10 de Julio -Domingo –
15º Domingo del T. O.-C
Lectura
del libro del Deuteronomio 30,
10-14
SALMO
RESPONSORIAL 68, 14 y 17. 30-31. 33-34. 36ab y 37
R. Humildes, buscad
al Señor, y revivirá vuestro corazón
Lectura de la carta del apóstol
san Pablo
a los Colosenses 1, 15-20
Lectura del santo Evangelio según
san Lucas 10, 25-37
En aquel tiempo, se presentó
ante Jesús un doctor de la ley para ponerlo a prueba y le preguntó:
"Maestro, ¿qué
debo hacer para conseguir la vida eterna?"
Jesús le dijo:
"¿Qué es lo que está escrito en la ley?
¿Qué lees en ella?"
El doctor de la ley
contestó: "Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma,
con todas tus fuerzas y con todo tu ser, y a tu prójimo como a ti mismo".
Jesús le dijo:
"Has contestado bien; si haces eso, vivirás".
El doctor de la
ley, para justificarse, le preguntó a Jesús:
"¿Y quién es
mi prójimo?"
Jesús le dijo:
"Un hombre que
bajaba por el camino de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos ladrones, los
cuales lo robaron, lo hirieron y lo dejaron medio muerto. Sucedió que por el
mismo camino bajaba un sacerdote, el cual lo vio y pasó de largo. De igual
modo, un levita que pasó por ahí, lo vio y siguió adelante. Pero un samaritano
que iba de viaje, al verlo, se compadeció de él, se le acercó, ungió sus
heridas con aceite y vino y se las vendó; luego lo puso sobre su cabalgadura,
lo llevó a un mesón y cuidó de él. Al día siguiente sacó dos denarios, se los
dio al dueño del mesón y le dijo: `Cuida de él y lo que gastes de más, te lo
pagaré a mi regreso'.
¿Cuál de estos tres
te parece que se portó como prójimo del hombre que fue asaltado por los
ladrones?"
El doctor de la ley
le respondió:
"El que tuvo compasión
de él".
Entonces Jesús le
dijo:
"Anda y haz tú lo mismo".
El teólogo
listillo y el buen samaritano.
¿Cuántas
normas hay que cumplir para salvarse?
Hace años se hizo famoso un
libro escrito por el jesuita Jorge Loring, Para salvarte, primera
obra en lengua española que alcanzó un millón de ejemplares en vida de su
autor. Todo empezó con unos breves apuntes para sus catequesis, pero terminaron
convirtiéndose en un enorme volumen de 1084 páginas. Ante tal cúmulo de
páginas, el lector puede sentirse como el antiguo israelita, retratado en el
Deuteronomio, que considera imposible conocer la voluntad de Dios; o como el
legista del evangelio que le pregunta a Jesús qué debe hacer para conseguir la
vida eterna.
La respuesta del Deuteronomio es clara: no hay que subir al Himalaya ni
atravesar el Atlántico para saber lo que Dios quiere de nosotros. Lo que Dios
quiere del israelita está escrito “en el código de esta ley”, que se limita a
los capítulos 12-26 del Deuteronomio. No se trata de estudiar mucho sino de
convertirse con todo el corazón y toda el alma, y de poner en práctica lo que
allí se dice.
Moisés habló al pueblo, diciendo:
‒ Escucha la voz del Señor, tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos, lo que
está escrito en el código de esta ley; conviértete al Señor, tu Dios, con todo
el corazón y con toda el alma. Porque el precepto que yo te mando hoy no es
cosa que te exceda, ni inalcanzable; no está en el cielo, no vale decir:
“¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará para
que lo cumplamos?” Ni está más allá del mar, no vale decir: “¿Quién de nosotros
cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?” El
mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo.
Pero al
Deuteronomio le ocurrió algo parecido al Para salvarte. Aunque el
texto era intocable, y nadie estaba autorizado a quitar ni añadir nada, la
interpretación de sus normas fue creciendo de forma incontrolable. En tiempos
de Jesús, el judaísmo contaba 613 mandamientos (365 prohibiciones y 248
preceptos) capaces de volver loco a cualquier persona.
Los intentos de sintetizar
Ante este cúmulo de mandamientos, es lógico que surgiese el deseo de
sintetizar, o de saber qué era lo más importante. A propósito de los famosos
rabinos Shammay y Hillel, que vivieron pocos años antes de Jesús, se cuenta la
siguiente anécdota. Una vez llegó un pagano a Shammay, famoso por su
intolerancia, y le dijo: “Me haré prosélito con la condición de que me enseñes
toda la Torá mientras aguanto a pata coja”. Él lo echó, amenazándolo con una
vara de medir que tenía en la mano. Entonces fue a Hillel, famoso por su
tolerancia, que le dijo: “Lo que no te guste, no se lo hagas a tu prójimo. En
esto consiste toda la Ley, lo demás es interpretación”. También del Rabí
Aquiba (+ hacia 135 d.C.) se recuerda un esfuerzo parecido de sintetizar toda
la Ley en una sola frase: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo; este es un gran
principio general en la Torá”.
