viernes, 13 de septiembre de 2024

Párate un momento: El Evangelio del dia 15 - DE SEPTIEMBRE – DOMINGO – 23ª – SEMANA DEL T.O. – B - Nuestra Señora de los Dolores

 


15 - DE SEPTIEMBRE – DOMINGO

 23ª – SEMANA DEL T.O. – B -

Nuestra Señora de los Dolores

 

  Lectura del libro de Isaías (50,5-9a):

El Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Tengo cerca a mi defensor, ¿quién pleiteará contra mí? Comparezcamos juntos. ¿Quién tiene algo contra mí? Que se me acerque. Mirad, el Señor me ayuda, ¿quién me condenará?

 

Palabra de Dios

 

Salmo: 114, 1-2. 3-4. 5-6. 8-9

 

R/. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.

 

Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante, porque inclina su oído hacia mí el día que lo invoco. R/.

Me envolvían redes de muerte, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y angustia.

       Invoqué el nombre del Señor: «Señor, salva mi vida.» R/.

El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo; el Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas, me salvó. R/.

Arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída.

       Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida. R/.

 

Lectura de la carta del apóstol Santiago (2,14-18):

¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?

¿Es que esa fe lo podrá salvar?

Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice:

 «Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago», y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve?

Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta.

Alguno dirá: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe.»

 

Palabra de Dios

 

   Lectura del santo evangelio según san Marcos (8,27-35):

 

  En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino, preguntó a sus discípulos:

«¿Quién dice la gente que soy yo?»

Ellos le contestaron:

 «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.»

Él les preguntó:

«Y vosotros, ¿quién decís que soy?»

Pedro le contestó:

«Tú eres el Mesías.»

Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y empezó a instruirlos:

«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días.»

Se lo explicaba con toda claridad.

Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro:

«¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!»

Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo:

«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»

 

Palabra del Señor

 

Encuesta, examen teórico y ejercicio práctico

 


    La encuesta

  Cesarea de Felipe, junto a las fuentes del Jordán, es uno de los lugares más hermosos de Israel. El peregrino actual, que parte generalmente de Nazaret, tarda poco más de una hora en un cómodo autobús con aire acondicionado. Jesús y los discípulos tuvieron que hacer el camino a pie, salvando un desnivel de unos 800 metros: desde los 200 bajo el nivel del mar (Lago de Galilea) hasta los 500-600 sobre él (pie del monte Hermón). No es un paseo cualquiera. Hay tiempo para callar y tiempo para hablar. En esos momentos de comunicación, Jesús pregunta a los discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?».

  Hasta este momento, el evangelio de Mc ha ido planteando el enigma de quién es Jesús. Un personaje desconcertante, que enseña con autoridad y tiene poder sobre los espíritus inmundos (1,27), perdona pecados como si fuera Dios (2,7), escandaliza comiendo con publicanos y pecadores (2,16) y se considera con derecho a contravenir el sábado (2,27; 3,4). Los fariseos y los herodianos deciden muy pronto que debe morir (3,6), sus familiares piensan que está mal de la cabeza (3,21), los escribas que está endemoniado (3,22), y los de Nazaret no creen en él, lo siguen considerando el carpintero del pueblo (6,1-6). Mientras, los discípulos se preguntan desconcertados: «¿Quién es este que hasta el viento y el lago le obedecen?» (4,41). Ahora, cuando llegamos al centro del evangelio de Mc, Jesús aborda la cuestión capital: ¿quién es él?

  En aquel tiempo salió Jesús con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó:

«¿Quién dice la gente que soy yo?».

Ellos le dijeron:

«Unos que Juan el Bautista, otros que Elías y otros que uno de los profetas».

 

  Para la gente, Jesús no es un personaje real, sino un muerto que ha vuelto a la vida se trate de Juan Bautista, Elías, o de otro profeta. De estas opiniones, la más «teológica» y con mayor fundamento sería la de Elías, ya que se esperaba su vuelta, de acuerdo con Malaquías 3,23: «Yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible; reconciliará a padres con hijos, a hijos con padres, y así no vendré yo a exterminar la tierra». En cualquier caso, resulta interesante que el pueblo vea a Jesús en la línea de los antiguos profetas. En ello pueden influir muchos aspectos: su poder (como en los casos de Moisés, Elías y Eliseo), su actuación pública, muy crítica con la institución oficial, su lenguaje claro y directo, su lugar de actuación, no limitado al estrecho espacio del culto.

