17 - DE NOVIEMBRE
– DOMINGO –
33ª – SEMANA DEL T.O. – B –
SANTA ISABEL DE HUNGRIA
Lectura de la profecía de Daniel (12,1-3):
Por aquel tiempo
se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo: serán tiempos
difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora. Entonces
se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro. Muchos de los que
duermen en el polvo despertarán: unos para vida eterna, otros para ignominia
perpetua. Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que
enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad.
Palabra de Dios
Salmo: 15,5.8.9-10.11
R/. Protégeme, Dios mío, que me
refugio en ti
El Señor es el
lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en
tu mano.
Tengo siempre presente al Señor, con él a mi
derecha no vacilaré. R/.
Por eso se me
alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena.
Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu
fiel conocer la corrupción. R/.
Me enseñarás el
sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha. R/.
Lectura de la carta a los Hebreos
(10,11-14.18):
Cualquier otro
sacerdote ejerce su ministerio, diariamente ofreciendo muchas veces los mismos
sacrificios, porque de ningún modo pueden borrar los pecados. Pero Cristo
ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio; está sentado a
la derecha de Dios y espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean
puestos como estrado de sus pies. Con una sola ofrenda ha perfeccionado para
siempre a lo que van siendo consagrados. Donde hay perdón, no hay ofrenda por
los pecados.
Palabra de Dios
Lectura del santo evangelio según san Marcos
(13,24-32):
En aquel tiempo,
dijo Jesús a sus discípulos:
«En aquellos días, después de esa gran
angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las
estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al
Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los
ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a
horizonte.
Aprended de esta parábola de la higuera:
Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano
está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a
la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla.
El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora
nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.»
Palabra del Señor
Años terribles y palabras de consuelo.
Las lecturas del penúltimo domingo del
Tiempo Ordinario parecen trasladarnos siempre a un mundo de ciencia ficción,
difícil de ser tomado en serio. Sin embargo, los tres evangelios sinópticos
contienen este discurso de Jesús sobre el fin del mundo. Lo cual significa que,
para los primeros cristianos, era algo esencial: un mensaje de esperanza y
consuelo en medio de las persecuciones.
La 1ª lectura y el evangelio coinciden en ser
la respuesta a momentos de crisis, mucho más profundas de las que nosotros a
veces padecemos. Ambos textos pretenden consolar a los que atraviesan esta dura
prueba.
Tres años
terribles (169-167 a.C.)…
Los años 169-167 a.C. fueron
especialmente duros para los judíos.
El 169, Antíoco Epífanes, rey de Siria,
invadió Jerusalén, entró en el templo y robó todos los objetos de valor, después de verter mucha sangre.
El
167, un oficial del fisco enviado por el rey mata a
muchos israelitas, saquea la ciudad, derriba sus casas y la muralla, se lleva
cautivos a las mujeres y los niños, y se apodera del ganado. Al mismo tiempo,
Antíoco, obsesionado por imponer la cultura griega en todos sus
territorios, prohíbe a los judíos ofrecer sacrificios en el
templo, guardar los sábados y las fiestas, y circuncidar a los niños [como si a
nosotros nos prohibieran celebrar la eucaristía y bautizar a los niños];
y manda contaminar el templo construyendo altares y capillas
idolátricas, y sacrificando en él cerdos y animales inmundos.
Estos acontecimientos provocaron dos
reacciones muy distintas: una militar, la rebelión de los Macabeos; otra
teológica, la esperanza apocalíptica, que encontramos reflejada en la 1ª
lectura de hoy.
Apocalipsis significa “revelación”,
“desvelamiento de algo oculto”. La literatura apocalíptica pretende revelar un
secreto escondido, que se refiere al fin del mundo: momento en que
sucederá, señales que lo precederán, instauración definitiva
del Reino de Dios.
Es una literatura de tiempos de opresión, de
lucha a muerte por la supervivencia, de búsqueda de consuelo y de unas ideas
que den sentido a su vida. La única solución consiste en que Dios intervenga
personalmente, ponga fin a este mundo malo presente y dé paso al mundo bueno
futuro, el de su reinado.
… y la respuesta del libro
de Daniel (1ª lectura)
En aquel tiempo surgirá Miguel, el gran príncipe que defiende a los hijos
de tu pueblo. Será aquél un tiempo de angustia como no habrá habido hasta
entonces otro desde que existen las naciones. En aquel tiempo se salvará tu
pueblo: todo los que se encuentren inscritos en el Libro. Muchos de los que
duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna,
otros para el oprobio, para el horno eterno.
Los doctos brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a
la multitud la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad.
