15 - DE SEPTIEMBRE
– DOMINGO
– 23ª – SEMANA DEL T.O. – B -
Nuestra Señora de los
Dolores
Lectura del libro de Isaías
(50,5-9a):
El Señor me abrió el oído; yo no resistí
ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los
que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor
me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como
pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Tengo cerca a mi defensor,
¿quién pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos. ¿Quién tiene algo contra mí?
Que se me acerque. Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?
Palabra de Dios
Salmo: 114, 1-2. 3-4. 5-6. 8-9
R/. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
Amo al Señor, porque escucha mi voz
suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco. R/.
Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en
tristeza y angustia.
Invoqué el nombre del Señor: «Señor, salva mi vida.» R/.
El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo; el Señor
guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas, me
salvó. R/.
Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída.
Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida. R/.
Lectura de la carta del apóstol Santiago (2,14-18):
¿De qué le sirve a uno, hermanos míos,
decir que tiene fe, si no tiene obras?
¿Es que esa fe lo podrá salvar?
Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del
alimento diario, y que uno de vosotros les dice:
«Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago», y no les dais lo
necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve?
Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta.
Alguno dirá: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y
yo, por las obras, te probaré mi fe.»
Palabra de Dios
Lectura del santo evangelio según
san Marcos (8,27-35):
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de
Cesarea de Felipe; por el camino, preguntó a sus discípulos:
«¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos le contestaron:
«Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.»
Él les
preguntó:
«Y vosotros, ¿quién decís que soy?»
Pedro le contestó:
«Tú eres el Mesías.»
Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirlos:
«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por
los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres
días.»
Se lo explicaba con toda claridad.
Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió
y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro:
«¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como
Dios!»
Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo:
«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su
cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que
pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»
Palabra del Señor
Encuesta, examen teórico y ejercicio práctico
La encuesta
Cesarea de Felipe, junto a las fuentes del
Jordán, es uno de los lugares más hermosos de Israel. El peregrino actual, que
parte generalmente de Nazaret, tarda poco más de una hora en un cómodo autobús
con aire acondicionado. Jesús y los discípulos tuvieron que hacer el camino a
pie, salvando un desnivel de unos 800 metros: desde los 200 bajo el nivel del
mar (Lago de Galilea) hasta los 500-600 sobre él (pie del monte Hermón). No es
un paseo cualquiera. Hay tiempo para callar y tiempo para hablar. En esos
momentos de comunicación, Jesús pregunta a los discípulos: «¿Quién dice la
gente que soy yo?».
Hasta este momento, el evangelio de Mc ha ido
planteando el enigma de quién es Jesús. Un personaje desconcertante, que enseña
con autoridad y tiene poder sobre los espíritus inmundos (1,27), perdona
pecados como si fuera Dios (2,7), escandaliza comiendo con publicanos y
pecadores (2,16) y se considera con derecho a contravenir el sábado (2,27;
3,4). Los fariseos y los herodianos deciden muy pronto que debe morir (3,6),
sus familiares piensan que está mal de la cabeza (3,21), los escribas que está
endemoniado (3,22), y los de Nazaret no creen en él, lo siguen considerando el
carpintero del pueblo (6,1-6). Mientras, los discípulos se preguntan
desconcertados: «¿Quién es este que hasta el viento y el lago le obedecen?»
(4,41). Ahora, cuando llegamos al centro del evangelio de Mc, Jesús aborda la
cuestión capital: ¿quién es él?
En aquel tiempo salió Jesús con sus
discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó:
«¿Quién dice la gente que soy yo?».
Ellos le dijeron:
«Unos que Juan el Bautista, otros que Elías y otros que uno de los
profetas».
Para
la gente, Jesús no es un personaje real, sino un muerto que ha vuelto a la vida
se trate de Juan Bautista, Elías, o de otro profeta. De estas opiniones, la más
«teológica» y con mayor fundamento sería la de Elías, ya que se esperaba su
vuelta, de acuerdo con Malaquías 3,23: «Yo os enviaré al profeta Elías antes de
que llegue el día del Señor, grande y terrible; reconciliará a padres con
hijos, a hijos con padres, y así no vendré yo a exterminar la tierra». En
cualquier caso, resulta interesante que el pueblo vea a Jesús en la línea de
los antiguos profetas. En ello pueden influir muchos aspectos: su poder (como
en los casos de Moisés, Elías y Eliseo), su actuación pública, muy crítica con
la institución oficial, su lenguaje claro y directo, su lugar de actuación, no
limitado al estrecho espacio del culto.
