4 - DE JULIO – DOMINGO –
14ª – SEMANA DEL T.
O. – B –
Santa Isabel de Portugal
Lectura de la profecía de Ezequiel (2,2-5):
En aquellos días, el espíritu entró en mí, me puso en pie, y oí que me
decía:
«Hijo de Adán, yo te envío a los israelitas, a un pueblo rebelde que se ha
rebelado contra mí. Sus padres y ellos me han ofendido hasta el presente día.
También los hijos son testarudos y obstinados; a ellos te envío para que les
digas: "Esto dice el Señor."
Ellos, te hagan caso o no te hagan caso, pues son un pueblo rebelde, sabrán
que hubo un profeta en medio de ellos.»
Palabra de Dios
Salmo:122
R/.
Nuestros ojos están en el Señor,
esperando su misericordia
A ti levanto mis ojos,
a ti que habitas en el cielo.
Como están los ojos de los esclavos
fijos en las manos de sus señores. R/.
Como están los ojos de la esclava
fijos en las manos de su señora,
así están nuestros ojos
en el Señor, Dios nuestro,
esperando su misericordia. R/.
Misericordia, Señor, misericordia,
que estamos saciados de desprecios;
nuestra alma está saciada
del sarcasmo de los satisfechos,
del desprecio de los orgullosos. R/.
Lectura
de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios (12,7b-10):
Para que no tenga soberbia, me han metido una espina en la carne: un ángel
de Satanás que me apalea, para que no sea soberbio. Tres veces he pedido al
Señor verme libre de él; y me ha respondido:
«Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad.»
Por eso, muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí
la fuerza de Cristo.
Por eso, vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las
privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque,
cuando soy débil, entonces soy fuerte.
Palabra de Dios
Lectura del santo evangelio según san Marcos (6,1-6):
En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo
oía se preguntaba asombrada:
«¿De dónde saca todo eso? - ¿Qué sabiduría es ésa que le
han enseñado? - ¿Y esos milagros de sus manos? - ¿No es
éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y
Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?»
Y esto les resultaba escandaloso.
Jesús les decía:
«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en
su casa.»
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles
las manos. Y se extrañó de su falta de fe. Y recorría los pueblos de alrededor
enseñando.
Palabra del Señor
El misterio de la incredulidad.
Nazaret a comienzos del siglo XX, más parecida a la de Jesús que la actual.
El domingo pasado nos recordaba el evangelio de Marcos dos ejemplos de fe:
el de la mujer con flujo de sangre y el de Jairo. Hoy nos ofrece la postura
opuesta de los nazarenos, que sorprenden a Jesús con su falta de fe.
…y la gente,
al oírlo, decía asombrada: «¿De dónde le viene a este todo esto? ¿Cómo tiene
tal sabiduría y hace tantos milagros? ¿No es éste el carpintero, el hijo de
María y el hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas
no viven con nosotros?». Y se escandalizaban de él. Jesús les dijo: «Sólo en su
tierra, entre sus parientes y en su casa desprecian al profeta». Y no pudo
hacer allí ningún milagro, aparte de curar a algunos enfermos imponiéndoles las
manos. Y se quedó sorprendido de su falta de fe.
Éxito en Cafarnaúm
Resulta interesante comparar lo ocurrido en Nazaret con lo ocurrido al
comienzo del evangelio: también un sábado, en Cafarnaúm, Jesús actúa en la
sinagoga y la gente se pregunta, llena de estupor: «¿Qué significa esto?
Es una enseñanza nueva, con autoridad. Hasta a los espíritus inmundos les da
órdenes y le obedecen.» Enseñanza y milagros despiertan admiración y
confianza en Jesús, que realiza esa misma tarde numerosos milagros (Mc
1,21-34).
Fracaso en Nazaret
Otro sábado, en la sinagoga de Nazaret, la gente también se asombra. Pero
la enseñanza de Jesús y sus milagros no suscitan fe, sino incredulidad. La
apologética cristiana ha considerado muchas veces los milagros de Jesús como
prueba de su divinidad. Este episodio demuestra que los milagros no sirven de
nada cuando la gente se niega a creer. Al contrario, los lleva a la
incredulidad.
