26 DE JULIO - MARTES
17ª - SEMANA DEL T.-O.-C
San Joaquín y Santa Ana
Evangelio
según san Mateo 13, 36-43
En aquel tiempo,
Jesús dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle:
“Acláranos la parábola de la cizaña en el campo”.
Él les contestó:
“El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre, el
campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del Reino; la cizaña son
los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha
es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles.
Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será el fin
del tiempo: el Hijo del
Hombre enviará sus ángeles, y
arrancarán de su Reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al
horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes.
Los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre.
El que tenga oídos que oiga”.
1. Si algo
hay claro, en esta explicación de la parábola de la cizaña, es que el juicio sobre
la conducta humana, sobre quién merece premio o castigo, eso corresponde exclusivamente
a Dios.
Nadie tiene derecho a enjuiciar la
conducta de los demás. Y menos aún las intenciones de los otros.
Solo los ángeles, o sea, ningún ser
humano
puede
erigirse en juez de la vida de los demás. Teniendo
presente que Jesús, al explicar la parábola, ya no habla solamente de los
cristianos.
Jesús dice: “el campo es el mundo” (Mt
13, 38).
Jesús ya no se limita a una religión,
sino que se refiere a la humanidad entera. Con lo que viene a decir que el
Evangelio trasciende culturas y religiones.
Jesús es patrimonio de la humanidad. No
es posesión de la Iglesia.
En la medida en que Jesús no fundó una
nueva religión, sino que nos presentó un proyecto de vida verdaderamente
humana, en esa misma medida su Evangelio es el mensaje de humanidad para todos
los humanos.
2. Esto
quiere decir que, mientras los humanos estemos en este mundo, tenemos que
acostumbrarnos a saber convivir con toda clase de personas, de mentalidades de
creencias, de usos y costumbres, y también de formas de pensar.
No juzgando nunca a nadie.
No despreciando nunca a nadie. Respetando a todos.
Estimando a todos.
Recordando siempre aquel aforismo de la
sabiduría sufí: “Un día visitó una Iglesia, otro día visitó una mezquita. Yendo
de templo en templo, no te busco mas que a ti”.
3. Ahora
se habla mucho del diálogo entre religiones. Y se propugna “Una ética mundial para
la economía y la política” (Hans Küng). Por
supuesto, una ética común es de enorme importancia. Pero, ¿por qué restringirla
a la economía y a la política? Tenemos
que dar el paso decisivo.
El paso que consiste en poner el centro de
la religión
en la ética. Y que cada cual, para vivir y practicar esa ética común, que se ayude
de las oraciones y rituales que más le ayuden. Pero siempre sobre la base de la
ética de la humanidad. Sabiendo que lo único que de verdad nos lleva a Dios es
ser plenamente humanos.
Insistamos en esto: lo decisivo no es el
ser humano, sino ser humano.
No es cuestión de teorías filosóficas o
cosas parecidas.
La cuestión determinante está en ser
siempre buenas personas, respetado, estimando y siendo sensibles a todo
sufrimiento, sobre todo el sufrimiento de quienes son diferentes a mí.
San Joaquín y
Santa Ana
Memoria
de san Joaquín y santa Ana, padres de la Inmaculada Virgen María, Madre de
Dios, cuyos nombres se conservaron gracias a la tradición de los cristianos.
San
Joaquín
Joaquín
(Yahvé prepara) fue el padre de la Virgen María, madre de Dios. Según San Pedro
Damián, deberíamos tener por curiosidad censurable e innecesaria el inquirir
sobre cuestiones que los evangelistas no tuvieron a bien relatar, y, en
particular, acerca de los padres de la Virgen.
Con todo, la tradición, basándose en testimonios
antiquísimos y muy tempranamente, saludó a los santos esposos Joaquín y Ana
como padre y madre de la Madre de Dios.
Ciertamente, esta tradición parece tener su fundamento
último en el llamado Protoevangelio de Santiago, en el Evangelio de la
Natividad de Santa María y el Pseudomateo o Libro de la Natividad de Santa
María la Virgen y de la infancia del Salvador; este origen es normal que
levantara sospechas bastante fundadas.
No debería olvidarse, sin embargo, que el carácter
apócrifo de tales escritos, es decir, su exclusión del canon y su falta de
autenticidad no conlleva el prescindir totalmente de sus aportaciones.
En efecto, a la par que hechos poco fiables y
legendarios, estas obras contienen datos históricos tomados de tradiciones o
documentos fidedignos; y aunque no es fácil separar el grano de la paja, sería
poco prudente y acrítico rechazar el conjunto indiscrimadamente.
Algunos comentaristas, que opinan que la genealogía
aportada por San Lucas es la de la Virgen, hallan la mención de Joaquín en Helí
(Lucas, 3, 23; Eliachim, es decir, Jeho-achim), y explican que José se había
convertido a los ojos de la ley, tras de su matrimonio, en el hijo de Joaquín.
Que esa sea el propósito y la intención del evangelista es más que dudoso, lo
mismo que la identificación propuesta entre los dos nombres Helí y Joaquín.
Tampoco se puede afirmar con certeza, a pesar de la
autoridad de los Bollandistas, que Joaquín fuera hijo de Helí y hermano de
José; ni tampoco, como en ocasiones se dice a partir de fuentes de muy dudoso
valor, que era propietario de innumerables cabezas de ganado y vastos rebaños.
