27 - DE
SEPTIEMBRE – VIERNES –
25ª – SEMANA DEL T.O. – B –
San Vicente Paúl
Lectura del libro del
Eclesiastés (3,1-11):
Todo tiene su tiempo y sazón, todas las
tareas bajo el sol: tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de plantar, tiempo
de arrancar; tiempo de matar, tiempo de sanar; tiempo de derruir, tiempo de
construir; tiempo de llorar, tiempo de reír; tiempo de hacer duelo, tiempo de
bailar; tiempo de arrojar piedras, tiempo de recoger piedras; tiempo de
abrazar, tiempo de desprenderse; tiempo de buscar, tiempo de perder; tiempo de
guardar, tiempo de desechar; tiempo de rasgar, tiempo de coser; tiempo de
callar, tiempo de hablar; tiempo de amar, tiempo de odiar; tiempo de guerra,
tiempo de paz.
- ¿Qué saca el obrero de sus fatigas?
Observé todas las tareas que Dios encomendó a los hombres para afligirlos:
todo lo hizo hermoso en su sazón y dio al hombre el mundo para que pensara;
pero el hombre no abarca las obras que hizo Dios desde el principio hasta el
fin.
Palabra de Dios
Salmo: 143, 1a.2abc.3-4
R/. Bendito el Señor, mi Alcázar
Bendito el Señor, mi Roca, mi bienhechor, mi alcázar, baluarte
donde me pongo a salvo, mi escudo y mi refugio. R/.
Señor, ¿qué es el hombre para que te
fijes en él?; ¿qué los hijos de Adán para que pienses
en ellos?
El hombre es igual que un soplo; sus días, una
sombra que pasa. R/.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (9,18-22):
Una vez que Jesús estaba orando solo, en
presencia de sus discípulos, les preguntó:
«¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos contestaron:
«Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la
vida uno de los antiguos profetas.»
Él les preguntó:
«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»
Pedro tomó la palabra y dijo:
«El Mesías de Dios.»
Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió:
«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los
ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer
día.»
Palabra del Señor
1. En
los tres evangelios sinópticos se dice que cuando Pedro, en nombre de los
discípulos, confesó que Jesús era el Mesías (Mt 16, 16; Mc 8, 29; Lc 9, 20) e incluso el Hijo de Dios (Mt 16, 16), la respuesta de Jesús, después de
aceptar que efectivamente era así (Mt 16, 17), fue una prohibición y un
anuncio.
Jesús les
prohibió terminantemente decir a nadie que él era el Mesías (Mt 16, 20; Mc 8,
30; Lc 21, 22). Y les anunció que le esperaba un final de fracaso, sufrimiento
y muerte (Mt 16, 21; Mc 8, 31; Lc 9, 22).
2. Dos
cosas quedan claras:
1) Jesús no quería popularidad en un país en el que se esperaba la llegada de un Mesías que era deseado como un militar,
guerrero y victorioso (O. Cullmann, V. Taylor, J. Schmid), lo que se refuerza
con el anuncio que Jesús hace a continuación (J. Gnilka).
2) Jesús
asumió conscientemente una forma de vida que le llevó a lo que se anuncia aquí:
el rechazo y la condena muerte de los dirigentes
oficiales de la religión.
3. Estos
hechos han sido leídos, interpretados y vividos de forma que han hecho del
cristianismo, para la mentalidad de mucha gente, una religión que tiene su
centro en el fracaso y no en el éxito, en el sufrimiento y no en la felicidad,
en la muerte y no en la vida, la vida que vivimos en este mundo.
Así, la
humanidad de Jesús, y la humanización del Evangelio, al ser leídas e
interpretadas como divinidad de Cristo, y como divinización del cristiano, han
dado paso y han justificado una teología y una espiritualidad que le dicen a la
gente que, para lograr esa divinización y sus premios eternos, lo que hay que
hacer en esta vida es mortificarse, someterse, callar y aguantar con
paciencia. Porque la felicidad no está en esta vida, sino en la
otra.
Ahora bien,
cuando hacemos eso, no se nos pasa por la cabeza que lo que Jesús hizo, y por
lo que se jugó la vida, fue aliviar los sufrimientos de esta vida, dignificar a
los pobres y excluidos de este mundo. Porque en el centro de las preocupaciones
de Jesús siempre estuvo humanizar este mundo y hacer más soportable esta vida. Solo así es posible alcanzar lo que la fe nos dice
que es la eternidad.
