17 - DE
NOVIEMBRE – MIERCOLES
– 33ª – SEMANA DEL T. O. – B –
SANTA ISABEL DE
HUNGRIA
Lectura del segundo libro de los
Macabeos (7,1.20-31):
En aquellos
días, arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con
látigos y nervios para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la Ley.
Pero ninguno más admirable y digno de recuerdo que la madre. Viendo morir a sus
siete hijos en el espacio de un día, lo soportó con entereza, esperando en el
Señor.
Con noble actitud, uniendo un temple
viril a la ternura femenina, fue animando a cada uno, y les decía en su lengua:
«Yo no sé cómo aparecisteis en mi seno;
yo no os di el aliento ni la vida, ni ordené los elementos de vuestro
organismo. Fue el creador del universo, el que modela la raza humana y
determina el origen de todo. Él, con su misericordia, os devolverá el aliento y
la vida, si ahora os sacrificáis por su ley.»
Antíoco creyó que la mujer lo
despreciaba, y sospechó que lo estaba insultando. Todavía quedaba el más
pequeño, y el rey intentaba persuadirlo, no sólo con palabras, sino que le
juraba que si renegaba de sus tradiciones lo haría rico y feliz, lo tendría por
amigo y le daría algún cargo. Pero como el muchacho no hacía ningún caso, el
rey llamó a la madre y le rogaba que aconsejase al chiquillo para su bien.
Tanto le insistió, que la madre accedió
a persuadir al hijo; se inclinó hacia él y, riéndose del cruel tirano, habló
así en su idioma:
«Hijo mío, ten piedad de mí, que te
llevé nueve meses en el seno, te amamanté y crie tres años y te he alimentado
hasta que te has hecho un joven. Hijo mío, te lo suplico, mira el cielo y la
tierra, fíjate en todo lo que contienen y verás que Dios lo creó todo de la
nada, y el mismo origen tiene el hombre. No temas a ese verdugo, no desmerezcas
de tus hermanos y acepta la muerte. Así, por la misericordia de Dios, te
recobraré junto con ellos.»
Estaba todavía hablando, cuando el
muchacho dijo:
«¿Qué esperáis? No me someto al decreto
real. Yo obedezco los decretos de la ley dada a nuestros antepasados por medio
de Moisés. Pero tú, que has tramado toda clase de crímenes contra los hebreos,
no escaparás de las manos de Dios.»
Palabra de Dios
Salmo: 16,1.5-6.8.15
R/. Al despertar, Señor, me saciaré de tu
semblante
Señor, escucha
mi apelación,
atiende a mis clamores,
presta oído a mi súplica,
que en mis labios no hay engaño. R/.
Mis pies
estuvieron firmes en tus caminos,
y no vacilaron mis pasos.
Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío;
inclina el oído y escucha mis palabras. R/.
Guárdame como
a las niñas de tus ojos,
a la sombra de tus alas escóndeme.
Pero yo con mi apelación vengo a tu presencia,
y al despertar me saciaré de tu semblante. R/.
Lectura del santo evangelio
según san Lucas (19,11-28):
En aquel
tiempo, dijo Jesús una parábola; el motivo era que estaba cerca de Jerusalén, y
se pensaban que el reino de Dios iba a despuntar de un momento a otro.
Dijo, pues:
«Un hombre noble se marchó a un país
lejano para conseguirse el título de rey, y volver después. Llamó a diez
empleados suyos y les repartió diez onzas de oro, diciéndoles: "Negociad
mientras vuelvo."
Sus conciudadanos, que lo aborrecían,
enviaron tras él una embajada para informar:
"No queremos que él sea nuestro
rey."
Cuando volvió con el título real, mandó
llamar a los empleados a quienes había dado el dinero, para enterarse de lo que
había ganado cada uno.
El primero se presentó y dijo:
"Señor, tu onza ha producido
diez."
Él le contestó:
"Muy bien, eres un empleado
cumplidor; como has sido fiel en una minucia, tendrás autoridad sobre diez
ciudades."
El segundo llegó y dijo:
"Tu onza, señor, ha producido
cinco."
A ése le dijo también:
"Pues toma tú el mando de cinco
ciudades."
El otro llegó y dijo:
"Señor, aquí está tu onza; la he
tenido guardada en el pañuelo; te tenía miedo, porque eres hombre exigente, que
reclamas lo que no prestas y siegas lo que no siembras."
Él le contestó:
"Por tu boca te condeno, empleado
holgazán.
¿Conque sabías que soy exigente, que
reclamo lo que no presto y siego lo que no siembro? Pues, ¿por qué no pusiste
mi dinero en el banco? Al volver yo, lo habría cobrado con los intereses."
Entonces dijo a los presentes:
"Quitarle a éste la onza
y dársela al que tiene diez."
Le replicaron:
"Señor, si ya tiene diez onzas."