Se anuncia al profeta que habrá un
tiempo de angustia como no lo ha habido nunca; pero, al final, se salvará su
pueblo, mientras que los malvados serán castigados. Todo esto no puede ocurrir
en este mundo, el autor está convencido de que este mundo no tiene remedio.
Ocurrirá en el mundo futuro, cuando unos resuciten para ser recompensados y
otros para ser castigados. Entre los buenos el autor destaca a los doctos, a los que enseñaron a
la multitud la justicia, que brillarán como las estrellas, por toda la
eternidad. Con ello deja clara su opción política y religiosa: la solución no
está en las armas, como piensan los Macabeos.
Una
década fatal (60-70 d.C.)…
No sabemos con seguridad cuándo se
escribió el primer evangelio. Pero lo que ocurrió en la década de los 60 del
siglo I ayuda a comprender lo que dice el texto de este domingo.
El año 61 hubo un gran terremoto en
Asia Menor que destruyó doce ciudades en una sola noche (lo cuenta Plinio en
su Historia natural 2.86). El 63 hubo un terremoto en Pompeya
y Herculano, distinto de la erupción del Vesubio el año 79. El 64 tuvo lugar el
incendio de Roma, al parecer decidido por Nerón y del que culpó a los
cristianos. El 66 se produce la rebelión de los judíos contra Roma; la guerra
durará hasta el año 70 y terminará con el incendio del templo y de Jerusalén.
El 68 hubo otro terremoto en Roma, poco antes de la muerte de Nerón. El 69,
profunda crisis a la muerte de Nerón, con tres emperadores en un solo año
(Otón, Vitelio y Vespasiano). En la mentalidad apocalíptica, terremotos,
incendios, guerras, disensiones son signos indiscutibles de que el fin del
mundo es inminente.
Por otra parte, la comunidad cristiana sufre
toda clase de problemas. Unos son de orden externo, provocados por las
persecuciones de judíos y paganos: se les acusa de rebeldes contra Roma, de
infanticidio y de orgías durante sus celebraciones litúrgicas; se representa a
Jesús como un crucificado con cabeza de asno. Otros problemas son de orden
interno, provocados por la aparición de individuos y grupos que se apartan de
las verdades aceptadas. La primera carta de Juan reconoce que “han venido
muchos anticristos”, no uno solo (1 Jn 2,18), y que “salieron de entre
nosotros”.
… y la
respuesta del evangelio de Marcos
En este ambiente tan difícil, el evangelio
de Marcos también ofrece esperanza y consuelo mediante un largo discurso
(capítulo 13). Todo comienza con un comentario ocasional de Jesús. Estando en
el monte de los Olivos, donde se goza de una vista espléndida del templo, dice
a los discípulos: «¿Veis esos grandes edificios? Pues se derrumbarán sin que quede piedra
sobre piedra.»
A
ellos les falta tiempo para identificar la destrucción del templo con el fin
del mundo. Entonces, Pedro, Santiago, Juan
y Andrés le preguntan en privado: «- ¿Cuándo sucederá todo eso? -
¿Y cuál es la señal de que todo está para acabarse?»
Los dos temas que obsesionan a la
apocalíptica: saber qué señales precederán al fin del mundo y
en qué momento exacto tendrá lugar. La lectura de este domingo
ha seleccionado algunas frases del final del discurso, en las que reaparecen
estas dos preguntas, pero en orden inverso: primero se habla de las señales,
luego del tiempo. En medio, la gran novedad, algo por lo que no han preguntado
los discípulos: la venida gloriosa del Señor.
Las señales del fin y la venida del Señor
Mas por esos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, la
luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas
que están en los cielos serán sacudidas. Y entonces verán al Hijo del hombre
que viene entre nubes con gran poder y gloria; entonces enviará a los ángeles y
reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra
hasta el extremo del cielo.
Las
señales no acontecen en la tierra, sino en el cielo: el sol se oscurece, la
luna no ilumina, las estrellas caen del cielo. Pero lo que ocurre no provoca el
pánico de la humanidad. Porque la desaparición del universo antiguo da lugar a
la venida gloriosa del Señor y a la salvación de los elegidos. Indico
algunos detalles de interés en estos versículos.
1) A Dios no se lo menciona
nunca. Todo se centra, como momento culminante, en la
aparición gloriosa de Jesús.
2) De acuerdo con algunos
textos apocalípticos judíos, se pone de relieve la salvación de los elegidos.
Esto demuestra el carácter optimista del discurso, que no pretende asustar,
sino consolar y fomentar la esperanza, aunque no encubre los difíciles momentos
por los que atravesará la Iglesia.
3) A diferencia de otros textos
apocalípticos, que conceden gran importancia a la descripción del mundo futuro,
aquí no se hace la menor referencia a ese tema, como si pudiera descentrar la
atención de la figura de Jesús.