Si la
pregunta la hubiera formulado Jesús en nuestros días, la encuesta habría
resultado más variada y desconcertante que entonces: Hijo de Dios, profeta,
marido de la Magdalena, precursor de la dinastía merovingia…
Examen
teórico
Él les dijo:
«Y vosotros, ¿quién decís que soy?».
Pedro tomó la palabra y dijo:
«Tú eres el Mesías».
Jesús
quiere saber si sus discípulos comparten esta mentalidad o tienen una idea
distinta. Es una pena que Pedro se lance inmediatamente a dar la respuesta;
habría sido interesantísimo conocer las opiniones de los demás. Según Mc, la
respuesta de Pedro se limita a las palabras «Tú eres el Mesías».
¿Qué
significaba este título? En el Antiguo Testamento se refiere generalmente al
rey de Israel; un personaje que se concebía elegido por Dios, adoptado por él
como hijo, pero normal y corriente, capaz de los mayores crímenes. Sin embargo,
la monarquía desapareció en el siglo VI a.C., y los grupos que esperaban la
restauración de la dinastía de David fueron atribuyendo al mesías esperado
cualidades cada vez más maravillosas.
Los
Salmos de Salomón, oraciones de origen fariseo compuestas en el siglo I a.C.,
describen detenidamente el papel del Mesías: librará a Judá del yugo de los
romanos, eliminará a los judíos corruptos que los apoyan, purificará Jerusalén
de toda práctica idolátrica, gobernará con justicia y rectitud, y su dominio se
extenderá incluso a todas las naciones. Es un rey ideal, y por eso el autor del
Salmo 17 termina diciendo: «Felices los que nazcan en aquellos días».
Si
imaginamos al grupo de Jesús, que vive de limosna, peregrina de un sitio para
otro sin un lugar donde reclinar la cabeza, en continuo conflicto con las
autoridades religiosas, decir que Jesús es el Mesías implica mucha fe en el
personaje o una auténtica locura.
Lo que piensa Jesús de sí mismo
Y Jesús les ordenó que no se lo dijeran a nadie. Desde entonces comenzó a
declararles que el hijo del hombre tenía que padecer mucho, ser rechazado por
los ancianos, los sumos sacerdotes y los maestros de la ley, morir y resucitar
al tercer día. Esto lo decía con toda claridad.
En
contra de lo que cabría esperar, Jesús prohíbe terminantemente decir eso a
nadie. Y en vez de referirse a sí mismo con el título de Mesías usa uno
distinto: «Hijo del Hombre», que parece inspirado en Ezequiel (a quien Dios
siempre llama «Hijo de Adán») y en Daniel.
Lo
importante no es el origen del título, sino cómo lo interpreta Jesús: el
destino del Hijo del Hombre es padecer mucho, ser
rechazado por las autoridades políticas, religiosas e
intelectuales, morir y resucitar. En una
concepción popular del Mesías, como la que podían tener Pedro y los otros, esto
es inaudito. Sin embargo, la idea de un personaje que salva a su pueblo y
triunfa a través del sufrimiento y la muerte no es desconocida al pueblo de
Israel. Un profeta anónimo la encarnó en el personaje del Siervo de Yahvé
(Isaías 53).
Conflicto
entre Pedro y Jesús
Pedro se
lo llevó aparte y se puso a reprenderle. Jesús se volvió y, mirando a sus
discípulos, riñó a Pedro diciéndole:
«¡Apártate
de mí, Satanás!, porque tus sentimientos no son los de Dios, sino los de los
hombres».
Igual
que el poema del libro de Isaías, Jesús termina hablando de resurrección. Pero
Pedro se queda en el sufrimiento. Se lleva a Jesús aparte y lo increpa, sin que
Mc concrete las palabras que dijo.
Jesús
reacciona con enorme dureza. Pedro lo ha tomado aparte, pero él se vuelve hacia
los discípulos porque quiere que todos se enteren de lo que va a decirle:
«¡Retírate, Satanás! ¡Piensas al modo humano, no según Dios!» La mención de
Satanás recuerda lo ocurrido después del bautismo, cuando Satanás somete a
Jesús a las tentaciones. El puesto del demonio lo ocupa ahora Pedro, el
discípulo que más quiere a Jesús, el que más confía en él, el más entusiasmado
con su persona y su mensaje. Jesús, que no ha visto un peligro en las
tentaciones de Satanás, si ve aquí un grave peligro para él. Por eso, su
reacción no es serena, sino llena de violencia.