  Si la pregunta la hubiera formulado Jesús en nuestros días, la encuesta habría resultado más variada y desconcertante que entonces: Hijo de Dios, profeta, marido de la Magdalena, precursor de la dinastía merovingia…

 

    Examen teórico

Él les dijo:

«Y vosotros, ¿quién decís que soy?».

Pedro tomó la palabra y dijo:

«Tú eres el Mesías».

 

  Jesús quiere saber si sus discípulos comparten esta mentalidad o tienen una idea distinta. Es una pena que Pedro se lance inmediatamente a dar la respuesta; habría sido interesantísimo conocer las opiniones de los demás. Según Mc, la respuesta de Pedro se limita a las palabras «Tú eres el Mesías».

   ¿Qué significaba este título? En el Antiguo Testamento se refiere generalmente al rey de Israel; un personaje que se concebía elegido por Dios, adoptado por él como hijo, pero normal y corriente, capaz de los mayores crímenes. Sin embargo, la monarquía desapareció en el siglo VI a.C., y los grupos que esperaban la restauración de la dinastía de David fueron atribuyendo al mesías esperado cualidades cada vez más maravillosas.

  Los Salmos de Salomón, oraciones de origen fariseo compuestas en el siglo I a.C., describen detenidamente el papel del Mesías: librará a Judá del yugo de los romanos, eliminará a los judíos corruptos que los apoyan, purificará Jerusalén de toda práctica idolátrica, gobernará con justicia y rectitud, y su dominio se extenderá incluso a todas las naciones. Es un rey ideal, y por eso el autor del Salmo 17 termina diciendo: «Felices los que nazcan en aquellos días».

  Si imaginamos al grupo de Jesús, que vive de limosna, peregrina de un sitio para otro sin un lugar donde reclinar la cabeza, en continuo conflicto con las autoridades religiosas, decir que Jesús es el Mesías implica mucha fe en el personaje o una auténtica locura.

 

Lo que piensa Jesús de sí mismo

 

Y Jesús les ordenó que no se lo dijeran a nadie. Desde entonces comenzó a declararles que el hijo del hombre tenía que padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los maestros de la ley, morir y resucitar al tercer día. Esto lo decía con toda claridad.

 

   En contra de lo que cabría esperar, Jesús prohíbe terminantemente decir eso a nadie. Y en vez de referirse a sí mismo con el título de Mesías usa uno distinto: «Hijo del Hombre», que parece inspirado en Ezequiel (a quien Dios siempre llama «Hijo de Adán») y en Daniel.

  Lo importante no es el origen del título, sino cómo lo interpreta Jesús: el destino del Hijo del Hombre es padecer mucho, ser rechazado por las autoridades políticas, religiosas e intelectuales, morir y resucitar. En una concepción popular del Mesías, como la que podían tener Pedro y los otros, esto es inaudito. Sin embargo, la idea de un personaje que salva a su pueblo y triunfa a través del sufrimien­to y la muerte no es desconocida al pueblo de Israel. Un profeta anónimo la encarnó en el personaje del Siervo de Yahvé (Isaías 53).

 

  Conflicto entre Pedro y Jesús

 

Pedro se lo llevó aparte y se puso a reprenderle. Jesús se volvió y, mirando a sus discípulos, riñó a Pedro diciéndole:

«¡Apártate de mí, Satanás!, porque tus sentimientos no son los de Dios, sino los de los hombres».

 

   Igual que el poema del libro de Isaías, Jesús termina hablando de resurrección. Pero Pedro se queda en el sufrimiento. Se lleva a Jesús aparte y lo increpa, sin que Mc concrete las palabras que dijo.

   Jesús reacciona con enorme dureza. Pedro lo ha tomado aparte, pero él se vuelve hacia los discípulos porque quiere que todos se enteren de lo que va a decirle: «¡Retírate, Satanás! ¡Piensas al modo humano, no según Dios!» La mención de Satanás recuerda lo ocurrido después del bautismo, cuando Satanás somete a Jesús a las tentaciones. El puesto del demonio lo ocupa ahora Pedro, el discípulo que más quiere a Jesús, el que más confía en él, el más entusiasmado con su persona y su mensaje. Jesús, que no ha visto un peligro en las tentaciones de Satanás, si ve aquí un grave peligro para él. Por eso, su reacción no es serena, sino llena de violencia.