Los milagros de Jesús han representado un enigma para las autoridades
teológicas de la época, los escribas, y ellos han concluido que: «Lleva
dentro a Belcebú y expulsa los demonios por arte del jefe de los demonios» (Mc
3,22).
Los nazarenos no llegan a tanto. Adoptan una extraña postura que no
sabríamos cómo calificar hoy día: no niegan la sabiduría y los milagros de
Jesús, pero, dado que lo conocen desde pequeño y conocen a su familia, no les
encuentran explicación y se escandalizan de él.
Jesús, motivo de escándalo
En griego, la palabra escándalo designa la trampa, lazo o cepo que se
coloca para cazar animales. Metafóricamente, en el evangelio se refiere a veces
a lo que obstaculiza el seguimiento de Jesús, algo que debe ser eliminado
radicalmente («si tu mano, tu pie, tu ojo, te escandaliza… córtatelo,
sácatelo»).
Lo curioso del pasaje de hoy es que quien se convierte en obstáculo para
seguir a Jesús es el mismo Jesús, no por lo que hace, sino por su origen.
Cuando uno pretende conocer a Jesús, saber «de dónde viene», quién es su
familia; cuando lo interpreta de forma puramente humana, Jesús se convierte en
un obstáculo para la fe. Desde el punto de vista de Marcos, los nazarenos son
más lógicos que quienes dicen creer en Jesús, aunque lo consideran un profeta como
otro cualquiera.
Asombro e impotencia de Jesús
A Marcos le gusta presentar a
Jesús como Hijo de Dios, pero dejando muy clara su humanidad. Por eso no oculta
su asombro ni su incapacidad de realizar en Nazaret grandes milagros a causa de
la falta de fe. Adviértase la diferencia entre la formulación de Marcos: «no
pudo hacer allí ningún milagro» y la de Mateo: «Por su
incredulidad, no hizo allí muchos milagros».
Nazaret como símbolo
Los tres evangelios sinópticos conceden mucha importancia al episodio de
Nazaret, insistiendo en el fracaso de Jesús (la versión más dura es la de
Lucas, en la que los nazarenos intentan despeñarlo). Se debe a que consideran
lo ocurrido allí como un símbolo de lo que ocurrirá a Jesús con la mayor parte
de los israelitas: «Sólo en su tierra, entre sus parientes y en su casa
desprecian al profeta».
El fracaso no lo desanima
El evangelio de hoy termina con estas palabras: «Recorrió después las
aldeas del contorno enseñando.» Jesús ha fracasado en Nazaret, pero esto
no le lleva al desánimo ni a interrumpir su actividad. Igual que Ezequiel (1ª
lectura), le escuchen o no le escuchen, dejará claro testimonio de que en medio
de Israel se encuentra un profeta.
Ezequiel (1ª lectura: Ez 2,2-5).
…el espíritu
entró en mí, …Les dirás: Esto dice el Señor Dios.
Escuchen o no escuchen -puesto que son una raza de rebeldes-, sabrán que en
medio de ellos se encuentra un profeta.
Un remedio contra la soberbia y el narcicismo (2ª lectura).
Aunque sin relación con el evangelio, el texto de Pablo enseña algo muy
útil para todos. Él es consciente de haber recibido unas revelaciones
especiales de Dios. La más importante, después de la conversión, que Jesús vino
a salvarnos a todos, no solo a los judíos, y que el evangelio debe proclamarse
por igual a todas las personas, sin tener en cuenta su raza, género o condición
social. Una revelación totalmente revolucionaria. Esto pudo provocar en él una
reacción de orgullo y soberbia. Para contrarrestarla, Dios «le clava una espina
en el cuerpo», que le humilla profundamente. No sabemos a qué se refiere. Se ha
pensado en su enfermedad de la vista, de la que habla en la carta a los
Gálatas, que coartaba su actividad misionera. Por lo que dice a continuación,
le humillaban las propias flaquezas y las persecuciones, insultos y críticas
procedentes de todas partes. Sin olvidar sus arrebatos de ira, que le llevaron
a pelearse con Bernabé, su mejor amigo, al que tanto debía; o que le hacían
escribir cosas terribles contra los judíos, e incluso contra los cristianos que
no compartían sus puntos de vista, a los que llama «falsos hermanos». En
cualquier caso, avergonzado de su conducta, pide a Dios que le saque esa
espina. Quiere ser bueno y sentirse bueno. Sin fallo alguno. Narcisismo puro. Y
Dios le responde: «Te basta mi gracia, pues mi poder triunfa en la
flaqueza».