San Vicente Paúl
1580 – 1660.
Nació en Pouy (Gascuña, Francia) en 1580 –aunque algunas autoridades han dicho 1576–, y
murió en París el 27 de septiembre de 1660. Nacido
en una familia campesina, estudió humanidades en Dax con los Cordeleros, y
Teología, estudios interrumpidos por una breve estancia en Zaragoza, en
Toulouse, donde se graduó. Se ordenó sacerdote en 1600 y permaneció en Toulouse
o en sus proximidades trabajando como tutor mientras continuaba con sus propios
estudios. En 1605, regresó a Marsella, donde había ido a causa de una herencia,
pero allí fue hecho prisionero por piratas turcos, que lo llevaron a Túnez. Fue
vendido como esclavo, pero escapó en 1607 con su amo, un renegado al que
convirtió. De regreso a Francia, fue a Aviñón a ver al vice legado papal, al
que siguió a Roma para continuar sus estudios. Fue enviado de vuelta a Francia
en 1609, en una misión secreta cerca de Enrique IV; fue nombrado capellán de la
reina Margarita de Valois, y se le ofreció la pequeña abadía de
Saint-Léonard-de-Chaume. A petición del señor de Bérulle, fundador del
Oratorio, se encargó de la parroquia de Clichy, cerca de París, pero varios
meses más tarde (1612) entró al servicio de los Gondi, una ilustre familia
francesa, para educar a los hijos de Philippe-Emmanuel de Gondi. Llegó a ser el
director espiritual de la señora de Gondi. Con la ayuda de ésta, comenzó a
fundar misiones en sus terrenos; pero, para eludir el aprecio de que era
objeto, dejó a los Gondi y, con la aprobación del señor de Bérulle, se nombró
cura de Chatillon-les-Dombes (Bresse), donde convirtió a varios protestantes y
fundó la primera cofradía de caridad para asistencia de los pobres. Los Gondi
le pidieron que volviera y lo hizo cinco meses después, reanudando las misiones
campesinas. Varios cultos sacerdotes de París, seducidos por su ejemplo, se
unieron a él. En casi todas estas misiones se fundó una cofradía de caridad
para asistencia de los pobres; entre éstas se destacan las de Joigny, Châlons,
Mâcon y Trévoux, que duraron hasta la Revolución.
Después de los pobres, la atención de Vicente
se dirigió hacia los condenados a galeras, que estaban sometidos al señor de
Gondi como general de las galeras de Francia. Antes de ser conducidos a bordo
de las galeras o cuando la enfermedad los obligaba a desembarcar, los
condenados eran apiñados en húmedos calabozos con grilletes en los tobillos, y
su única comida era pan negro y agua; y estaban cubiertos de llagas y
sabandijas. Su estado moral era más espantoso aún que su sufrimiento físico.
Vicente deseaba aliviar ambos. Asistido por un sacerdote, comenzó a visitar a
los condenados a galeras de París, a los que hablaba empleando palabras dulces,
prestándoles cualquier servicio, por muy repulsivo que fuera. De este modo se
ganó sus corazones, convirtió a muchos de ellos y logró que varias personas que
venían a visitarlos intercedieran por ellos. Vicente compró una casa y
estableció en ella un hospital. Poco después Luis XIII lo nombró capellán real
de las galeras, título que Vicente aprovechó para visitar las galeras de
Marsella, donde los condenados eran tan desdichados como en París; los colmó de
sus cuidados, además de planear construir un hospital para ellos, pero esto no
pudo hacerlo hasta diez años más tarde. Mientras tanto, fundó, en la galera de
Burdeos, como en las de Marsella, una misión, que fue coronada por el éxito
(1625).
Sociedad de la Misión
El bien llevado a cabo por estas misiones
llevó a Vicente, con el impulso de la señora de Gondi, a fundar su instituto
religioso de sacerdotes dedicado a la evangelización del pueblo: la Sociedad de
la Misión.
Por experiencia, San Vicente había aprendido
que el bien que hacían las misiones no podía durar a menos que hubiera
sacerdotes que se ocuparan de ello, pero en esa época había pocos en Francia.
