1 de
Diciembre - MARTES –
San
Nahúm, profeta
Evangelio: Lc 10, 21-24
En
aquel tiempo, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó Jesús: “Te doy
gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas
cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla.
Si Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y
nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el
Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar”. Volviéndose a los
discípulos, les dijo: “¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque
os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis, pero no
lo vieron, y oír lo que oís, pero no lo oyeron”.
1. Algunos estudiosos, por ejemplo los
norteamericanos del Seminario de Jesús, han dicho que estas palabras no
proceden del mismo Jesús, pero la gran mayoría de los entendidos afirma que
este texto, que tiene su paralelo en Mt 11, 25-26, es auténtico (J. D. G.
Dunn). Estamos ante uno de los textos más profundos y misteriosos de los
evangelios. Jesús afirma un “conocimiento”, entre Dios (el Padre) y el mismo
Jesús, que es: 1°) Mutuo entre ellos dos. 2°) Exclusivo de ambos. Esta afirmación
rebasa las posibilidades de la exégesis de este texto. Y, para explicarlo, hay
que echar mano de otros conceptos. Porque se trata de que Dios mismo se
manifiesta y se da a conocer en Jesús (F. Bovon). O también: conocer a Dios
significa comunión con Dios (U. Luz). De forma que quien ve a Jesús, en realidad,
a quien está viendo es a Dios (Jn 14, 9).
2. ¿Qué puede significar esto? Dios es, por
definición, el Trascendente. Ahora bien, ser “trascendente” no significa ser
“infinitamente superior”, sino
simplemente “ser de un orden absolutamente distinto” (S. Nordmann). Es decir,
“lo trascendente” no está a nuestro alcance. Ni podemos conocerlo. Ni sabemos
lo que es. ¿Entonces? La solución está en Jesús. O sea, en la realidad
“inmanente” de aquel hombre que fue Jesús, conocemos (lo que podemos conocer)
de la realidad “trascendente” de Dios. En Jesús vemos, oímos, tocamos a Dios.
Jesús, pues, nos revela, nos da a conocer cómo es Dios, dónde encontramos a
Dios, lo que a Dios le gusta, y lo que le disgusta. Por eso Jesús es la
“imagen” visible de “Dios invisible” (Col 1, 15), el que “nos da a conocer” al
que “nadie jamás ha visto” (Jn 1, 18).
3. Esto supuesto, ¿dónde encontramos al Dios de
Jesús? No en los “sabios”, ni en los
“entendidos” de este mundo. A Dios lo encontramos en los “pequeños” (“nepioi”).
De ellos, y solo de ellos, es el reinado de Dios (Mc 10, 13-16; Mt 19, 13-15; Lc
18, 16-17; Mc 9, 33-36). Porque eso de que “Dios reina” solo lo entiende y lo
vive el que “nace de nuevo” (Jn 3, 1-10). Y bien sabemos que un “recién nacido”
es un “niño”. En tiempo de Jesús, un niño era un ser de tan poco valor,
dignidad y derechos, que con frecuencia a los recién nacidos se les tiraba a la
basura (J. D. Crossan, M. Stern...). Los niños eran los “nadies”. Sabemos que
“para un adulto es insultante ser comparado con un niño” (W. Cotter). Esto
equivale a cambiar por completo la religión. La religión se basa en jerarquías
de poder y grandeza, en ritos sagrados de dignidad. Jesús nos dice que así no
encontramos a Dios. A Dios lo encuentra el que es “humilis”, que originalmente
significa “cercano al suelo”. Solo el “humilis” es el que
detiene la agresión (I. Eibl-Eibesfeldt). Y, por
tanto, el “pequeño” es el que contagia humanidad. Donde hay pequeñez solo hay
humanidad. Así, y no por otros caminos, podremos arreglar este mundo.
San
Nahúm, profeta
De muy pocos
personajes de la Biblia (de ambos testamentos) tenemos datos biográficos
precisos; esa inquietud no formaba parte del clima religioso en el que surgió
la Biblia, y sólo de los que más detalles se cuentan, y sólo por deducción en
la mayor parte de los casos, podemos anoticiarnos de la filiación de un héroe
bíblico, de la época en que vivió, o de otros detalles, importantes para
nosotros pero irrelevantes para el creyente de aquellos tiempos.
Nahúm, cuyo
nombre significa «Yahvé consuela», no dice de sí mismo en el comienzo de su
libro más que «Libro de la visión de Nahúm de Elcós». Esta ciudad, sin embargo,
no ha sido identificada; existe una ciudad de Alqosh, en Iraq, cerca de la histórica
Nínive, que reclama ser la ciudad de Nahúm, pero la crítica bíblica más bien
supone que la ciudad a la que el profeta se refiere tuvo que estar en Judá,
porque es poco probable que hubiera podido proclamar un oráculo tan violento
contra Nínive en la propia Nínive, y por otro lado los destinatarios naturales
del oráculo son -aunque se refiere a Nínive- los habitantes de Judá. En la
actual Alqosh existe una supuesta tumba del profeta Nahúm, que se venera como
tal, y en torno a ella ha surgido -como suele ocurrir- una «biografía» del
profeta, según la cual habría sido un ninivita de familia hebrea. Datos
puramente legendarios de poca atendibilidad, que de todos modos tienen su valor
(monetario) en los circuitos turísticos.
