4 de Julio - LUNES –
14ª – Semana de T.O. – C
Stª Isabel de Portugal, reina
Evangelio según san Mateo 9, 18-26
En aquel tiempo, mientras
Jesús hablaba, se acercó un personaje que se arrodilló ante él y le dijo:
“Mi hija acaba de morir.
Pero ven tú, ponle la mano en la cabeza y vivirá”.
Jesús lo siguió con sus
discípulos. Entretanto, una mujer
que sufría flujos de sangre desde hacía doce años, se le acercó por detrás y le
tocó el borde del manto, pensando que con solo tocarle el manto se curaría.
Jesús se volvió, y al
verla dijo:
“¡Ánimo, hija! Tu fe te ha
curado”.
Y en aquel momento quedó curada la mujer. Jesús
llegó a casa del personaje y, al ver a los flautistas y el alboroto de la
gente, dijo:
“¡Fuera! La niña no está
muerta, está dormida.
Se reían de él.
Cuando echaron a la gente,
entró él, cogió a la niña de la mano, y ella se puso en pie.
La noticia se divulgó por
toda aquella comarca.
1. Lo que más impresiona —y da que pensar— en
este episodio, es la fuerza que tiene, para dar salud y vida, la bondad de
Jesús. Y también la fuerza que tiene la “fe-confianza” en Jesús, para salir
adelante incluso en las situaciones que humanamente no admiten esperanza
alguna.
Tal es
el caso de la mujer enferma, que había perdido su confianza en los médicos. Y
el caso, sobre todo, de la niña difunta a la que ya no se le podía prestar más
servicio que un entierro digno.
Pues
bien, aun en tales condiciones extremas, Jesús es la solución, que devuelve la
salud y la vida.
2. Seguramente lo que más necesitamos, en estos
tiempos de crisis y caos que estamos viviendo y soportando, por muy importantes
que sean los gobernantes, los economistas, los educadores, los profesionales
del derecho y la defensa de la justicia, lo más determinante de todo es que
recuperemos la fe en Jesús. Y con eso, recuperemos la fuerza del Evangelio.
Por
supuesto esto nos suena a exhortación piadosa que no sirve sino para engañar a
los ingenuos. Y sobre todo que es un discurso en el que nadie va a poner sus
esperanzas rotas.
He aquí
el gran drama del cristianismo. Hemos perdido la fe en la fuerza del Evangelio.
Esto es
lo más grave del drama que estamos viviendo.
3. ¿Por qué hemos llegado a tanta incredulidad?
Porque
hemos pretendido armonizar y compaginar el Evangelio de Jesús con la Religión
de los Sacerdotes.
En el templo
y sobre el altar, hacemos las ceremonias del culto ritual de los sacerdotes. Y del
Evangelio hemos hecho un elemento más de ese culto sagrado y clerical.
Hemos querido
unir a Jesús con la religión de los que mataron a Jesús.
Manda el
dinero de los ricos, el poder de los gobernantes, la complicidad callada de los
obispos, la sumisión resignada de los ciudadanos.
Las
ideas de los pensadores ya no sirven. Las nuevas tecnologías nos entretienen.
La ilusión por el consumo, los viajes, el bienestar tienen tanto poder, que nos
han hecho sordos al griterío de los que se ahogan o se mueren de hambre porque
ya no queda casi nada para ellos.
Y así,
¿qué fe podemos tener en Jesús?
¿Qué nos
puede decir el Evangelio?
La mujer
enferma, ¡que se aguante! Y la niña muerta, ¡que se entierre con misa y sermón!
¿A dónde
vamos con tanta incoherencia a las espaldas?
¿No se
nos cae la cara de vergüenza?
Stª Isabel de Portugal,
reina
(Santa
Isabel de Portugal o de Aragón; Zaragoza, hacia 1274 - Estremoz, Portugal,
1336) Reina de Portugal. Merced a su matrimonio con el monarca luso Dionís, fue
reina de Portugal entre 1288 y su fallecimiento, período durante el cual
contribuyó de forma decisiva a la consolidación de la monarquía en el país
ibérico.
Hija
de Pedro III de Aragón y de Constanza de Nápoles, y por lo tanto nieta de Jaime
I el Conquistador y del emperador Federico de Suabia, recibió una esmerada
educación palaciega, conforme a los postulados de su época, aunque parece que
desde muy joven la princesa Isabel ya destacó por tener una personalidad
piadosa y caritativa.