Desde el Concilio de Trento los obispos habían estado esforzándose por fundar
seminarios para su formación, pero estos seminarios encontraron muchos
obstáculos, el mayor de los cuales eran las guerras de religión. De los veinte
fundados, en 1625 no sobrevivían ni diez. La asamblea general del clero francés
expresó el deseo de que los candidatos a las Sagradas Órdenes fueran admitidos
solamente después de unos días de recogimiento y retiro. A petición del obispo
de Beauvais, Potierdes Gesvres, Vicente emprendió en Beauvais (septiembre de
1628) el primero de estos retiros. Según su plan, comprendían conferencias
ascéticas e instrucciones acerca del conocimiento de lo más indispensable para
los sacerdotes. Su principal servicio fue que dieron lugar a lo que
posteriormente se llamaron seminarios. Al principio sólo duraban diez días,
pero ampliándolos gradualmente a 15 ó 20 días, luego a uno, dos o tres meses
antes de cada orden, los obispos consiguieron prolongar el periodo de estancia
a dos o tres años entre la filosofía y el acceso al sacerdocio. Existían unos
seminarios llamados de ordenandos, luego seminarios mayores, cuando se fundaron
los seminarios menores. Nadie hizo más que Vicente en lo que atañe a esta doble
creación. Ya en 1635 había establecido un seminario en el Collège des
Bons-Enfants. Ayudado por Richelieu, que le dio mil coronas, sólo admitió a
eclesiásticos que estudiaran teología (seminario mayor), fundando paralelamente
un seminario menor llamado de San Carlos para sacerdotes que estudiaran
humanidades (1642). Había enviado a algunos de sus sacerdotes al obispo de
Annecy (1641) para dirigir su seminario, y colaboró con los obispos para fundar
otros en sus diócesis facilitándoles sacerdotes para dirigirlos. Así, a su
muerte había aceptado la dirección de once seminarios. Antes de la Revolución
su congregación dirigía en Francia cincuenta y tres seminarios mayores y nueve
menores, esto es, un tercio de todos los de Francia.
La conferencia eclesiástica completó la labor
de los seminarios. Desde 1633 San Vicente celebró una cada martes en
Saint-Lazare, en la que se reunían todos los sacerdotes deseosos de
conferenciar en común sobre las virtudes y las funciones de su estado. Participaron,
entre otros, Bossuet y Tronson. Con las conferencias, San Vicente instituyó en
St.-Lazare retiros abiertos para laicos y sacerdotes. Se estima que en los
veinte últimos años de la vida de San Vicente asistían con regularidad más de
ochocientas personas al año, más de 20.000 en total. Estos retiros contribuían
en gran medida a infundir un espíritu cristiano en el pueblo, pero imponían
gravosos sacrificios a la casa de St.-Lazare. Nada se exigía a los
participantes; cuando se trataba del bienestar de las almas, Vicente no
reparaba en gastos. Ante las quejas de sus compañeros, que deseaban dificultar
la admisión a los retiros, un día consintió en ello. Al atardecer nunca había
habido tantos admitidos; cuando un fraile le informó azorado de que no cabían
más, Vicente le respondió: “Bueno, dadles mi habitación”.
Obras de caridad
Vicente de Paúl había establecido las Hijas
de la Caridad casi al mismo tiempo que los ejercicios para ordenandos. Al
principio se pretendía que éstas ayudaran a las conferencias de caridad. Cuando
estas conferencias se establecieron en París (1629), las damas que se unieron a
ellas estaban ansiosas por dar limosnas y visitar a los pobres, pero a menudo
no sabían cómo ocuparse de ellos y enviaban a sus criados en su lugar para que
hicieran lo que fuera necesario. Vicente concibió la idea de reclutar a jóvenes
piadosas para este servicio. Al principio fueron distribuidas individualmente
por las diversas parroquias en que estaban establecidas las conferencias y
visitaban a los pobres con estas damas de las conferencias o, cuando era
necesario, se ocupaban de ellas en su ausencia. En el reclutamiento, la
formación y la dirección de estas servidoras de los pobres, Vicente encontró
estimable ayuda en la señorita Legras. Cuando su número aumentó, las agrupó en
una comunidad bajo su dirección, pronunciando él una conferencia semanal
apropiada a su condición. (Para más detalles, véase Hermanas de la Caridad.)