El pequeño
librito, de apenas tres capítulos, es un poema «alfabetico», un recurso
estilístico de la poesía hebrea (utilizado también en los salmos y otros
escritos) en el que cada verso o grupo de versos comienza con una letra del
alfabeto en secuencia: alef, beth, guimmel, etc.; naturalmente, al traducirlo,
ese recurso formal se pierde. El poema forma parte del conjunto que en la
tradición cristiana denominamos «profetas menores», y que en la Biblia judía se
denominan simplemente «Los Doce» (pero para nosotros «Doce» sin especificación
son los Apóstoles), y forman un único libro apenas separados un poema de otro.
Isaías (el
Segundo Isaías, es decir, el profeta o escuela profética responsable de los
capítulos 40-55 de Isaías) conoció el oráculo de Nahúm, y lo glosó en su
capítulo 52,7-10; por eso este verso de Nahúm nos suena mucho:
«¡He aquí por los montes los pies del mensajero de buenas nuevas,
el que anuncia la paz!» (Nah 2,1)
pero no nos «suena» por Nahúm sino por Isaías, que lo retomó poéticamente, y es a quien leemos en la liturgia. Porque Nahúm no tuvo esa suerte: está casi del todo ausente de la liturgia, tanto judía como cristiana. Nosotros leemos el viernes de la 18ª semana del Tiempo Ordinario de los años pares un extracto del oráculo de Nahúm como primera lectura de la misa. Hay que reconocer que -como se puede constatar ampliamente conociendo el plan de lecturas de la misa- en esa sola lectura de no más de diez versículos la liturgia ha conseguido extraer lo esencial del libro profético. Un libro difícil para cualquier creyente actual, porque rezuma violencia y venganza a lo largo de prácticamente todo el texto. Así comienza, precisamente, la visión: «¡Dios celoso y vengador Yahveh, vengador Yahveh y rico en ira! Se venga Yahveh de sus adversarios, guarda rencor a sus enemigos.» (Nah 1,2)
«¡He aquí por los montes los pies del mensajero de buenas nuevas,
el que anuncia la paz!» (Nah 2,1)
pero no nos «suena» por Nahúm sino por Isaías, que lo retomó poéticamente, y es a quien leemos en la liturgia. Porque Nahúm no tuvo esa suerte: está casi del todo ausente de la liturgia, tanto judía como cristiana. Nosotros leemos el viernes de la 18ª semana del Tiempo Ordinario de los años pares un extracto del oráculo de Nahúm como primera lectura de la misa. Hay que reconocer que -como se puede constatar ampliamente conociendo el plan de lecturas de la misa- en esa sola lectura de no más de diez versículos la liturgia ha conseguido extraer lo esencial del libro profético. Un libro difícil para cualquier creyente actual, porque rezuma violencia y venganza a lo largo de prácticamente todo el texto. Así comienza, precisamente, la visión: «¡Dios celoso y vengador Yahveh, vengador Yahveh y rico en ira! Se venga Yahveh de sus adversarios, guarda rencor a sus enemigos.» (Nah 1,2)
Ningún creyente
actual (y no sólo cristiano sino tampoco judío) podría leer esto sin hacer una
enorme trasposición simbólica para «digerir» teológicamente la cuestión de la
ira y la venganza de Dios. Ira y deseos de venganza son sentimientos
profundamente humanos, que repugna en la actualidad atribuirlos a Dios; podemos
entender (limitadamente) el enfado de Jesús con los cambistas del templo, pero
las «profecías de ira» parecen ubicarse un paso más allá de lo cristianamente
-y siquiera humanamente- asimilable. Debemos por eso colocarnos en la situación
que da origen a esta visión: Nínive representaba, para el creyente judío, e
incluso para cualquier habitante del Oriente Medio que no fuera asirio (cuya
capital fue Nínive), el prototipo del imperio prepotente y raigalmente injusto,
«violadores de toda ley e instinto de humanidad» (Richard Murphy). El oráculo
de Nahúm debió haber sido compuesto entre la caída de Tebas de Egipto (año 663,
de la que se habla en el cap. 3) y el 612, año en que finalmente cae Nínive. De
esa caída a manos de Siria «muchos corazones se alegraron» (ibid), y en Judá se
vio como la confirmación de que Yahvé por fin se decidía a actuar en la
historia «como en los tiempos antiguos». Pocos años más tarde sería Siria la
pesadilla de Judá, y quienes finalmente destruyan el templo de Salomón y envíen
el pueblo al exilio; pero eso cae fuera ya de la visión de Nahúm.
Aunque la
actuación de Dios en la historia sigue siendo para nosotros un misterio, aunque
el mal -especialmente el mal moral- aparenta seguir triunfando, y donde Nínive
se erradica surge Siria, un oráculo como el de Nahúm alimentó la comprensión
profunda de la fe judía, que aprendió a penetrar en las apariencias de la
historia con ojo de «esperanza contra toda esperanza» en el Dios de la
historia; y puede servirnos a nosotros si lo leemos con ese mismo espíritu, no
con el de la venganza, que forma su carcaza, sino con el de la justa
indignación ante el mal, y la propia donación a la misteriosa voluntad de Dios,
que forma el corazón de la profecía:
«Bueno es Yahveh para el que en él espera,
un refugio en el día de la angustia;
él conoce a los que a él se acogen,
cuando pasa la inundación.» (Nah 1,7-8)
«Bueno es Yahveh para el que en él espera,
un refugio en el día de la angustia;
él conoce a los que a él se acogen,
cuando pasa la inundación.» (Nah 1,7-8)