y en ellos se
gastaba la soldada entre tabernas y más juego. Prometió vestir el hábito de san
Francisco en aquella tempestad del 28 de octubre de 1574; pensaba no salir con
vida, pero al pasar el peligro dejó en el olvido lo que prometió, volviendo a
sus tareas de empedernido ludópata; una noche perdió la espada, el trabuco y el
manto; se quedó sin pasta y tuvo que pedir limosna en la puerta de las
iglesias, ¡buen patrón para los técnicos limosneros de hoy, por los que se mide
el nivel de fe de cualquier iglesia en dependencia del número de subalternos
pastorales que pidan a su puerta! Así estaba en Manfredonia cuando le
ofrecieron el puesto de peón para las obras del convento de los capuchinos el 2
de febrero de 1575. Allí se convirtió, y le dieron el hábito solo a
regañadientes; cuando el roce del hábito le abría la llaga, marchaba a curarse;
pero entre llagas y curas se le iba el tiempo; aquello era un correo. Decidió
ponerse enteramente al servicio de los enfermos en el mes de octubre de 1579.
Le nombraron ‘mayordomo’ por méritos; pensó fundar una cofradía de varones para
la que bocetó unos breves estatutos, pero no cuajó por las habladurías y
tensiones que provocó; hasta Felipe Neri se le opuso.
Se hizo sacerdote, después de cursar los estudios en el
Colegio Romano, y dijo su primera misa en 1584. Comenzó una vida inconcebible
por su dureza junto a la iglesia de la Virgencita de los Milagros con un
pequeño grupo de compañeros; todos enfermaron. Trasladados a una casa próxima a
la iglesia de la Magdalena, fue donde empezaron de verdad.
Sixto V aprobó esa vida extremadamente pobre, con la
cruz roja en la sotana o en el manto. Esa misma cruz que se había visto por los
campos de batalla un poco antes, cuando el papa había encargado a Camilo y los
suyos organizar la asistencia sanitaria de los ejércitos que marchaban a
Hungría, y que ya no dejará de verse en guerras, epidemias y catástrofes
naturales donde sea necesaria una labor humanitaria.
En el inmenso hospital romano del Espíritu Santo
atienden el día entero a los enfermos, en medio de cuadros macabros –alguna vez
se encontraron al moribundo colocado ya dentro de su ataúd de madera– y
tristísimos de desahuciados, que hasta entonces estaban en manos de criados
malhumorados mal pagados.
Añadieron a su vida ordinaria la atención fuera del
hospital a moribundos y encarcelados. Él se reservó los oficios más bajos y
rastreros para cuidar los enfermos. Aquel grupo de sacerdotes y hermanos empezó
a conocerse en Roma como ejemplo de caridad.
La peste y las epidemias del siglo XVI, que hacían
perder la cabeza a la gente, fueron ocasión de heroísmo de los Camilos con días
agotadores. También ellos quedaron diezmados por el contagio.
Luego se extendieron por Nápoles, Milán, Génova, toda
Italia y las islas; pero no pudieron ni en Francia, ni en España.
Camilo quiso controlar en su globalidad la atención a
los enfermos en los hospitales. Pensó que no había que tratarlos solo a la
cabecera para que murieran entre jaculatorias y rezos. Era preciso organizar de
tal modo los centros de salud que la dignidad del paciente se respetara en
todos los frentes: el humano, el sanitario y el espiritual. Eso pedía unificar
criterios tanto en la dirección como en la administración, en la contratación
del personal sanitario, en los profesionales y en los que llevaban a Dios. La
oposición fue tan fuerte por parte de los de fuera y de los de dentro, que
abandonó el generalato, pero no cedió como fundador de los Ministros de los
Enfermos y mantuvo la idea que, pasado el tiempo y los apasionamientos, acabó
siendo aceptada.
No hay originalidad en los principios, son evangélicos:
el prójimo es imagen de Dios, al final se pedirá cuentas del comportamiento con
él, es decisiva la hora de la muerte. En esto se mantuvo firme, sin cesión.
Todo lo demás estaba al servicio de la idea.
Y es bueno recordar que su trabajo con el enfermo
lo hacía estando él mismo delicado, con su llaga ulcerada abierta, una hernia,
dos forúnculos rebeldes y el estómago debilísimo.
Murió el 14 de julio de 1614 con 64 años, en Roma.
Fue canonizado por Benedicto XIV, el 29 de julio de
1746.
Es el patrono de enfermos y hospitales, compartiéndolo
con san Juan de Dios.
Archimadrid.org
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