Ejercicio
práctico
Llamó a la gente y a sus discípulos y les dijo:
«El
que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Porque el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por
mí y por el evangelio la salvará.
De
repente, el auditorio se amplía, y a los discípulos se añade la multitud. Las
palabras que Jesús deberían desconcertarnos y provocar un rechazo. ¿Se imagina
alguien a un político diciendo: «El que quiera votarme, que esté dispuesto a
perder las elecciones e ir a la cárcel»? Pero el punto de vista de Jesús no es
el de los políticos. No pretende ganar las elecciones en este mundo, sino en el
futuro. Para Jesús, el mundo futuro es como un hotel de cinco estrellas; el
mundo presente, una chabola asquerosa situada en el entorno más degradado
imaginable. Todos podemos salir de la chabola y alojarnos en el hotel. Pero el
camino es duro, empinado, difícil. Jesús se ofrece a ir delante, y deja en
nuestras manos la decisión: el que se aferre a la chabola, en ella morirá; el
que la abandone y lo siga, tendrá un durísimo camino, pero disfrutará del
hotel.
Y tú, ¿quién
dices que es Jesús?
El evangelio de hoy no puede leerse como
simple recuerdo de algo el pasado. La pregunta de Jesús se sigue dirigiendo a
cada uno de nosotros, y debemos pensar detenidamente la respuesta. No basta
recurrir al catecismo («Segunda persona de la Santísima Trinidad») ni al Credo
(«Dios de Dios, luz de luz…»). Tiene que ser una respuesta personal, sentida.
En la línea del evangelio de Juan: «El camino, la verdad y la vida». Pero, sea
cual sea la respuesta, es más importante aún la decisión de seguir a Jesús con
todas las consecuencias.
La aceptación del sufrimiento y la certeza del triunfo
(1ª lectura: Isaías 50,5-10)
En la
concepción difundida a finales del siglo XIX por Bernhard Duhm, este fragmento
sería el tercer canto dedicado al Siervo de Yahvé, un personaje misterioso, que
termina salvando a su pueblo mediante el sufrimiento y la muerte. Es lógico que
los cristianos vieran en él a Jesús (el 4º canto, Is 53, lo leemos el Viernes
Santo).
Jesús ha dicho en el evangelio que «el Hijo
del hombre tiene que padecer y ser despreciado». Este breve poema anticipa esas
ofensas: golpes, burlas, insultos, salivazos, antes de un juicio que se supone
injusto. En este breve poema destacan dos detalles: la acción de Dios y la
reacción del
Siervo.
La acción de Dios consiste en revelar a su
servidor lo mucho que va a sufrir («me ha abierto el oído»), pero asegurándole
que se mantendrá junto a él: «Mi Señor me ayudaba», «Tengo cerca a mi abogado»,
«El Señor me ayuda». Esto supone una gran novedad, porque en la teología
habitual del Antiguo Oriente (y entre muchas personas de hoy día), el
sufrimiento se interpreta como un castigo de Dios. En cambio, el Siervo está
convencido de que no es así: el sufrimiento puede entrar en el plan de Dios,
como un paso previo al triunfo, y en ningún momento deja Él de estar presente y
ayudarle.
Por eso, la reacción del Siervo es de entrega
total: no se rebela, no se echa atrás, ofrece la espalda y la mejilla a los
golpes, no oculta el rostro a bofetadas y salivazos.
Si Pedro hubiera conocido y comprendido este
texto de Isaías, no se habría indignado con las palabras de Jesús, que
representan el punto de vista de Dios, mientras que él se deja llevar por
sentimientos puramente humanos. Pero debemos reconocer que nuestro modo de
pensar se parece mucho más al de Pedro que al de Jesús.
Una polémica muy antigua: la fe y las obras (2ª
lectura: Santiago 2,14-18)
«Genio
y figura, hasta la sepultura». Eso le pasó a san Pablo. Radical antes de
convertirse, lo siguió siendo en algunas cuestiones después de la conversión. Y
su forma de expresarse se prestaba a ser mal interpretado. En su lucha con los
cristianos judaizantes, partidarios de observar estrictamente la ley de Moisés,
como si fuera ella quien nos salva, defiende que la salvación viene por la fe
en Cristo. Él no excluye que el cristiano deba comportarse dignamente, todo lo
contrario. Pero insiste tanto en la fe y en la libertad del cristiano que sus
adversarios le acusaban de negar la necesidad de las buenas obras.
En
esta polémica se inserta el texto de la carta de Santiago, atacando la postura
del que presume de tener fe, pero no hace nada bueno. El ejemplo que utiliza,
la respuesta egoísta del que presume de tener fe a un hermano que pasa hambre,
es esclarecedor y sigue inquietándonos actualmente.