"Os digo: 'Al que tiene se le dará,
pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene.'
Y a esos enemigos míos, que no me
querían por rey, traedlos acá y degolladlos en mi presencia."»
Dicho esto, echó a andar delante de
ellos, subiendo hacia Jerusalén.
Palabra del Señor
1. Según el evangelio de Lucas, esta parábola es la última enseñanza de Jesús antes de su entrada en Jerusalén donde va a acabar su vida. Este dato es importante para comprender la fuerza que tiene esta enseñanza de Jesús. Es paralelo de la parábola es la de "los talentos" (Mt 25, 14-30). Aunque hay autores que no están de acuerdo en el paralelismo de ambas parábolas, aunque en la actualidad esa teoría está abandonada. Se trata de la misma parábola.
Lo que ocurre es que Lucas destaca más
un dato capital.
2. Este dato es la
enorme crueldad del "hombre noble", que es el protagonista de la
parábola. Y es decisivo tener presente esta condición de maldad o
crueldad terrible del dueño que reparte su dinero para luego exigir que le
rindan cuentas de las ganancias.
Lo que importa aquí es caer en la cuenta
de que la enseñanza de esta parábola, al igual que en la versión de Mateo, no
es urgir la responsabilidad ante el juicio de Dios, sino advertir del peligro
enorme que representa el miedo a Dios.
3. En efecto, la ruina
del que guardó el dinero en un pañuelo, para devolverlo al dueño, estuvo
precisamente en eso: en que el miedo lo paralizó y anuló su capacidad de
rendimiento y productividad.
El miedo que le tuvo al dueño fue su
perdición. Jesús llegó a Jerusalén con esta convicción. Es el mejor testamento que
nos dejó el Señor.
SANTA ISABEL DE HUNGRIA
santa Isabel de Hungría, que siendo casi
niña se casó con Luis, landgrave de Turingia, a quien dio tres hijos, y al
quedar viuda, después de sufrir muchas calamidades y siempre inclinada a la
meditación de las cosas celestiales, se retiró a Marburgo, en la actual
Alemania, en un hospital que ella misma había fundado, donde, abrazándose a la
pobreza, se dedicó al cuidado de los enfermos y de los pobres hasta el último
suspiro de su vida, que fue a los veinticinco años de edad († 1231).
Biografía
A los cuatro años había sido prometida en matrimonio, se casó a los
catorce, fue madre a los quince y enviudó a los veinte. Isabel, princesa de
Hungría y duquesa de Turingia, concluyó su vida terrena a los 24 años de edad,
el I de noviembre de 1231. Cuatro años después el Papa Gregorio IX la elevaba a
los altares. Vistas así, a vuelo de pájaro, las etapas de su vida parecen una
fábula, pero si miramos más allá, descubrimos en esta santa las auténticas
maravillas de la gracia y de las virtudes.
Su padre, el rey Andrés II de Hungría, primo del emperador de Alemania, la
había prometido por esposa a Luis, hijo de los duques de Turingia, cuando sólo
tenia 11 años. A pesar de que el matrimonio fue arreglado por los padres, fue
un matrimonio vivido en el amor y una feliz conjunción entre la ascética
cristiana y la felicidad humana, entre la diadema real y la aureola de
santidad. La joven duquesa, con su austeridad característica, despertando el
enojo de la suegra y de la cuñada al no querer acudir a la Iglesia adornada con
los preciosos collares de su rango: “¿Cómo podría—dijo cándidamente—llevar una
corona tan preciosa ante un Rey coronado de espinas?”. Sólo su esposo,
tiernamente enamorado de ella, quiso demostrarse digno de una criatura tan
bella en el rostro y en el alma y tomó por lema en su escudo, tres palabras que
expresaron de modo concreto el programa de su vida pública: “Piedad, Pureza,
Justicia”.
Juntos crecieron en la recíproca donación, animados y apoyados por la
convicción de que su amor y la felicidad que resultaba de él eran un don
sacramental: “Si yo amo tanto a una criatura mortal—le confiaba la joven
duquesa a una de sus sirvientes y amiga—, ¿cómo debería amar al Señor inmortal,
dueño de mi alma?”.
A los quince años Isabel tuvo a su primogénito, a los 17 una niña y a
los 20 otra niña, cuando apenas hacía tres semanas había perdido a su esposo,
muerto en una cruzada a la que se había unido con entusiasmo juvenil. Cuando
quedó viuda, estallaron las animosidades reprimidas de sus cuñados que no
soportaban su generosidad para con los pobres. Privada también de sus hijos,
fue expulsada del castillo de Wartemburg. A partir de entonces pudo vivir
totalmente el ideal franciscano de pobreza en la Tercera Orden, para dedicarse,
en total obediencia a las directrices de un rígido e intransigente confesor, a
las actividades asistenciales hasta su muerte, en 1231.
Fuente: Arquidiócesis de Madrid
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