 

   Ejercicio práctico

 

    Llamó a la gente y a sus discípulos y les dijo: 

      «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio la salvará.

 

  De repente, el auditorio se amplía, y a los discípulos se añade la multitud. Las palabras que Jesús deberían desconcertarnos y provocar un rechazo. ¿Se imagina alguien a un político diciendo: «El que quiera votarme, que esté dispuesto a perder las elecciones e ir a la cárcel»? Pero el punto de vista de Jesús no es el de los políticos. No pretende ganar las elecciones en este mundo, sino en el futuro. Para Jesús, el mundo futuro es como un hotel de cinco estrellas; el mundo presente, una chabola asquerosa situada en el entorno más degradado imaginable. Todos podemos salir de la chabola y alojarnos en el hotel. Pero el camino es duro, empinado, difícil. Jesús se ofrece a ir delante, y deja en nuestras manos la decisión: el que se aferre a la chabola, en ella morirá; el que la abandone y lo siga, tendrá un durísimo camino, pero disfrutará del hotel.

 

  Y tú, ¿quién dices que es Jesús?

 

       El evangelio de hoy no puede leerse como simple recuerdo de algo el pasado. La pregunta de Jesús se sigue dirigiendo a cada uno de nosotros, y debemos pensar detenidamente la respuesta. No basta recurrir al catecismo («Segunda persona de la Santísima Trinidad») ni al Credo («Dios de Dios, luz de luz…»). Tiene que ser una respuesta personal, sentida. En la línea del evangelio de Juan: «El camino, la verdad y la vida». Pero, sea cual sea la respuesta, es más importante aún la decisión de seguir a Jesús con todas las consecuencias.

 

La aceptación del sufrimiento y la certeza del triunfo (1ª lectura: Isaías 50,5-10)

 

  En la concepción difundida a finales del siglo XIX por Bernhard Duhm, este fragmento sería el tercer canto dedicado al Siervo de Yahvé, un personaje misterioso, que termina salvando a su pueblo mediante el sufrimiento y la muerte. Es lógico que los cristianos vieran en él a Jesús (el 4º canto, Is 53, lo leemos el Viernes Santo).     

Jesús ha dicho en el evangelio que «el Hijo del hombre tiene que padecer y ser despreciado». Este breve poema anticipa esas ofensas: golpes, burlas, insultos, salivazos, antes de un juicio que se supone injusto. En este breve poema destacan dos detalles: la acción de Dios y la reacción del Siervo.            

La acción de Dios consiste en revelar a su servidor lo mucho que va a sufrir («me ha abierto el oído»), pero asegurándole que se mantendrá junto a él: «Mi Señor me ayudaba», «Tengo cerca a mi abogado», «El Señor me ayuda». Esto supone una gran novedad, porque en la teología habitual del Antiguo Oriente (y entre muchas personas de hoy día), el sufrimiento se interpreta como un castigo de Dios. En cambio, el Siervo está convencido de que no es así: el sufrimiento puede entrar en el plan de Dios, como un paso previo al triunfo, y en ningún momento deja Él de estar presente y ayudarle.

Por eso, la reacción del Siervo es de entrega total: no se rebela, no se echa atrás, ofrece la espalda y la mejilla a los golpes, no oculta el rostro a bofetadas y salivazos.

Si Pedro hubiera conocido y comprendido este texto de Isaías, no se habría indignado con las palabras de Jesús, que representan el punto de vista de Dios, mientras que él se deja llevar por sentimientos puramente humanos. Pero debemos reconocer que nuestro modo de pensar se parece mucho más al de Pedro que al de Jesús.

 

Una polémica muy antigua: la fe y las obras (2ª lectura: Santiago 2,14-18)

 

   «Genio y figura, hasta la sepultura». Eso le pasó a san Pablo. Radical antes de convertirse, lo siguió siendo en algunas cuestiones después de la conversión. Y su forma de expresarse se prestaba a ser mal interpretado. En su lucha con los cristianos judaizantes, partidarios de observar estrictamente la ley de Moisés, como si fuera ella quien nos salva, defiende que la salvación viene por la fe en Cristo. Él no excluye que el cristiano deba comportarse dignamente, todo lo contrario. Pero insiste tanto en la fe y en la libertad del cristiano que sus adversarios le acusaban de negar la necesidad de las buenas obras.