El momento del fin
"De la higuera aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están
tiernas y brotan hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros,
cuando veáis que sucede esto, sabed que Él está cerca, a las puertas. Yo os
aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda.
El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Pero de aquel
día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo
el Padre."
La
parte final contiene tres afirmaciones distintas:
1) vosotros podéis saber cuándo se acerca el
fin (parábola de la higuera);
2) el fin tendrá lugar en vuestra misma
generación;
3) el día y la hora no lo sabe más que Dios
Padre.
La segunda es la más problemática. Si se
refiere a la caída de Jerusalén no plantea problema, porque tuvo lugar el año
70. Pero, si se refiere al fin del mundo, no se realizó. A pesar de todo, es
posible que así la interpretasen muchos cristianos, convencidos de que el fin
del mundo era inminente. Así pensó Pablo en los primeros años de su actividad
apostólica.
Pero nos debe quedar claro lo que se dice al
final: nadie sabe el día ni la hora, y lo importante no es
discutir o calcular, sino mantener una actitud vigilante [este tema,
importantísimo, lo ha suprimido la liturgia de forma incomprensible].
Una omisión incomprensible
El
discurso no termina ahí. Añade una exhortación capital: «¡Atención, estad
despiertos!». Lo importante no es discutir o calcular, sino mantener una
actitud vigilante, esperando contra toda esperanza. Los miles de personas que
están ayudando de forma muy sacrificada a las víctimas de Ucrania, Gaza,
Líbano, Valencia… nos enseñan cómo debemos responder a las múltiples tragedias
de nuestro mundo.
SANTA ISABEL DE HUNGRIA
santa Isabel de Hungría, que siendo casi
niña se casó con Luis, landgrave de Turingia, a quien dio tres hijos, y al
quedar viuda, después de sufrir muchas calamidades y siempre inclinada a la
meditación de las cosas celestiales, se retiró a Marburgo, en la actual
Alemania, en un hospital que ella misma había fundado, donde, abrazándose a la
pobreza, se dedicó al cuidado de los enfermos y de los pobres hasta el último
suspiro de su vida, que fue a los veinticinco años de edad († 1231).
Biografía
A los cuatro
años había sido prometida en matrimonio, se casó a los catorce, fue madre a los
quince y enviudó a los veinte. Isabel, princesa de Hungría y duquesa de
Turingia, concluyó su vida terrena a los 24 años, el I de noviembre de 1231.
Cuatro años después el Papa Gregorio IX la elevaba a los altares. Vistas así, a
vuelo de pájaro, las etapas de su vida parecen una fábula, pero si miramos más
allá, descubrimos en esta santa las auténticas maravillas de la gracia y de las
virtudes.
Su padre, el rey
Andrés II de Hungría, primo del emperador de Alemania, la había prometido por
esposa a Luis, hijo de los duques de Turingia, cuando sólo tenía 11 años. A
pesar de que el matrimonio fue arreglado por los padres, fue un matrimonio
vivido en el amor y una feliz conjunción entre la ascética cristiana y la
felicidad humana, entre la diadema real y la aureola de santidad. La joven
duquesa, con su austeridad característica, despertando el enojo de la suegra y
de la cuñada al no querer acudir a la Iglesia adornada con los preciosos
collares de su rango: “¿Cómo podría—dijo cándidamente—llevar una corona tan
preciosa ante un Rey coronado de espinas?”. Sólo su esposo, tiernamente
enamorado de ella, quiso demostrarse digno de una criatura tan bella en el
rostro y en el alma y tomó por lema en su escudo, tres palabras que expresaron
de modo concreto el programa de su vida pública: “Piedad, Pureza, Justicia”.
Juntos crecieron
en la recíproca donación, animados y apoyados por la convicción de que su amor
y la felicidad que resultaba de él eran un don sacramental: “Si yo amo tanto a
una criatura mortal—le confiaba la joven duquesa a una de sus sirvientes y
amiga—, ¿cómo debería amar al Señor inmortal, dueño de mi alma?”.
A los quince
años Isabel tuvo a su primogénito, a los 17 una niña y a los 20 otra niña,
cuando apenas hacía tres semanas había perdido a su esposo, muerto en una
cruzada a la que se había unido con entusiasmo juvenil. Cuando quedó viuda,
estallaron las animosidades reprimidas de sus cuñados que no soportaban su
generosidad para con los pobres. Privada también de sus hijos, fue expulsada
del castillo de Wartemburg. A partir de entonces pudo vivir totalmente el ideal
franciscano de pobreza en la Tercera Orden, para dedicarse, en total obediencia
a las directrices de un rígido e intransigente confesor, a las actividades
asistenciales hasta su muerte, en 1231.
Fuente: Arquidiócesis de Madrid
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