A ninguno de nosotros nos faltan espinas en el cuerpo y en el alma que nos gustaría arrancarnos; o, mejor, que Dios las arrancara para dejarnos vivir tranquilos, satisfechos de nosotros mismos. Pero nos dice como a Pablo: «Te basta mi gracia». Y nosotros debemos repetir como él: «Me alegro de mis flaquezas, de los insultos, de las dificultades, de las persecuciones, de todo lo que sufro por Cristo».
Reflexión
Bastantes veces he oído decir: «Si fuésemos mejores,
si la Iglesia fuera como la quería Jesús, si actuásemos como él, la gente
aceptaría el mensaje del evangelio y no habría tanta incredulidad». Las
lecturas de hoy demuestran que esta idea es ingenua. Nunca seremos mejores que
Jesús, pero él también fracasó. No solo en Nazaret, sino en Corozaín, Betsaida,
Cafarnaún, Jerusalén… Sin embargo, nunca renunció a cumplir la misión que el
Padre le había confiado. Este es el gran ejemplo que nos da en el evangelio de
hoy.
Santa Isabel de Portugal
(Santa Isabel de Portugal o de Aragón;
Zaragoza, hacia 1274 - Estremoz, Portugal, 1336)
Reina de Portugal. Merced a su matrimonio con el monarca luso Dionís, fue
reina de Portugal entre 1288 y su fallecimiento, período durante el cual
contribuyó de forma decisiva a la consolidación de la monarquía en el país
ibérico.
Hija de Pedro III de Aragón y de Constanza de Nápoles, y por lo tanto nieta
de Jaime I el Conquistador y del emperador Federico de Suabia, recibió una
esmerada educación palaciega, conforme a los postulados de su época, aunque
parece que desde muy joven la princesa Isabel ya destacó por tener una
personalidad piadosa y caritativa.
Antes de cumplir los diez años, sin embargo, su padre había entablado
negociaciones con el monarca portugués, mediante los embajadores Conrado de
Lanza y Beltrán de Vilafranca, para el matrimonio entre su hija y el rey luso.
Éste aceptó gustoso, y donó a la princesa, en calidad de arras, los señoríos de
Obidos, Abrantes y Porto de Mos, donación verificada en abril de 1281.
Con las negociaciones ya avanzadas, en febrero de 1288 una embajada de
Dionís con sus más importantes consejeros, João Velho, João Martins y Vasco
Pires, llegaba a Barcelona para celebrar el matrimonio por poder y, a
continuación, escoltar a la princesa hasta la villa portuguesa de Trancoso,
donde se iba a celebrar la ceremonia religiosa. Finalmente, el 24 de junio tuvo
lugar el enlace, seguido de la celebración de unas fiestas ensalzadas por la
historiografía como las más importantes de la Plena Edad Media lusa.
Después del matrimonio, la vida de la reina Isabel comenzó a mostrar la
dualidad de caracteres que marcarían su devenir biográfico: por una parte, su
carácter caritativo y piadoso; por otro, la fortaleza política de una mujer
que, enfrentada a grandes vaivenes gubernativos, hizo lo posible por
sobreponerse a los acontecimientos. En principio, la vida en la corte
portuguesa no era, ni por asomo, parecida a la exquisitez de la aragonesa. La
ambición del estamento nobiliario portugués, copado en gran medida por los
propios miembros de la familia real, era cada vez mayor, personificado
especialmente por Alfonso, hermano del rey, y también su principal enemigo para
mantener la paz del reino, pues no dejaba de conspirar para derribar a Dionís
del trono. Muy pronto se le uniría la rebeldía del hijo primogénito.
En los primeros tiempos de su estancia en Portugal, la reina Isabel comenzó
a ganarse las simpatías del pueblo luso por su carácter piadoso y devoto, pues
el pueblo siempre ha admirado en especial esta veta altruista de sus
gobernantes, sobre todo en un universo religioso como era el mundo medieval. De
esta manera, las continuas fundaciones religiosas de la reina Isabel (como el
de San Bernardo de Almoster), la contribución al sostenimiento de otras
(principalmente, el lisboeta monasterio de la Trinidad), así como los
hospitales de asistencia fundados por ella (en Coimbra, Leiría y Santarém),
ayudaron a que su popularidad entre el pueblo fuese una de las de mayor nivel
entre los gobernantes medievales.
