1 DE AGOSTO - LUNES -
18ª ~ SEMANA DEL T.O.-C
Santa Fe, Esperanza, Caridad y Sofia
Evangelio
según san Mateo 14, 13-21
En aquel tiempo, al
enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se marchó de allí en barca a
un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde
los pueblos. Al desembarcar vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los
enfermos.
Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle:
“Estamos en despoblado y es muy tarde; despide a la multitud,
para que vayan a las aldeas y se compren de comer”.
Jesús les replicó:
“No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer”.
Ellos le replicaron:
“Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces”.
Les dijo:
“Traédmelos”.
Mandó a la gente que se
recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la
mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los
discípulos; los discípulos se los dieron a la gente.
Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce
cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y
niños”.
1. El
recuerdo, una vez más, de la multiplicación de los panes no se puede quedar en
repetir de nuevo la generosidad que nos propone y nos exige la vida y el
ejemplo
de Jesús. O
quizá decir, una vez más, que debemos compartir con los demás.
Todo eso ya es sabido. Y nunca
insistiremos bastante en la importancia que tiene. Pero, tal como están ahora
mismo las cosas, la pregunta que debemos afrontar es esta:
-¿estamos dando y aportando los
cristianos lo que tendríamos que dar y aportar para
poder salir,
lo antes posible, de la crisis que estamos viviendo?
-¿Qué está haciendo la Iglesia en estas
circunstancias?
Es más, -¿qué pueden hacer las religiones en
situaciones como esta?
2. La
historia de Occidente nos da una clave decisiva. En los siglos II y III, el
cristianismo era en gran medida un ejército de desheredados (Justino, Apol. II,
10, 8;
Atenágoras,
Leg,, 11, 3; Taciano, Orat., 32, 1; Mm. Félix, Oct., 8, 4;
12, 7; Orígenes, C.
Cels., 1, 27) (E. R. Dodds).
Y esto se vivió así, en los tiempos que
transcurrieron desde Marco Aurelio a Constantino (161-306), cuando se produjo
en Occidente la crisis más grave de su historia.
La gente veía que todo se hundía. Y por
todo el Imperio se extendió el horrible desamparo que describe Epicteto
(3.13.1.3). Pues bien, en tal situación está más que probada la capacidad de
acogida en que se emplearon a fondo las comunidades y casas de los cristianos.
Dentro de cada comunidad de creyentes en Jesús se experimentaba el calor humano
y se tenía la prueba de que alguien se interesa por nosotros, con todas sus
consecuencias.
3. -
¿No tendría que ser esta la liturgia de la Iglesia?
- ¿No debería consistir en esto “carné de
identidad” de cada parroquia, de cada convento, de cada casa religiosa de cada
obispado?
La multiplicación de los panes, vivida
hoy, se tendría que traducir en acogida, respeto, tolerancia, diálogo. Y, sobre
todo, en el empeño incansable por actualizar la teología.
Con la teología que tenemos en la
Iglesia, - ¿qué influencia podemos
ejercer para hacer más humano este mundo?
¿A quién pueden entusiasmar nuestros tratados de teología o
nuestros catecismos? Con ese
lenguaje y esas doctrinas, que ya estaban anticuadas en los tiempos de Lutero, - ¿cómo vamos luchar contra esta crisis?
Santa Fe, Esperanza, Caridad y Sofía
Santas Fe, Esperanza, Caridad y Sofía, Mártires
(137 d.C.) En el
siglo II durante el reinado del emperador Adriano (117-138) en Roma vivía la
piadosa viuda Sofía (este nombre significa, sabiduría). Ella tenía tres hijas
con nombres de grandes santos cristianos, Fe, Esperanza y Caridad. Siendo una
cristiana muy creyente, Sofía educó a sus hijas en amor a Dios, enseñándoles a
no apegarse a bienes materiales. La voz de que esta familia era cristiana llegó
al emperador y decidió personalmente ver a estas tres hermanas y a su educadora
madre.
Las
cuatro se presentaron ante el emperador y sin temor demostraron su fe en Cristo
Resucitado de entre los muertos y dando vida eterna a todos los que creyeron en
Él. Admirado por la valentía de las jóvenes cristianas, el emperador las envió
a una idólatra, a quien le dijo que tenía que hacerlas abdicar de la fe. Pero
toda la argumentación y verborragia de la maestra idólatra resultaron vanos,
pues con llameante fe las hermanas no cambiaron sus creencias. Nuevamente las
trajeron ante el emperador, Adriano, quien comenzó minuciosamente a obligarlas
a que ofrecieran ofrendas a los dioses paganos. Pero las jóvenes con certeza no
cumplieron su mandato.
"Nosotras tenemos al Dios del Cielo," le
contestaron, — nuestro deseo es permanecer siendo sus hijas y a tus dioses los
escupimos y no tememos tus amenazas. Estamos prontas para sufrir y hasta morir
por nuestro querido Señor Jesucristo.
Entonces
el encolerizado Adrián ordenó a las jóvenes aplicarles diversos padecimientos.
Los verdugos comenzaron con Vera (o Fe en español). A la vista de su madre y
hermanas la azotaron sin límite, arrancándole partes de su cuerpo. Luego la
colocaron sobre una llameante reja de hierro. Por la fuerza Divina el fuego no
dañó el cuerpo de la santa mártir. Encolerizado Adrián no vio el milagro de
Dios y ordenó que la arrojaran a una tina con resina hirviente. Pero por
voluntad de Dios la tina se enfrió y no produjo ningún daño a la cristiana.
Ordenaron decapitarla.
"Con alegría voy
hacia mi Señor Salvador," dijo santa Vera. Con valor inclinó su cabeza bajo el
sable y así entregó su alma al Señor. Las hermanas menores Esperanza y Caridad,
apoyadas por la gran voluntad de su hermana mayor, soportaron martirios
semejantes. El fuego no les ocasionó daño alguno, tras lo cual las decapitaron.
Santa
Sofía no sufrió castigos físicos, pero le impusieron castigos más duros que los
corporales, castigos espirituales por la separación de las hijas martirizadas.
La sufriente madre sepultó los restos de sus hijas y durante dos días no se
separó de sus sepulturas. Al tercer día el Señor le envió un pacífico final y
recibió su alma en el seno Celestial. Santa Sofía sufrió por Cristo, grandes
penas espirituales junto a sus hijas, son santas veneradas por la Iglesia. Sus
sufrimientos fueron en el año 137. Vera tenía entonces 12 años, Esperanza 10 y
la menor Caridad — solo 9 años.
De
este modo tres niñas y su madre demostraron que para los hombres fortalecidos
por el Espíritu Santo la poca fuerza física no es de ningún modo obstáculo para
manifestar la fuerza espiritual y entereza. Con sus santas oraciones que Dios
nos fortalezca en la fe cristiana y en la vida caritativa.
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