jueves, 7 de enero de 2016

Párate un momento: Evangelio del día 8 de Enero – VIERNES – SEMANA DE EPIFANÍA San Alberto





8 de Enero – VIERNES –
SEMANA DE EPIFANÍA
San Alberto

Evangelio según san Marcos (6,34-44):

     En aquel tiempo, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma.
     Cuando se hizo tarde se acercaron sus discípulos a decirle: «Estamos en despoblado, y ya es muy tarde. Despídelos, que vayan a los cortijos y aldeas de alrededor y se compren de comer.»
     Él les replicó: «Dadles vosotros de comer.»
     Ellos le preguntaron: «¿Vamos a ir a comprar doscientos denarios de pan para darles de comer?»
     Él les dijo: «¿Cuántos panes tenéis? Id a ver.»
     Cuando lo averiguaron le dijeron: «Cinco, y dos peces.»
     Él les mandó que hicieran recostarse a la gente sobre la hierba en grupos. Ellos se acomodaron por grupos de ciento y de cincuenta. Y tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran. Y repartió entre todos los dos peces. Comieron todos y se saciaron, y recogieron las sobras: doce cestos de pan y de peces. Los que comieron eran cinco mil hombres.

     1.- El conocido relato de la multiplicación de los panes se puede (y se suele) interpretar (fundamentalmente) de dos maneras distintas.  O bien como un milagro mediante el cual Jesús resolvió el problema del hambre de varios miles de personas necesitadas.  O bien, en un intento de explicación humana y razonable, como hecho humanitario de compartir lo que se tiene, por poco que sea, con quienes no tienen nada. Lo cual cambiaria, de forma sorprendente, la escasez en abundancia. En el primer caso, seria Dios el que resuelve el problema del hambre en el mundo. En el segundo caso seríamos nosotros los mortales, quienes tendríamos que resolver, mediante nuestra generosidad y desprendimiento, el espantoso problema del mal reparto de los recursos que produce el planeta.

     2.- Así las cosas, lo primero que se debe tener en cuenta es que, desde que en el mundo existe el hecho religioso, ninguna religión, hasta ahora, le ha dado solución al problema de las desigualdades económicas y sociales entre los humanos. Más bien, lo que han hecho (no pocas veces) las religiones, ha sido “legitimar” las desigualdades, al “legitimar” (con sus bendiciones o sus silencios) a los gobernantes y a los poderosos que eran los causante de las desigualdades.

     3.- Entonces, ¿cómo se resuelve este problema, el más grave que tenemos que afrontar? No queda más salida que convencerse de que los incontables problemas, que generan las desigualdades, se resolverán en la medida en que nosotros las resolvamos. La cosa depende de nosotros. ¿Se dirá que, si las religiones no han resuelto el problema, eso se debe a nosotros, los que vamos por la vida diciendo que creemos en Jesús y su Evangelio? Por supuesto, así es. Lo que pasa es que no basta “creer” en el Evangelio. Hay que ponerse a “hacer” lo que dice el Evangelio. Lo que no sea llegar a eso, es engañarnos. Y engañar a los demás. Y es que, por más que nos cueste aceptarlo, la pura verdad es que creemos más en Dios, en la política o la economía, que en el Evangelio. ¿Y eso es tener fe?

 San Alberto

    
La historia de este santo está envuelta en la más completa oscuridad. Se dice comúnmente que fue arzobispo de Cashel, y dicha diócesis le honra como patrón; pero es prácticamente cierto que la diócesis de Cashel no existía en la época que se atribuye a san Alberto. Una biografía latina, escrita probablemente en el siglo XII, describe al santo como «natione Anglus, conversatione angelus» (inglés de nacimiento, y de conducta angélica), igualmente nos informa que san Alberto recibió en Inglaterra la visita de san Erardo, obispo irlandés de Ardagh. Alberto le acompañó de vuelta a Irlanda, y al pasar por Cashel, que había estado dos años sin obispo, fue elegido por aclamación para ocupar esa dignidad.
     Sin embargo, poco después de su consagración episcopal, durante un concilio que tuvo lugar en Lismore, un elocuente sermón indujo a san Alberto a renunciar a todos los honores y posesiones. Así pues, junto con san Erardo y otros compañeros, partió al continente a llevar vida de peregrino. Alberto y sus compañeros llegaron a Roma en tiempos del papa Formoso (891-896), quien les dio la bienvenida y les alentó en sus buenos propósitos. En Roma se separaron los peregrinos, y Alberto emprendió viaje a Jerusalén. A su regreso deseaba ver a su amigo Erardo, pero al llegar a Ratisbona se enteró de que ya había muerto. Alberto rogó a Dios que le llevara también a él de esta vida, y murió pocas horas después.
     El relato en que nos basamos no habla de parentesco entre Alberto y Erardo, pero otras narraciones dicen que eran hermanos, y aun mencionan a un tercer hermano, Hildulfo, que fue arzobispo de Tréveris; pero esto no pasa de ser una fábula. Todos los datos que poseemos sobre san Erardo nos hacen situarle en el siglo VII, por consiguiente, es imposible que haya visitado Roma en tiempos del papa Formoso. De hecho, este Erardo de la leyenda de san Alberto es el mismo san Erhardo de Ratisbona que celebramos hoy, 8 de enero, de un siglo anterior.


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