Los problemas, sin embargo, comenzaron a llegar por los continuos
enfrentamientos, primero verbales, más tarde conspiradores, de su cuñado
Alfonso, deseoso de hacerse con el trono portugués en detrimento de su hermano,
el rey Dionís; por otra parte, las continuas infidelidades de éste,
evidentemente, no hacían presagiar un matrimonio demasiado bien avenido, pues,
a pesar de que la bastardía regia era un fenómeno relativamente tolerado en el
medievo, las acusadas convicciones éticas de la reina Isabel lo desaprobaban
por completo.
A pesar de ello, la reina acogió a los hijos bastardos de Dionís en la
corte, y si no los trató como a su propia descendencia, al menos les mostró el
respeto que debía como reina y cristiana. Esta acción piadosa, sin embargo,
comenzó a ser una fuente de problemas tras el nacimiento de los dos primeros
hijos de Dionís e Isabel: la infanta Constanza (1290-1313), que se casó con el
rey de Castilla, Fernando IV, y el príncipe Alfonso (1291-1357), que sería
posteriormente rey como Alfonso IV. Los problemas se agravaron en la segunda
década del siglo XIV, pues Alfonso (cuyo apodo era el Bravo, por motivos
obvios) comenzó a alarmarse por el incomparable ascendente que, en la corte de
Dionís, en su consejo y en la toma de decisiones políticas, había comenzado a
contraer uno de los hijos ilegítimos del rey, el infante Alfonso Sánchez.
Ante la sospecha de que Dionís había solicitado a la Santa Sede la concesión
de legitimidad para su hermano, en detrimento de su propio acceso al trono,
Alfonso el Bravo decidió rebelarse, contado con cierta ayuda diplomática de la
regente de Castilla, la reina María de Molina. Dionís, enfurecido, arremetió
contra su hijo de manera violenta, lo que significó el inicio de las
hostilidades paterno-filiales, apoyados ambos en parte de la aristocracia lusa
afín a sus causas.
Por lo que respecta a la reina Isabel, además del profundo dolor que una
madre podía sentir al ver peleando a padre e hijo, la cuestión fue un poco más
complicada. Desde 1318, las tropas de Alfonso instalaron su base de operaciones
en el norte del país, en Coimbra y Leiría. Casualmente, el señorío de esta
última villa había sido concedido por Dionís a su esposa, con lo que el rey
debió entrever en su toma por Alfonso una cierta participación de Isabel en la
conspiración de su hijo.
El resultado fue que la reina fue privada del señorío, la jurisdicción y las
rentas de Leiría, además de pasar a residir, bajo fuerte vigilancia militar, en
el castillo de Alemquer. A la desesperación de Isabel se unió el temor de que,
en la primavera de 1319, ambos ejércitos parecían enfrentarse en Leiría, aunque
finalmente Alfonso huyó hacia Santarém.
Durante dos largos años, 1319-1321, los partidarios de Alfonso sostuvieron
una especie de guerra de guerrillas contra el ejército real en la zona norte
del país, rehusando siempre el enfrentamiento directo al ser el enemigo
superior en número. Durante 1321, Alfonso de apoderó de Coimbra, Montemor o Velho,
Feira y Oporto, y llegó a sitiar Guimarães, uno de los principales bastiones de
su padre. Al saber las noticias del frente, la reina Isabel logró escapar de su
vigilancia en Alemquer para dirigirse hacia esta última ciudad, con el objeto
de hacer a su hijo desistir de su vano intento, asegurándole que no había
ninguna intención, por parte de Dionís, de subrogarle su legitimidad al trono.
A pesar de esta intervención, y de contar con la ayuda de otro de los
bastardos de Dionís, Pedro, conde de Barcelos, Alfonso no desistió de su
intento, y mucho más al saber que las tropas reales, con su padre al frente,
sitiaban la guarnición alfonsina de Coimbra. Hacia allí se dirigió con su
ejército, comitiva seguida muy cerca por la reina Isabel quien, momentos antes de
la inminente batalla, logró lo imposible: forzar a padre e hijo a la concordia,
aunque no pudo evitar una escaramuza antes de su llegada.
