martes, 13 de julio de 2021

Párate un momento: El Evangelio del dia 14 - DE JULIO – MIERCOLES – 15ª – SEMANA DEL T. O. – B – San Camilo de Lelis


 


14 - DE JULIO – MIERCOLES –

15ª – SEMANA DEL T. O. – B –

San Camilo de Lelis 

                                                                                       

    Lectura del libro del Éxodo (3,1-6.9-12):

 

   En aquellos días, Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián; llevó el rebaño trashumando por el desierto hasta llegar a Horeb, el monte de Dios. El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas.

    Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse.

    Moisés se dijo:

    «Voy a acercarme a mirar este espectáculo admirable, a ver cómo es que no se quema la zarza.»

    Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza:

    «Moisés, Moisés.»

    Respondió él:

    «Aquí estoy.»

    Dijo Dios:

    «No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado.»

    Y añadió:

    «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob.»

    Moisés se tapó la cara, temeroso de ver a Dios.

    El Señor le dijo:

     «El clamor de los israelitas ha llegado a mí, y he visto cómo los tiranizan los egipcios. Y ahora marcha, te envío al Faraón para que saques a mi pueblo, a los israelitas.»

    Moisés replicó a Dios:

    «¿Quién soy yo para acudir al Faraón o para sacar a los israelitas de Egipto?»

    Respondió Dios:

    «Yo estoy contigo; y ésta es la señal de que yo te envío: cuando saques al pueblo de Egipto, daréis culto a Dios en esta montaña.»

 

Palabra de Dios

 

    Salmo: 102,1-2.3-4.6-7

 

    R/. El Señor es compasivo y misericordioso

 

   Bendice, alma mía, al Señor,

y todo mi ser a su santo nombre.

Bendice, alma mía, al Señor,

y no olvides sus beneficios. R/.

 

   Él perdona todas tus culpas

y cura todas tus enfermedades;

él rescata tu vida de la fosa

y te colma de gracia y de ternura. R/.

 

   El Señor hace justicia

y defiende a todos los oprimidos;

enseñó sus caminos a Moisés

y sus hazañas a los hijos de Israel. R/.

 

    Lectura del santo evangelio según san Mateo (11,25-27):

 

   En aquel tiempo, exclamó Jesús:

    «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla.

    Sí, Padre, así te ha parecido mejor.

    Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.»

 

Palabra del Señor

 

     1.  Este texto, centro y clave del Evangelio, establece una contraposición asombrosa entre los sabios y los sencillos. Lo que asombra es que Jesús, orando al Padre, afirma que los sabios son los que no se enteran de las cosas de Dios, mientras que los sencillos son los que saben de eso.

     Jesús da gracias al Padre porque esto es así. Lo que indica claramente que Jesús ve bien, y se alegra de ello, que sean precisamente los sencillos, con los que Jesús se siente solidario, los que saben de Dios.

 

     2.  Los "sabios" son un grupo, una clase social, que se contrapone al "pueblo ordinario". Son los que en Israel eran considerados como "sabios", la aristocracia religiosa, principalmente los "letrados", los estudiosos de la ley religiosa y sus complicadas interpretaciones.

     Los "sencillos" son los que en griego eran llamados los népioi, literalmente los "niños", los "lactantes", términos que designaban a los "simples, "incultos, "ignorantes". Justamente, los que fueron los oyentes de Jesús, las mujeres, los galileos, los pobres del campo, los que no pueden acudir a los centros de estudio de los "sabios" (U. Luz).

 

     3.  Los "sabios" no saben de Dios y los "ignorantes" saben de eso porque el Padre (Dios) no está al alcance de los humanos. Nadie, nada más que el Hijo, Jesús, es quien da a conocer quién es el Padre y cómo es el Padre. Y Jesús lo da a conocer, no a la gente de estudios y de mucha religión, sino a los ignorantes y simples, los 'am ha'arets. Sin duda alguna, lo más profundo y lo más sencillo, coinciden y se funden de tal forma en el Padre del Cielo que la absoluta profundidad solo es accesible en la absoluta sencillez. Esto es lo que los sencillos captan, mientras que se nos escapa a quienes nos tenemos por entendidos.

 

San Camilo de Lelis 

 


 

 Nació cerca de Chieti, en la región de los Abruzos, en el año 1550; primero se dedicó a la vida militar, pero luego, una vez convertido, se consagró al cuidado de los enfermos.

Terminados sus estudios y recibida la ordenación sacerdotal, fundó una sociedad destinada a la construcción de hospitales y al servicio de los enfermos.

Murió en Roma en el año 1614.

 

Gigantón de carácter duro, resuelto, impetuoso y tenaz. Con ese resumen, uno se imagina a un sujeto de cuidado que no se desea tener por enemigo. Esos ciertos atributos personales no fueron dificultad para que Camilo pasara la mayor parte de su vida en el humildísimo servicio de la caridad, siendo el más incondicional servidor de los enfermos más necesitados. Quiso darles un aliento de consuelo mientras estaban vivos y buscó apasionadamente prepararlos para que dieran con sabiduría el paso a la eternidad.