Junto a las Hijas de la Caridad, Vicente de Paúl obtuvo para los pobres los
servicios de las Damas de la Caridad, a petición del arzobispo de París. Agrupó
(1634) bajo este nombre a algunas mujeres piadosas que estaban decididas a
atender a los pobres enfermos que entraran en el Hôtel-Dieu hasta un número de
20 mil ó 25 mil por año; también visitan las cárceles. Entre ellas había hasta
200 damas del más alto rango. Tras haber redactado su regla, San Vicente apoyó
y estimuló su caritativo celo. Gracias a ellas, fue capaz de recoger las
enormes sumas que distribuían en socorro de todos los desgraciados. Entre las
obras que podía llevar a cabo gracias a esa colaboración, una de las más
importantes era el auxilio a los pródigos, que en esta época eran
deliberadamente deformados por personas sin escrúpulos para poder explotar la
piedad de la gente. Otros eran recogidos en un asilo municipal llamado “La
couche”, donde a menudo eran maltratados o se les dejaba morir de hambre. Las
Damas de la Caridad empezaron por adquirir un grupo de doce niños, que fueron
instalados en una casa especial confiada a las Hijas de la Caridad y cuatro
enfermeras. Así, años más tarde, el número de niños alcanzó la cantidad de 4
mil; su mantenimiento costaba 30 mil libras, que ascendió a 40 mil con el
incremento en el número de niños.
Con la ayuda de un generoso desconocido, que
puso a su disposición la suma de 10 mil libras, Vicente fundó el Hospicio del
Nombre de Jesús, donde cuarenta ancianos y ancianas hallaron un refugio y
trabajo adecuado para ellos. En la actualidad se llama Hospital de los
Incurables. La misma beneficencia se extendió a todos los pobres de París, pero
la creación del Hospital General fue una idea de las Damas de la Caridad, en
particular de la duquesa de Aiguillon. Vicente hizo suya la idea y contribuyó
como nadie a la realización de una de las mayores obras de caridad del siglo
XVII; la acogida de 40 mil pobres en un asilo donde encontrarían un trabajo
útil. En respuesta a la petición de San Vicente, las contribuciones llegaron a
raudales. El Rey cedió los terrenos de la Salpétrière para la construcción del
hospital, con un capital de 50 mil libras y una dotación de 3 mil. El cardenal
Mazarino envió 100 mil libras; el presidente de Lamoignon, 20 mil coronas; y la
señora de Bullion, 60 mil libras. San Vicente encargó la tarea a las Hijas de
la Caridad y las apoyó con todo su poder.
La caridad de San Vicente no se limitaba a
París, sino que llegaba a todas las provincias desoladas por la miseria.
Durante el periodo francés de la guerra de los Treinta Años, Lorena,
Trois-Évêchés, el Franco Condado y Champaña padecieron durante casi un cuarto
de siglo todos los horrores y los azotes de la guerra. Vicente solicitó a las
Damas de la Caridad su ayuda urgente; se estima que con sus reiteradas
peticiones consiguió 12 mil libras. Cuando se acabó el dinero, volvió a recoger
limosnas, que enviaba sin tardanza a los distritos más afectados. Cuando las
contribuciones empezaron a disminuir, Vicente decidió imprimir y divulgar las
cuentas que le enviaban de esos distritos desolados; esto tuvo mucho éxito,
llegando a publicar un periódico llamado “Le magasin charitable”. Vicente lo
aprovechó para fundar en las provincias arruinadas los “potages économiques”,
una tradición que permanece en nuestras modernas cocinas económicas. Él mismo
compiló cuidadosamente las instrucciones relativas al modo de preparación de
estos “potages” y la cantidad de grasa, mantequilla, verduras y pan que se
debían emplear. Apoyó la fundación de congregaciones que se encargaban de
enterrar a los muertos y de eliminar la suciedad, permanente causa de
enfermedades. Frecuentemente las dirigían misioneros y Hermanas de la Caridad.
Al mismo tiempo, con el propósito de apartarlas de la brutalidad de los
soldados, llevó a París a 200 jóvenes, que alojó en varios conventos, y
numerosos niños, que acogió en St.-Lazare. Incluso fundó una organización
especial para auxilio de los nobles de Lorena que habían buscado refugio en
París. Tras la paz general, dirigió su preocupación y sus limosnas a los
católicos irlandeses e ingleses que habían sido expulsados de su país.
