20 enero -miércoles-
San Sebastián, mártir
2ª Semana de Tiempo Ordinario
EVANGELIO
¿Está permitido en sábado
salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?
Lectura del santo evangelio
según san Marcos 3, 1-6
En aquel tiempo, entró Jesús otra
vez en la sinagoga, y había allí un hombre que tenía una mano paralizada. Lo
estaban observando, para ver si lo curaba en sábado y acusarlo.
Entonces le dice al hombre que
tenía la mano paralizada:
-«Levántate y ponte ahí en
medio.»
Y a ellos les preguntó:
-«¿Qué está permitido en sábado?,
¿hacer lo bueno o lo malo?, ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?»
Ellos callaban. Echando en torno
una mirada de ira y dolido por la dureza de su corazón, dice al hombre:
-«Extiende la mano».
La extendió y su mano quedó
restablecida.
En cuanto salieron, los fariseos
se confabularon con los herodianos para acabar con él.
1.- Estamos ante un relato dramático, que empieza hablando de
acecho o espionaje, y termina con la patética decisión de matar a Jesús. Ya, al
comienzo del capítulo tres de Marcos, la religión se ve asociada con la
violencia mortal. Situarse en la vida con una postura abierta de libertad, ante
las observancias rituales de la religión, es un asunto sumamente peligroso. Y
está claro que el Evangelio quiere avisarnos de semejante peligro.
2.- No es exageración nada de lo que se acaba de indicar. El
suceso se inicia indicando que los observantes fariseos “estaban al acecho”.
Esto se dice utilizando el verbo “paratêrêo”, que significa “espiar”. Es el
mismo verbo que utiliza el evangelio de Lucas cuando informa que las
autoridades “enviaron espías para atrapar” a Jesús ( Lc 20,20; cf. Hech 9,24;
Josefo y Filodemo el filósofo) (A. Strobel). Y el mismo suceso se cierra con la
decisión de los fariseos para ir en busca de los del partido de Herodes, para
“acabar con Jesús”. Los observantes religiosos vieron claramente que tenían que
acabar con Jesús.
3.- La conclusión es clara: Jesús y la religión, entendida
como observancia incondicional (y por encima de lo que sea) de normas y
rituales sagrados, con incompatibles. Es más, cuando la religión se entiende y
se vive de esa manera, automáticamente se convierte en un peligro mortal para
todo el que se pone de parte de Jesús. Por eso, al terminar la lectura de este
relato impresionante, es el momento de preguntarse si vivimos, y en qué medida
vivimos, nuestra relación con la religión como una amenaza, un peligro. Jesús
así vivió hasta el final. ¿Por qué será que nosotros no la solemos vivir así?
San Sebastián, mártir
Sebastián, hijo de familia militar y noble, era oriundo de
Narbona, pero se había educado en Milán. Llegó a ser capitán de la primera
corte de la guardia pretoriana. Era respetado por todos y apreciado por el
emperador, que desconocía su cualidad de cristiano. Cumplía con la disciplina
militar, pero no participaba en los sacrificios idolátricos. Además, como buen
cristiano, ejercitaba el apostolado entre sus compañeros, visitaba y alentaba a
los cristianos encarcelados por causa de Cristo. Esta situación no podía durar
mucho, y fue denunciado al emperador Maximino quien lo obligó a escoger entre
ser su soldado o seguir a Jesucristo.
El santo escogió la milicia de Cristo; desairado el
Emperador, lo amenazó de muerte, pero San Sebastián, convertido en soldado de
Cristo por la confirmación, se mantuvo firme en su fe. Enfurecido Maximino, lo
condenó a morir asaeteado: los soldados del emperador lo llevaron al estadio,
lo desnudaron, lo ataron a un poste y lanzaron sobre él una lluvia de saetas,
dándolo por muerto. Sin embargo, sus amigos que estaban al acecho, se
acercaron, y al verlo todavía con vida, lo llevaron a casa de una noble
cristiana romana, llamada Irene, que lo mantuvo escondido en su casa y le curó
las heridas hasta que quedó restablecido.
Sus amigos le aconsejaron que se ausentara de Roma, pero el
santo se negó rotundamente pues su corazón ardoroso del amor de Cristo, impedía
que él no continuase anunciando a su Señor. Se presentó con valentía ante el
Emperador, desconcertado porque lo daba por muerto, y el santo le reprochó con
energía su conducta por perseguir a los cristianos. Maximino mandó que lo
azotaran hasta morir, y los soldados cumplieron esta vez sin errores la misión
y tiraron su cuerpo en un lodazal. Los cristianos lo recogieron y lo enterraron
en la Vía Apia, en la célebre catacumba que lleva el nombre de San Sebastián.
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