Si el autor de la carta y Pablo se hubieran
reunido a charlar, habrían estado plenamente de acuerdo. Pablo podría haberle
leído un fragmento de su carta a los Gálatas, en la que viene a decir lo mismo:
«Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad, pero no vayáis a tomar
la libertad como estímulo del instinto; antes bien, servíos mutuamente por
amor» (Gal 5,13). Nos salva Jesús y la fe en él, pero esa fe debe impulsarnos a
una vida que no se deja arrastrar por los bajos instintos (fornicación, indecencia,
desenfreno, reyertas, envidias, borracheras, comilonas, etc.), sino que está
guiada por los frutos del Espíritu de Dios (amor, gozo, paz, paciencia,
amabilidad, bondad, fidelidad…,) (Gal 5,19-25).
Nuestra Señora de los
Dolores
«Hay celebraciones que conmemoran
acontecimientos salvíficos en los que la Virgen estuvo estrechamente vinculada
al Hijo, como la memoria de la Virgen Dolorosa, ocasión propicia para revivir
un momento decisivo de la historia de la salvación y para venerar, junto con el
Hijo exaltado en la cruz, a la Madre que comparte su dolor» (Pablo VI, Marialis
cultus).
La fiesta litúrgica
La fe de la Iglesia ha reconocido siempre
esta asociación de la Madre con el Hijo en la historia de la salvación, y en
particular en los momentos de dolor y en los misterios de carácter y de valor
propiamente sacrificial. Por eso, la Iglesia, desde la época de los Santos
Padres, ha recordado con devota veneración los dolores de Nuestra Señora,
interpretando la profecía de Simeón, y contemplando teológicamente el misterio
de la Cruz. Orígenes y los escritores orientales principalmente vieron en la
«espada de dolor» el símbolo de los dolores de la Madre del Mesías.
A partir del siglo VIII, los escritores
eclesiásticos hablan de la «compasión» de la Virgen, es decir: de su
participación en los dolores del crucificado, o de su «compadecimiento». Desde
el siglo XII se dio culto a los cinco dolores de María, que más tarde pasaron a
ser siete, La multiplicación de himnos de carácter religioso, composiciones
poéticas en forma de «lamentaciones» o llanto de María», que dan lugar a un
género de literatura muy peculiar, de carácter cultual: los planctus Mariae,
que en parte pasan a las liturgias locales en la Edad Media, son un testimonio
la devoción que el pueblo fiel profesaba a la Virgen Dolorosa.
La fiesta litúrgica propiamente dicha de la
Virgen de los Dolores comenzó a celebrarse en Occidente en la Edad Media.
Primero se celebraba como una conmemoración que se hacía después de la
celebración de la Pascua, ya que no había habido lugar en otros días, por su
asociación con Cristo en la pasión. No se sabe cuándo ni dónde se introdujo
esta conmemoración de la «Commendatio Beatae Mariae Virginis, que era un
recuerdo de la Virgen en el Calvario, y de la encomienda que Jesús había hecho
de ella a su discípulo Amado desde la Cruz.
En el siglo XIII los servitas, o siervos de
María, celebraban ya la «commendation, o recuerdo de María bajo la Cruz, con
oficio especial y misa. En el siglo XIV consta que se celebraba una fiesta
litúrgica en Alemania el viernes después del tercer domingo de Pascua. Más
adelante a esta celebración se le dio el título de Transfixio, seu de Martyrio
Cordis Beatae Mariae o De Lamentatione Beatae Mariae Vírginis o De Planctu
Beatae Mariae Virginis o, finalmente, De Doloribus Beatae Mariae Virginis.
En algunas iglesias se conmemoraban solamente
los cinco dolores de la Virgen. En el siglo XV, y más a partir del siglo XVII,
se celebraba la fiesta de la Dolorosa, principalmente entre los servitas, en
forma parecida a la actual. En ese siglo celebraban dos fiestas conmemorativas
de los siete dolores de María. Una en el viernes después del domingo de Pasión,
conocido como el «Viernes de Dolores»: y otra en el tercer domingo de
septiembre, con rito doble de II clase. El papa Benedicto XIII extendió a toda
la Iglesia la fiesta del «Viernes de Dolores» en 1472; y lo mismo hizo el papa
Pío VII en 1814 con la segunda fiesta, fijando su celebración en el día 15 de
septiembre.
Enrique Llamas, O.C.D.
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