Todas estas actividades habían hecho famoso a
Vicente de Paúl en París e incluso en la Corte. Richelieu a veces lo recibía y
escuchaba favorablemente sus peticiones; lo ayudó en sus primeras fundaciones
de seminarios y estableció una casa para sus misioneros en el pueblo de
Richelieu. En su lecho de muerte Luis XIII deseaba ser asistido por él: “Oh,
señor Vicente”, decía, “si recupero la salud, no nombraré a ningún obispo que
no haya pasado tres años con vos”. Su viuda, Ana de Austria, nombró a Vicente miembro
del Consejo de Conciencia, encargado de las propuestas de beneficios. Estos
honores no alteraron la modestia y la sencillez de Vicente. Sólo iba a la Corte
por necesidad, vistiendo un sencillo atuendo. No empleaba su influencia más que
para el bienestar de los pobres y en interés de la Iglesia. Bajo Mazarino,
cuando París se levantó en la época de la Fronda (1649) contra la regente Ana
de Austria, que fue obligada a retirarse a St.-Germain-en-Laye, Vicente afrontó
todos los riesgos implorando clemencia para ella en nombre del pueblo de París
y osó aconsejarle el sacrificio del cardenal ministro para evitar los males que
la guerra amenazaba con llevar al pueblo. También reconvino al mismo Mazarino.
Su consejo no fue escuchado. San Vicente redobló entonces sus esfuerzos para
aliviar los males de la guerra en París. Su beneficencia socorría diariamente a
15 mil ó 16 mil refugiados; sólo en la parroquia de San Pablo las Hermanas de
la Caridad ofrecían sopa diariamente a 500 pobres, aparte de cuidar a 60 u 80 enfermos.
En aquel tiempo, Vicente, sin preocuparse por los peligros que corría,
multiplicó cartas y visitas a la Corte de St. Denis para conseguir paz y
clemencia; incluso escribió una carta al Papa pidiéndole que interviniera e
interpusiera su mediación para acelerar la paz entre las dos partes.
El jansenismo también manifestó su apego a la
fe y el uso de sus influencias en su defensa. Cuando Duvergier de Hauranne, más
tarde abad de St. Cyran, llegó a París (aproximadamente en 1621), Vicente de
Paúl mostró algún interés en él por ser compatriota y sacerdote como él y por
percibir en él sabiduría y piedad. Pero, cuando se informó mejor acerca de los
fundamentos de sus ideas sobre la gracia, lejos de ser engañado por ellas, se
esforzó por apartarlo del camino del error. Cuando el “Augustinus” de Jansenio
y “Comunión Frecuente” de Arnauld revelaron las auténticas ideas y opiniones de
la secta, Vicente se dispuso a combatir; persuadió al obispo de Lavaur, Abra de
Raconis, para que escribiera contra ellas. En el Consejo de Conciencia se opuso
a la admisión a beneficios de cualquiera que las compartiera, y se unió al
canciller y al nuncio en la busca de medios para resistir su progreso. A
iniciativa suya algunos obispos de St. Lazare decidieron informar al Papa de
estos errores. San Vicente persuadió a ochenta y cinco obispos para que
solicitaran la condena de las cinco famosas proposiciones, y convenció a Ana de
Austria para que escribiera al Papa para acelerar su decisión. Cuando las cinco
proposiciones hubieron sido condenadas por Inocencio X (1655) y Alejandro VII
(1656), Vicente procuró que todos aceptaran esta sentencia. Su celo por la Fe,
empero, no le hizo olvidar su caridad, lo cual demostró con St. Cyran, a quien
Richelieu había encarcelado (1638); se dice que asistió a su funeral. Una vez
Inocencio X hubo anunciado su decisión, fue a los solitarios de Port-Royal para
felicitarlos por su intención, previamente manifestada, de someterse por
completo. Además, rogó a los predicadores conocidos por su celo antijansenista
que evitaran en sus sermones todo aquello que pudiera amargar a sus
adversarios. Las órdenes religiosas también se beneficiaron de la gran
influencia de Vicente. No sólo ejerció mucho tiempo la dirección de las
Hermanas de la Visitación, fundadas por Francisco de Sales, sino que también recibió
en París a las Religiosas del Santísimo Sacramento, apoyó la existencia de las
Hijas de la Cruz (cuyo objetivo era educar a muchachas campesinas) y animó la
reforma de los benedictinos, los cistercienses, los antonianos, los agustinos,
los premonstratenses y la Congregación de Grandmont. El cardenal de La
Rochefoucault, a quien se había encomendado la reforma de las órdenes
religiosas de Francia, nombró a Vicente su mano derecha y le obligó a
permanecer en el Consejo de Conciencia.