Quizá su carácter era una herencia genética por parte de padre, Juan de Lelis, militar por toda Europa al servicio de España, Nápoles, Florencia, Lombardía, Piamonte y Francia; o quizá aprendió de la madre que supo gobernar bien su casa a pesar de las larguísimas y frecuentes ausencias del padre. El caso es que nació en 1550, en Chieti (Italia). Cuando quiso enrolarse en los ejércitos de Venecia, lo rechazaron; se consideró un hombre de suerte al ser aceptado en la cruzada que Pío V convocó contra los turcos; fue cuando murió su padre en Saint’ Elpidio a Mare.

Allí le salió una extrañísima llaga en una pierna que no tuvo cura ni siquiera por los médicos del hospital de Santiago, en la Roma de 1571. Las dos cosas –llaga y hospital– fueron sus compañeros inseparables de camino para el resto de su vida, hasta el punto de que, sin una de ellas, Camilo de Lelis no sería san Camilo.

Pareció que había quedado curado; se apuntó a la Compañía de Santiago que era un voluntariado que cooperaba en el cuidado de los enfermos, pero lo expulsaron; le pilló el vicio del juego. Se alquiló como soldado por cuatro años porque de algo había que vivir; estuvo en las guerras de Túnez y Palermo; los inviernos no eran tiempo de guerra y en ellos se gastaba la soldada entre tabernas y más juego. Prometió vestir el hábito de san Francisco en aquella tempestad del 28 de octubre de 1574; pensaba no salir con vida, pero al pasar el peligro dejó en el olvido lo que prometió, volviendo a sus tareas de empedernido ludópata; una noche perdió la espada, el trabuco y el manto; se quedó sin pasta y tuvo que pedir limosna en la puerta de las iglesias, ¡buen patrón para los técnicos limosneros de hoy, por los que se mide el nivel de fe de cualquier iglesia en dependencia del número de subalternos pastorales que pidan a su puerta! Así estaba en Manfredonia cuando le ofrecieron el puesto de peón para las obras del convento de los capuchinos el 2 de febrero de 1575. Allí se convirtió, y le dieron el hábito solo a regañadientes; cuando el roce del hábito le abría la llaga, marchaba a curarse; pero entre llagas y curas se le iba el tiempo; aquello era un correo. Decidió ponerse enteramente al servicio de los enfermos en el mes de octubre de 1579. Le nombraron ‘mayordomo’ por méritos; pensó fundar una cofradía de varones para la que bocetó unos breves estatutos, pero no cuajó por las habladurías y tensiones que provocó; hasta Felipe Neri se le opuso.

Se hizo sacerdote, después de cursar los estudios en el Colegio Romano, y dijo su primera misa en 1584. Comenzó una vida inconcebible por su dureza junto a la iglesia de la Virgencita de los Milagros con un pequeño grupo de compañeros; todos enfermaron. Trasladados a una casa próxima a la iglesia de la Magdalena, fue donde empezaron de verdad.

Sixto V aprobó esa vida extremadamente pobre, con la cruz roja en la sotana o en el manto. Esa misma cruz que se había visto por los campos de batalla un poco antes, cuando el papa había encargado a Camilo y los suyos organizar la asistencia sanitaria de los ejércitos que marchaban a Hungría, y que ya no dejará de verse en guerras, epidemias y catástrofes naturales donde sea necesaria una labor humanitaria.

En el inmenso hospital romano del Espíritu Santo atienden el día entero a los enfermos, en medio de cuadros macabros –alguna vez se encontraron al moribundo colocado ya dentro de su ataúd de madera– y tristísimos de desahuciados, que hasta entonces estaban en manos de criados malhumorados mal pagados.

Añadieron a su vida ordinaria la atención fuera del hospital a moribundos y encarcelados. Él se reservó los oficios más bajos y rastreros para cuidar los enfermos. Aquel grupo de sacerdotes y hermanos empezó a conocerse en Roma como ejemplo de caridad.

La peste y las epidemias del siglo XVI, que hacían perder la cabeza a la gente, fueron ocasión de heroísmo de los Camilos con días agotadores. También ellos quedaron diezmados por el contagio.

Luego se extendieron por Nápoles, Milán, Génova, toda Italia y las islas; pero no pudieron ni en Francia, ni en España.

Camilo quiso controlar en su globalidad la atención a los enfermos en los hospitales. Pensó que no había que tratarlos solo a la cabecera para que murieran entre jaculatorias y rezos. Era preciso organizar de tal modo los centros de salud que la dignidad del paciente se respetara en todos los frentes: el humano, el sanitario y el espiritual. Eso pedía unificar criterios tanto en la dirección como en la administración, en la contratación del personal sanitario, en los profesionales y en los que llevaban a Dios. La oposición fue tan fuerte por parte de los de fuera y de los de dentro, que abandonó el generalato, pero no cedió como fundador de los Ministros de los Enfermos y mantuvo la idea que, pasado el tiempo y los apasionamientos, acabó siendo aceptada.

No hay originalidad en los principios, son evangélicos: el prójimo es imagen de Dios, al final se pedirá cuentas del comportamiento con él, es decisiva la hora de la muerte. En esto se mantuvo firme, sin cesión. Todo lo demás estaba al servicio de la idea.

Y es bueno recordar que su trabajo con el enfermo lo hacía estando él mismo delicado, con su llaga ulcerada abierta, una hernia, dos forúnculos rebeldes y el estómago debilísimo.

Murió el 14 de julio de 1614 con 64 años, en Roma.

Fue canonizado por Benedicto XIV, el 29 de julio de 1746.

Es el patrono de enfermos y hospitales, compartiéndolo con san Juan de Dios.

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