Más interesantes son las bellas líneas en las que el
Evangelio de Santiago describe, cómo, en su edad provecta, Joaquín y Ana
hallaron respuesta a sus oraciones en favor de tener descendencia.
Es
tradición que los padres de Santa María, que aparentemente vivieron primero en
Galilea, se instalaron después en Jerusalén; donde nació y creció Nuestra
Señora; allí también murieron y fueron enterrados.
Una
iglesia, conocida en distintas épocas como Santa María, Santa María ubi nata
est, Santa María in Probática, Sagrada Probática y Santa Ana fue edificada en
el siglo IV, posiblemente por Santa Elena, en el lugar de la casa de San
Joaquín y Santa Ana, y sus tumbas fueron allí veneradas hasta finales del siglo
IX, en que fue convertida en una escuela musulmana.
La cripta que contenía en otro tiempo las sagradas
tumbas fue redescubierta en 1889. San Joaquín fue honrado muy pronto por los
griegos, que celebran su fiesta al día siguiente de la de la Natividad de Ntra.
Señora. Los latinos tardaron en incluirlo en su calendario, donde le
correspondió unas veces el 16 de septiembre y otras el 9 de diciembre.
Asociado por Julio II [el de la capilla Sixtina] al 20 de
marzo, la solemnidad fue suprimida unos cinco años después, restaurada por
Gregorio XV (1622), fijada por Clemente XII (1738) en el domingo posterior a la
Asunción, y fue finalmente León XIII [el de la Rerum Novarum] quien, el 1 de
agosto de 1879, dignificó la fiesta de estos esposos que se celebró por
separado hasta la última reforma litúrgica.
Santa Ana
Ana
(del hebreo Hannah, gracia) es el nombre que la tradición ha señalado para la
madre de la Virgen. Las fuentes son las mismas que en el caso de San Joaquín.
Aunque la versión más antigua de estas fuentes apócrifas se remonta al año 150
d.C., difícilmente podemos admitir como fuera de toda duda sus variopintas
afirmaciones con fundamento en su sola autoridad.
En Oriente, el Protoevangelio gozó de gran autoridad y
de él se leían pasajes en las fiestas marianas entre los griegos, los coptos y
los árabes. En Occidente, sin embargo, como ya te adelanté con San Joaquín, fue
rechazado por los Padres de la Iglesia hasta que su contenido fue incorporado
por San Jacobo de Vorágine a su Leyenda Áurea en el siglo XIII.
A partir de entonces, la historia de Santa Ana se
divulgó en Occidente y tuvo un considerable desarrollo, hasta que Santa Ana
llegó a convertirse en uno de los santos más populares también para los cristianos
de rito latino.
El Protoevangelio aporta la siguiente relación: En
Nazaret vivía una pareja rica y piadosa, Joaquín y Ana. No tenían hijos. Cuando
con ocasión de cierto día festivo Joaquín se presentó a ofrecer un sacrificio
en el templo, fue arrojado de él por un tal Rubén, porque los varones sin
descendencia eran indignos de ser admitidos.
Joaquín entonces, transido de dolor, no regresó a su
casa, sino que se dirigió a las montañas para manifestar su sentimiento a Dios
en soledad. También Ana, puesta ya al tanto de la prolongada ausencia de su
marido, dirigió lastimeras súplicas a Dios para que le levantara la maldición
de la esterilidad, prometiendo dedicar el hijo a su servicio.
Sus plegarias fueron oídas; un ángel se presentó ante
Ana y le dijo: "Ana, el Señor ha visto tus lágrimas; concebirás y darás a
luz, y el fruto de tu seno será bendecido por todo el mundo". El ángel
hizo la misma promesa a Joaquín, que volvió al lado de su esposa. Ana dio a luz
una hija, a la que llamó Miriam.
Dado que esta narración parece reproducir el relato
bíblico de la concepción del profeta Samuel, cuya madre también se llamaba
Hannah, la sombra de la duda se proyecta hasta en el nombre de la madre de
María.
En Oriente, al culto a Santa Ana se le puede seguir la
pista hasta el siglo IV. Justiniano I hizo que se le dedicara una iglesia. El
canon del oficio griego de Santa Ana fue compuesto por San Teófanes, pero
partes aún más antiguas del oficio son atribuidas a Anatolio de Bizancio.
Su fiesta se celebra en Oriente el 25 de julio, que
podría ser el día de la dedicación de su primera iglesia en Constantinopla o el
aniversario de la llegada de sus supuestas reliquias a esta ciudad (710).
Aparece ya en el más antiguo documento litúrgico de la
Iglesia Griega, el Calendario de
Constantinopla
(primera mitad del siglo VIII). Los griegos conservan una fiesta común de San
Joaquín y Santa Ana el 9 de septiembre.
En la Iglesia Latina, su fiesta, bajo la influencia de
la Leyenda Áurea, se puede ya rastrear (26 de julio) en el siglo XIII, en
Douai. Fue introducida en Inglaterra por Urbano VI el 21 de noviembre de 1378,
y a partir de entonces se extendió a toda la Iglesia occidental. Pasó a la
Iglesia Latina universal en 1584.
Santa
Ana es patrona de las mujeres trabajadoras; se la representa con la Virgen
María en su regazo, que también lleva en brazos al Niño Jesús. Es además la
patrona de los mineros, que comparan a Cristo con el oro y con la plata a
María.
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