El celo y la caridad de Vicente atravesaron
las fronteras de Francia. Ya en 1638 encargó a sus sacerdotes que predicaran a
los pastores de la Campania, que ofrecieran en Roma y Génova los ejercicios
para ordenandos y que establecieran misiones en Saboya y Piamonte. Envió otras
a Irlanda, Escocia, las Hébridas, Polonia y Madagascar (1648-60). De todas las
obras llevadas a cabo en el extranjero, quizá ninguna le interesó tanto como la
de los pobres esclavos de Berbería, cuya suerte compartió una vez. Había entre
25 mil y 30 mil de estos desgraciados repartidos sobre todo entre Túnez, Argel
y Bizerta. Cristianos en su mayor parte, habían sido apartados de sus familias
por los corsarios turcos. Eran tratados como auténticas bestias de cargas,
condenados a terribles trabajos, sin ningún cuidado físico o espiritual.
Vicente no dejó nada por hacer para enviarles ayuda, y, ya en 1645, les envió
un sacerdote y un fraile, que fueron seguidos por otros. Vicente incluso había
hecho que uno de ellos fuera investido con la dignidad de cónsul para que
pudiera trabajar más eficazmente para los esclavos. Les envió frecuentes
misiones y les aseguró los servicios de la religión. Al mismo tiempo actuaron
como agentes con sus familias y fueron capaces de liberar a algunos de ellos. A
la muerte de San Vicente, estos misioneros habían rescatado a 1.200 esclavos,
habiendo gastado 1.200.000 libras en los esclavos de Berbería, por no mencionar
las ofensas y persecuciones de todo tipo que ellos mismos padecieron por parte
de los turcos. Esta vida exterior, tan fructífera en obras, tenía su origen en
un profundo espíritu religioso y en una vida interior de maravillosa
intensidad. Era particularmente fiel a las obligaciones de su estado,
obedeciendo con atención las sugerencias de fe y piedad y consagrándose con
devoción a la oración, la meditación y los ejercicios religiosos y ascéticos.
De mente práctica y prudente, no dejó nada al azar; su desconfianza en sí mismo
sólo era igualada por su confianza en la Providencia. Cuando fundó la Sociedad
de la Misión y las Hermanas de la Caridad, se abstuvo de darles instrucciones
fijas por adelantado; sólo tras varios intentos y una larga experiencia decidió
en los últimos años de su vida darles reglas definitivas. Su celo por las almas
no conocía límite; todas las ocasiones eran para él oportunidades para ponerlo
en práctica. Cuando murió, los pobres de París perdieron a su mejor amigo y la
humanidad, un benefactor sin par en tiempos modernos.
Cuarenta años después (1705), el Superior
General de los lazaristas solicitó la iniciación del proceso de canonización.
Muchos obispos, entre ellos Bossuet, Fénelon, Fléchier y el Cardenal de
Noailles, apoyaron la petición. El 13 de agosto de 1729 fue beatificado por
Benedicto XIII, y canonizado por Clemente XII el 16 de junio de 1737. En 1885
León XIII lo nombró patrón de las Hermanas de la Caridad. En el curso de su
larga y ajetreada vida, Vicente de Paúl escribió un gran número de cartas,
estimadas en no menos de 30 mil. Tras su muerte se comenzó la tarea de
recopilarlas, y en el siglo XVIII se habían reunido 7 mil; muchas se han
perdido desde entonces. Las que se han conservado se publicaron con errores
bajo el título de “Lettres et conférences de St. Vincent de Paul” (supplément,
Paris, 1888); “Lettres inédites de saint Vincent de Paul” (coste in “Revue de
Gascogne”, 1909, 1911); “Lettres choisies de saint Vincent de Paul"
(Paris, 1911); el total de cartas publicadas es de unas 3.200. También se han
recogido y publicado sus “Conférences aux missionaires" (Paris, 1882) y
“Conférences aux Filles de la Charité” (Paris, 1882).
ANTOINE DEGERT
(Fuente: enciclopedia católica)
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