  En esta polémica se inserta el texto de la carta de Santiago, atacando la postura del que presume de tener fe, pero no hace nada bueno. El ejemplo que utiliza, la respuesta egoísta del que presume de tener fe a un hermano que pasa hambre, es esclarecedor y sigue inquietándonos actualmente.

Si el autor de la carta y Pablo se hubieran reunido a charlar, habrían estado plenamente de acuerdo. Pablo podría haberle leído un fragmento de su carta a los Gálatas, en la que viene a decir lo mismo: «Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad, pero no vayáis a tomar la libertad como estímulo del instinto; antes bien, servíos mutuamente por amor» (Gal 5,13). Nos salva Jesús y la fe en él, pero esa fe debe impulsarnos a una vida que no se deja arrastrar por los bajos instintos (fornicación, indecencia, desenfreno, reyertas, envidias, borracheras, comilonas, etc.), sino que está guiada por los frutos del Espíritu de Dios (amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad…,) (Gal 5,19-25).

 

Nuestra Señora de los Dolores

 



 

«Hay celebraciones que conmemoran acontecimientos salvíficos en los que la Virgen estuvo estrechamente vinculada al Hijo, como la memoria de la Virgen Dolorosa, ocasión propicia para revivir un momento decisivo de la historia de la salvación y para venerar, junto con el Hijo exaltado en la cruz, a la Madre que comparte su dolor» (Pablo VI, Marialis cultus).

 

       La fiesta litúrgica

La fe de la Iglesia ha reconocido siempre esta asociación de la Madre con el Hijo en la historia de la salvación, y en particular en los momentos de dolor y en los misterios de carácter y de valor propiamente sacrificial. Por eso, la Iglesia, desde la época de los Santos Padres, ha recordado con devota veneración los dolores de Nuestra Señora, interpretando la profecía de Simeón, y contemplando teológicamente el misterio de la Cruz. Orígenes y los escritores orientales principalmente vieron en la «espada de dolor» el símbolo de los dolores de la Madre del Mesías.

A partir del siglo VIII, los escritores eclesiásticos hablan de la «compasión» de la Virgen, es decir: de su participación en los dolores del crucificado, o de su «compadecimiento». Desde el siglo XII se dio culto a los cinco dolores de María, que más tarde pasaron a ser siete, La multiplicación de himnos de carácter religioso, composiciones poéticas en forma de «lamentaciones» o llanto de María», que dan lugar a un género de literatura muy peculiar, de carácter cultual: los planctus Mariae, que en parte pasan a las liturgias locales en la Edad Media, son un testimonio la devoción que el pueblo fiel profesaba a la Virgen Dolorosa.

La fiesta litúrgica propiamente dicha de la Virgen de los Dolores comenzó a celebrarse en Occidente en la Edad Media. Primero se celebraba como una conmemoración que se hacía después de la celebración de la Pascua, ya que no había habido lugar en otros días, por su asociación con Cristo en la pasión. No se sabe cuándo ni dónde se introdujo esta conmemoración de la «Commendatio Beatae Mariae Virginis, que era un recuerdo de la Virgen en el Calvario, y de la encomienda que Jesús había hecho de ella a su discípulo Amado desde la Cruz.

En el siglo XIII los servitas, o siervos de María, celebraban ya la «commendation, o recuerdo de María bajo la Cruz, con oficio especial y misa. En el siglo XIV consta que se celebraba una fiesta litúrgica en Alemania el viernes después del tercer domingo de Pascua. Más adelante a esta celebración se le dio el título de Transfixio, seu de Martyrio Cordis Beatae Mariae o De Lamentatione Beatae Mariae Vírginis o De Planctu Beatae Mariae Virginis o, finalmente, De Doloribus Beatae Mariae Virginis.

En algunas iglesias se conmemoraban solamente los cinco dolores de la Virgen. En el siglo XV, y más a partir del siglo XVII, se celebraba la fiesta de la Dolorosa, principalmente entre los servitas, en forma parecida a la actual. En ese siglo celebraban dos fiestas conmemorativas de los siete dolores de María. Una en el viernes después del domingo de Pasión, conocido como el «Viernes de Dolores»: y otra en el tercer domingo de septiembre, con rito doble de II clase. El papa Benedicto XIII extendió a toda la Iglesia la fiesta del «Viernes de Dolores» en 1472; y lo mismo hizo el papa Pío VII en 1814 con la segunda fiesta, fijando su celebración en el día 15 de septiembre.

 

Enrique Llamas, O.C.D.

 


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