Antes
de cumplir los diez años, sin embargo, su padre había entablado negociaciones
con el monarca portugués, mediante los embajadores Conrado de Lanza y Beltrán
de Vilafranca, para el matrimonio entre su hija y el rey luso. Éste aceptó
gustoso, y donó a la princesa, en calidad de arras, los señoríos de Obidos,
Abrantes y Porto de Mos, donación verificada en abril de 1281.
Con
las negociaciones ya avanzadas, en febrero de 1288 una embajada de Dionís con
sus más importantes consejeros, João Velho, João Martins y Vasco Pires, llegaba
a Barcelona para celebrar el matrimonio por poder y, a continuación, escoltar a
la princesa hasta la villa portuguesa de Trancoso, donde se iba a celebrar la
ceremonia religiosa. Finalmente, el 24 de junio tuvo lugar el enlace, seguido
de la celebración de unas fiestas ensalzadas por la historiografía como las más
importantes de la Plena Edad Media lusa.
Después
del matrimonio, la vida de la reina Isabel comenzó a mostrar la dualidad de
caracteres que marcarían su devenir biográfico: por una parte, su carácter
caritativo y piadoso; por otro, la fortaleza política de una mujer que,
enfrentada a grandes vaivenes gubernativos, hizo lo posible por sobreponerse a
los acontecimientos. En principio, la vida en la corte portuguesa no era, ni
por asomo, parecida a la exquisitez de la aragonesa. La ambición del estamento
nobiliario portugués, copado en gran medida por los propios miembros de la
familia real, era cada vez mayor, personificado especialmente por Alfonso,
hermano del rey, y también su principal enemigo para mantener la paz del reino,
pues no dejaba de conspirar para derribar a Dionís del trono. Muy pronto se le
uniría la rebeldía del hijo primogénito.
En
los primeros tiempos de su estancia en Portugal, la reina Isabel comenzó a
ganarse las simpatías del pueblo luso por su carácter piadoso y devoto, pues el
pueblo siempre ha admirado en especial esta veta altruista de sus gobernantes,
sobre todo en un universo religioso como era el mundo medieval. De esta manera,
las continuas fundaciones religiosas de la reina Isabel (como el de San
Bernardo de Almoster), la contribución al sostenimiento de otras
(principalmente, el lisboeta monasterio de la Trinidad), así como los
hospitales de asistencia fundados por ella (en Coimbra, Leiría y Santarém),
ayudaron a que su popularidad entre el pueblo fuese una de las de mayor nivel
entre los gobernantes medievales.
Los
problemas, sin embargo, comenzaron a llegar por los continuos enfrentamientos,
primero verbales, más tarde conspiradores, de su cuñado Alfonso, deseoso de
hacerse con el trono portugués en detrimento de su hermano, el rey Dionís; por
otra parte, las continuas infidelidades de éste, evidentemente, no hacían
presagiar un matrimonio demasiado bien avenido, pues, a pesar de que la
bastardía regia era un fenómeno relativamente tolerado en el medievo, las acusadas
convicciones éticas de la reina Isabel lo desaprobaban por completo.
A
pesar de ello, la reina acogió a los hijos bastardos de Dionís en la corte, y
si no los trató como a su propia descendencia, al menos les mostró el respeto
que debía como reina y cristiana. Esta acción piadosa, sin embargo, comenzó a
ser una fuente de problemas tras el nacimiento de los dos primeros hijos de
Dionís e Isabel: la infanta Constanza (1290-1313), que se casó con el rey de
Castilla, Fernando IV, y el príncipe Alfonso (1291-1357), que sería
posteriormente rey como Alfonso IV. Los problemas se agravaron en la segunda
década del siglo XIV, pues Alfonso (cuyo apodo era el Bravo, por motivos
obvios) comenzó a alarmarse por el incomparable ascendente que, en la corte de
Dionís, en su consejo y en la toma de decisiones políticas, había comenzado a
contraer uno de los hijos ilegítimos del rey, el infante Alfonso Sánchez.
Ante
la sospecha de que Dionís había solicitado a la Santa Sede la concesión de
legitimidad para su hermano, en detrimento de su propio acceso al trono,
Alfonso el Bravo decidió rebelarse, contado con cierta ayuda diplomática de la
regente de Castilla, la reina María de Molina. Dionís, enfurecido, arremetió
contra su hijo de manera violenta, lo que significó el inicio de las
hostilidades paterno-filiales, apoyados ambos en parte de la aristocracia lusa
afín a sus causas.
