13 de Julio – miércoles –
15 - Semana del T.O.-C
San Enrique
Evangelio según san Mateo 11, 25-27
En aquel tiempo, Jesús
exclamó:
“Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque
has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la
gente sencilla.
Si Padre, así te ha parecido mejor.
Todo me lo ha entregado mi Padre,
y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre más
que el Hijo, y
aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar”
1. En esta oración de Jesús al Padre se nos
explica cómo podemos conocer a Dios y en qué debe consistir nuestra relación
con Él.
En otras palabras,
aquí encontramos
lo que debe ser y cómo debe vivirse nuestra vida
cristiana. Jesús lo explica muy bien: “nadie conoce al Padre”.
Y añade enseguida
que “al Padre lo conoce solo el Hijo”.
En el fondo, es lo mismo que se afirma en el
evangelio de Juan: “A Dios nadie lo ha visto jamás”, el Hijo único del Padre es
quien lo ha dado a conocer” (Jn 1, 18).
Dicho de otra
forma: Dios no está a nuestro alcance. Porque Dios es el Trascendente.
Una afirmación que muchas religiones y demasiados
teólogos, en el cristianismo, no
se atreven a aceptar y asumir con todas sus
consecuencias.
2. Jesús —el Jesús que anduvo por el mundo— fue
un ser humano, plenamente
humano, con todas sus consecuencias. Fue “como uno
de tantos” (Fil 2, 7).
El concilio de
Calcedonia lo definió como doctrina de fe, que Jesús fue (y es) “perfecto en
la humanidad... verdaderamente hombre” (DH 301).
Pues bien, si esto
es así, con estas afirmaciones el Nuevo Testamento y el Magisterio solemne de
la Iglesia nos vienen a decir que, en un ser humano, en lo más sencillo de lo
humano, es donde encontramos a Dios. Y donde vemos a Dios (Jn 14, 9).
Esto es así porque
el Padre se ha entregado todo al Hijo. Y se ha hecho “Uno” con el Hijo.
Es decir, esta
oración de Jesús no nos explica solamente la intimidad total que existe entre
el Padre y el Hijo, sino además nos dice que el Hijo, Jesús, es quien nos enseña
quién es el Padre-Dios y cómo es el Padre-Dios.
3. Pues bien, si Dios se ha humanizado, esto
quiere decir que “en lo más sencillamente humano es donde encontramos y
conocemos lo más sublimemente divino”.
Por eso dice Jesús
que todo esto se ha escondido “a los sabios y entendidos”. Porque
los sabios, los estudiosos, los entendidos en
saberes humanos, alcanzan lo que dan de sí esos saberes, pero quizá, por eso
mismo, no captan la hondura de “lo más sencillamente humano”. Y por eso
también, son “la gente sencilla”, los pequeños, los que a nosotros se nos
antojan meros ignorantes, esos son lo que comprenden lo divina que es la
belleza, la fuerza, la cercanía de lo más humano que hay en esta vida.
Quizá la teología
budista ha sido más consecuente que la cristiana. Budistas y
cristianos decimos que Dios nos trasciende y no podemos
conocerlo. Pero los cristianos nos empeñamos en explicar lo que no conocemos.
Mientras que los budistas saben que tienen que buscarlo y encontrarlo en su propio
interior, en “la inmanencia del Dharma-Buda en nosotros” (Kotaró Suzuki).
San Enrique
San Enrique Emperador
Año 1024
En
verdad que es difícil encontrar gobernantes
de una santidad como la de este gran
Emperador.
Que Dios nos mande muchos jefes de
nación como San Enrique.
Jesús
carga la cruz Enrique significa: "Jefe Poderoso". Este es el único
emperador declarado santo por la Iglesia Católica.
Tuvo la gran suerte de pertenecer a una familia sumamente religiosa. Su
hermano Bruno fue obispo. Su hermana Brígida fue monja. La otra hermana,
Gisela, fue la esposa de un santo, San Esteban, rey de Hungría. Y la mamá de
Enrique lo confió desde muy jovencito bajo la dirección de otro fervoroso
personaje, San Wolfgan, obispo de Ratisbona, el cual lo educó de la mejor manera
que le fue posible.