El acuerdo consistía en que Alfonso se retiraría a Pombal y Dionís a Leiría,
para licenciar a sus respectivas tropas; posteriormente, el rey prometería
respetar el derecho de sucesión si su hijo le prestaba un homenaje público de
fidelidad. Aunque no se sabe con certeza si se produjo, lo cierto es que la
primera intervención de la reina Isabel se saldó con éxito, si bien efímero,
puesto que la chispa de la guerra civil no tardaría en extenderse debido a los
intereses particulares de la aristocracia que apoyaba al príncipe rebelde. A
los pocos meses, de nuevo Alfonso, encabezando un ejército nobiliario, se
dirigió desde Santarém hacia Lisboa, a pesar de que el rey le había conminado,
mediante varios mensajeros, a que se detuviese.
De nuevo fue necesario que la reina, montada a caballo, se interpusiera
entre ambos contendientes para detener el derramamiento de sangre. Desde luego,
el ejemplo de la reina Isabel, uno de los más insólitos en el medievo, no fue
suficiente para que se calmaran las ansias de su hijo, y mucho menos para que
la ambición aristocrática se frenase. En cualquier caso, y para conmemorar la
ocasión, la reina quiso engalanar el lugar con la edificación de un monumento,
situado en el actual Campo Grande (Lisboa), en recuerdo de la paz conseguida
allí para todo el reino.
Poco tiempo después, en 1325, falleció el rey Dionís y, a pesar de ciertas
dificultades por el recelo de la nobleza, la sucesión, en mano de Alfonso IV,
pareció realizarse sin necesidad de violencia por ninguna parte. La desaparición
de uno de los protagonistas del conflicto casi fue la razón de que éste
acabase; así debió entenderlo la reina Isabel, después de sus intentos de
mediación, ya que, tras el entierro del rey en el cenobio de Odivelas, residió
algún tiempo en ese lugar, donde, sin duda, recuperó sus verdaderas inquietudes
espirituales, apartadas durante los tiempos problemáticos.
Al año siguiente, 1286, la reina Isabel regresó a Coimbra, donde fundó el
monasterio de Santa Clara-a-Velha y un hospital para la asistencia a los más
desfavorecidos socialmente. No profesó la clausura clarisa, pero sí vivió en el
convento una vida de austeridad espiritual durante los años siguientes; buena
muestra de su cultivo de la espiritualidad son las dos peregrinaciones a
Santiago de Compostela llevadas a cabo en 1327 y en 1335, como una peregrina
más, sin otra compañía que algunas damas de su antigua corte que, por motivos
igualmente, piadosos, quisieron acompañarla.
Precisamente al regreso de la última peregrinación, en 1336, la reina tuvo
noticias de nuevos conflictos familiares, esta vez entre su hijo, Alfonso IV, y
el rey de Castilla, Alfonso XI, que era nieto de Isabel. Las tropas portuguesas
habían sido de nuevo armadas para intervenir en el país vecino, y se hallaban
concentradas en Estremoz, lugar al que se dirigió la reina para, otra vez,
intervenir en un conflicto familiar. Fue recibida por su hijo en el castillo de
la citada villa, pero, sintiéndose enferma, se retiró a descansar. Unas pocas
horas más tarde, el 4 de julio de 1336, fallecería, no sin antes haber hecho
prometer a su hijo que de ninguna manera se enfrentaría de manera fratricida
con su nieto, y sobrino del propio rey.
La intervención pacifista de Isabel la acompañó, como se puede comprobar,
hasta su propio lecho de muerte. Fue sepultada en el convento de clarisas de
Coimbra que ella misma había fundado, aunque fue transportado posteriormente
hacia Santa Clara-a-Nova, donde reposa en la actualidad. Su actividad piadosa,
así como el grato recuerdo que dejó tanto en Portugal como España, fueron
motivo para que su leyenda se engrandeciese notablemente. De esta forma, en
tiempos del monarca luso Manuel el Afortunado se iniciaron los trámites para su
canonización. Fue beatificada el 15 de abril de 1516, mediante bula del papa León
X, si bien únicamente para el obispado de Coimbra. Su definitiva canonización
tuvo lugar el 25 de mayo de 1625, a cargo del papa Urbano VIII.
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