En los evangelios hay diversos intentos de simplificar la cuestión con una
respuesta breve y drástica. El más famoso es la Regla de oro, con la que cierra
el evangelio de Mateo el Sermón del Monte: “Tratad a los demás como queréis que
os traten a vosotros. En esto consiste la ley y los profetas” (Mt 7,12). El
tema reaparece en el episodio de hoy, cuando le preguntan a Jesús cuál es el
mandamiento principal. El relato de Lucas introduce cambios muy significativos
en el de Marcos.
El escriba bueno de Marcos
Los escribas, equivalentes a los doctores de teología actuales, pero con mucho
más poder, autoridad y prestigio, no quedan bien en los evangelios.
Generalmente aparecen junto a los fariseos, como adversarios de Jesús. Menos en
este caso de Marcos, donde un escriba pregunta a Jesús cuál es el mandamiento principal,
y él le responde: amar a Dios y amar al prójimo. La reacción del escriba es
alabar a Jesús, que le devuelve la alabanza.
El legista malintencionado de Lucas
El protagonista del relato de Lucas no viene con buena intención, pretende
poner en un aprieto a Jesús; y no plantea una cuestión teórica (“¿cuál es el
mandamiento principal?”) sino muy personal: “¿qué tengo que hacer para heredar
la vida eterna?”.
Jesús no cae en la trampa. En vez de responder, pregunta: “¿Qué está escrito en
la Ley? ¿Qué lees en ella?” Y el legista se ve obligado a reconocer que sabe
perfectamente lo que debe hacer: amar a Dios y al prójimo. Jesús, con cierta
ironía, le indica que su problema no consiste en saber lo que tiene que hacer,
sino en hacerlo.
Aquí podría haber terminado todo. Pero el legista, que tiene la sensación de
haber quedado en ridículo, para justificarse plantea una cuestión filosófico-teológica:
“¿Y quién es mi prójimo?” Afortunadamente, Jesús no era alemán. No le da
una conferencia de Antropología ni le escribe un Manual de quinientas páginas
intentando aclarar esa intrincada cuestión. Se limita a contar la parábola del
buen samaritano, que ofrece dos modelos de conducta: la del sacerdote y el
levita, que ante el pobre hombre asaltado y malherido por los bandidos dan un
rodeo y pasan de largo, y la del samaritano que siente lástima, se acerca, echa
aceite y vino en las heridas, las venda, lo monta en su cabalgadura, lo lleva a
una posada, lo cuida y paga su estancia. Son siete acciones, basadas todas
ellas en el sentimiento inicial de lástima.
Al legista podría resultarle ofensivo que le cuenten un cuento. Pero Jesús no
le da tiempo a protestar, pasa directamente al ataque, obligándole a reconocer
que lo importante es comportarse como prójimo. Para terminar diciéndole: “Anda,
haz tú lo mismo”. Lo importante no es discutir sino actuar.
La mala idea de la parábola
A
muchos les gustaría limitar la parábola al ejemplo del samaritano y dejarnos
con buen sabor de boca. Pero Lucas, del que siempre alabamos su bondad, resulta
en este caso muy hiriente. No le basta un protagonista, necesita tres. Y los
elige con toda la intención: un sacerdote, un levita, un samaritano.
El sacerdote y el levita, los personajes especialmente consagrados a Dios,
hacen exactamente lo mismo: dan un rodeo y siguen su camino. ¿Por qué actúan de
este modo? ¿Porque son malos y egoístas? No. Porque si el herido no está
herido, sino muerto, basta tocarlo para quedar impuro.
La ley es tajante: “El sacerdote no se contaminará con el cadáver de un
pariente, a no ser de pariente próximo: madre, padre, hijo, hija, hermano o de
su propia hermana soltera, no dada en matrimonio. Queda profanado” (Levítico
21,2-4). Si no pueden contaminarse con un pariente, mucho menos con un
desconocido al borde de la carretera.
Y lo que se deduce es trágico: es la ley de Dios la que impide practicar la
misericordia y comportarse como prójimo del herido.
Lucas podría haber buscado como tercer protagonista a un cura progre o a un
diácono permanente sin obsesión por la ley. Elige al menos indicado: un
samaritano. El personaje más odioso y despreciable para un judío, miembro de un
pueblo que, según el libro de los Reyes, “no veneran al Señor ni proceden según
sus mandatos y preceptos”. Irónicamente, un representante de este pueblo que no
venera al Señor ni procede según sus mandatos y preceptos es quien actúa con
misericordia y se comporta como prójimo.
En
aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para
ponerlo a prueba:
‒ Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?
Él le dijo:
‒ ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?
Él contestó:
‒ «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas
tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo.»
Él le dijo:
‒ Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.
El
maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús:
‒ ¿Y quién es mi prójimo?
Jesús
dijo:
‒ Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que
lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto.
Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al
verlo, dio un rodeo y pasó de largo.
Lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio
un rodeo y pasó de largo.
Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él
y, al verlo,
le
dio lástima,
se
le acercó,
le
vendó las heridas,
echándoles aceite
y vino,
y, montándolo en su propia cabalgadura,
lo
llevó a una posada
y lo cuidó.
Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero,
le dijo:
‒ Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la
vuelta.
¿Cuál
de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los
bandidos?
Él contestó:
‒ El que practicó la misericordia con él.
Díjole Jesús:
‒ Anda, haz tú lo mismo.
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