Un aviso que lo llevó a la santidad:
Al poco tiempo de haberse muerto su
gran maestro, San Wolfgan, vio Enrique que se le aparecía en sueños y escribía
en una pared esta frase: "Después de seis". Él se imaginó que le
avisaban que dentro de seis días iba a morir y se dedicó con todo su fervor a
prepararse para bien morir. Pero pasaron lo seis días y no se murió. Entonces
creyó que eran seis meses los que le faltaban de vida, y dedicó ese tiempo a
lecturas espirituales, oraciones, limosnas a los pobres, obras buenas a favor
de los más necesitados y cumplimiento exacto de su deber de cada día. Pero a
los seis meses tampoco se murió. Se imaginó que el plazo que le habían
anunciado eran seis años, y durante ese tiempo se dedicó con mayor fervor a sus
prácticas de piedad, a obras de caridad y a instruirse ejercer lo mejor posible
sus oficios, y a los seis años... lo que le llegó no fue la muerte sino el
nombramiento de Emperador. Y este aviso le sirvió muchísimo para prepararse
sumamente bien para ejercer tan alto cargo.
Emperador Guerrero.
Enrique cumplió lo que su nombre significa en alemán: jefe poderoso.
Pues empezó siendo simplemente rey (o gobernador) de un departamento del sur de
Alemania, Baviera. Y allí ejerció su autoridad con agrado de todos, llegando a
ser enormemente estimado por su pueblo. Pero de pronto se murió el Emperador
Otón III, su primo, sin dejar herederos, y entonces los príncipes electores
juzgaron que ningún otro estaba mejor preparado para gobernar Alemania y a las
naciones vecinas que el buen Enrique, tan apreciado por sus súbditos. Y llegó
así a aquel altísimo cargo.
Pero por todas partes estallaban revueltas y revoluciones, y el nuevo
emperador tuvo que organizar un poderoso ejército para ir calmando a los
revoltosos. Y resultó ser un gran guerrero. Dominó las revueltas nacionales y
las de Polonia y se hizo respetar por todos los países vecinos.
Liberador del Papa.
Y sucedió que en Roma un anticristo se atrevió a quitarle el puesto al
Papa Benedicto VIII. Éste pidió auxilio a Enrique, el cual con un fortísimo
ejército invadió a Italia, derrotó a los enemigos del Pontífice y le restituyó
su alto cargo. En premio por todo esto, el Papa Benedicto lo coronó
solemnemente en Roma como Emperador de Alemania, Italia y Polonia.
Enrique el piadoso.
La gente lo llamaba así porque en todas partes lo que buscaba era
extender la religión y hacer que las gentes amaran más a Nuestro Señor.
Para conceder como esposa a su hermana Gisela, al rey Esteban de
Hungría le puso como condición a dicho mandatario que propagara el catolicismo
por todo su reino, lo cual cumplió Esteban de manera admirable.
Por todas partes levantaba templos, construía conventos para religiosos
y apoyaba a cuantos se dedicaban a evangelizar. A los templos les regalaba
cálices, ornamentos y demás objetos para que el culto resultara muy
solemnemente, y dejaba donaciones para que celebraran misas por sus
intenciones.
En su viaje a Italia se sintió sumamente enfermo y se fue en
peregrinación a Monte Casino, y allá rezando con toda fe a San Benito consiguió
su curación.
Reunía a los obispos y sacerdotes para estudiar los métodos que
consiguieran una mayor santidad para el clero. Delante de los obispos se
arrodillaba con toda humildad, como cualquier sencillo creyente.
Padre de los pobres y amigo del pueblo.
Pocos gobernantes que hayan gozado de
una manera tan extraordinaria de cariño de su pueblo, como San Enrique. Un día,
a un empleado que le aconsejaba tratar con crueldad a los revoltosos, le
respondió: "Dios no me dio autoridad para hacer sufrir a la gente, sino
para tratar de hacer el mayor bien posible."
Fue un verdadero padre para sus súbditos. La fama de su bondad corrió
pronto por toda Alemania e Italia, ganándose la simpatía general. En sus
labores caritativas le ayudaba su virtuosa esposa, Santa Cunegunda, mujer
ejemplarísima en todo.
Buscador de la paz.
Decía siempre que lo que más deseaba para su nación, después de la fe,
era la paz. Con los gobernantes vecinos trató de conservar muy buenas
relaciones de amistad, y a los súbditos revoltosos, fácilmente los perdonaba y
volvían a ser sus amigos. Pocos gobernantes han logrado ganarse como Enrique el
amor de sus gobernados, y la gente bendecía a Dios por haberle concedido un
mandatario tan comprensivo.
Murió el 13 de julio del año 1024, y poco antes de morir contó a sus
familiares que con su esposa Santa Cunegunda había hecho voto de virginidad, y
que habían vivido siempre como dos hermanos.
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