Por
lo que respecta a la reina Isabel, además del profundo dolor que una madre
podía sentir al ver peleando a padre e hijo, la cuestión fue un poco más
complicada. Desde 1318, las tropas de Alfonso instalaron su base de operaciones
en el norte del país, en Coimbra y Leiría. Casualmente, el señorío de esta
última villa había sido concedido por Dionís a su esposa, con lo que el rey
debió entrever en su toma por Alfonso una cierta participación de Isabel en la
conspiración de su hijo.
El
resultado fue que la reina fue privada del señorío, la jurisdicción y las
rentas de Leiría, además de pasar a residir, bajo fuerte vigilancia militar, en
el castillo de Alemquer. A la desesperación de Isabel se unió el temor de que,
en la primavera de 1319, ambos ejércitos parecían enfrentarse en Leiría, aunque
finalmente Alfonso huyó hacia Santarém.
Durante
dos largos años, 1319-1321, los partidarios de Alfonso sostuvieron una especie
de guerra de guerrillas contra el ejército real en la zona norte del país,
rehusando siempre el enfrentamiento directo al ser el enemigo superior en
número. Durante 1321, Alfonso de apoderó de Coimbra, Montemor o Velho, Feira y
Oporto, y llegó a sitiar Guimarães, uno de los principales bastiones de su
padre. Al saber las noticias del frente, la reina Isabel logró escapar de su
vigilancia en Alemquer para dirigirse hacia esta última ciudad, con el objeto
de hacer a su hijo desistir de su vano intento, asegurándole que no había
ninguna intención, por parte de Dionís, de subrogarle su legitimidad al trono.
A
pesar de esta intervención, y de contar con la ayuda de otro de los bastardos
de Dionís, Pedro, conde de Barcelos, Alfonso no desistió de su intento, y mucho
más al saber que las tropas reales, con su padre al frente, sitiaban la
guarnición alfonsina de Coimbra. Hacia allí se dirigió con su ejército,
comitiva seguida muy cerca por la reina Isabel quien, momentos antes de la
inminente batalla, logró lo imposible: forzar a padre e hijo a la concordia,
aunque no pudo evitar una escaramuza antes de su llegada.
El
acuerdo consistía en que Alfonso se retiraría a Pombal y Dionís a Leiría, para
licenciar a sus respectivas tropas; posteriormente, el rey prometería respetar
el derecho de sucesión si su hijo le prestaba un homenaje público de fidelidad.
Aunque no se sabe con certeza si se produjo, lo cierto es que la primera
intervención de la reina Isabel se saldó con éxito, si bien efímero, puesto que
la chispa de la guerra civil no tardaría en extenderse debido a los intereses
particulares de la aristocracia que apoyaba al príncipe rebelde. A los pocos
meses, de nuevo Alfonso, encabezando un ejército nobiliario, se dirigió desde
Santarém hacia Lisboa, a pesar de que el rey le había conminado, mediante
varios mensajeros, a que se detuviese.
De
nuevo fue necesario que la reina, montada a caballo, se interpusiera entre
ambos contendientes para detener el derramamiento de sangre. Desde luego, el
ejemplo de la reina Isabel, uno de los más insólitos en el medievo, no fue
suficiente para que se calmaran las ansias de su hijo, y mucho menos para que
la ambición aristocrática se frenase. En cualquier caso, y para conmemorar la
ocasión, la reina quiso engalanar el lugar con la edificación de un monumento,
situado en el actual Campo Grande (Lisboa), en recuerdo de la paz conseguida
allí para todo el reino.
Poco
tiempo después, en 1325, falleció el rey Dionís y, a pesar de ciertas
dificultades por el recelo de la nobleza, la sucesión, en mano de Alfonso IV,
pareció realizarse sin necesidad de violencia por ninguna parte. La
desaparición de uno de los protagonistas del conflicto casi fue la razón de que
éste acabase; así debió entenderlo la reina Isabel, después de sus intentos de
mediación, ya que, tras el entierro del rey en el cenobio de Odivelas, residió
algún tiempo en ese lugar, donde, sin duda, recuperó sus verdaderas inquietudes
espirituales, apartadas durante los tiempos problemáticos.
Al
año siguiente, 1286, la reina Isabel regresó a Coimbra, donde fundó el
monasterio de Santa Clara-a-Velha y un hospital para la asistencia a los más
desfavorecidos socialmente. No profesó la clausura clarisa, pero sí vivió en el
convento una vida de austeridad espiritual durante los años siguientes; buena
muestra de su cultivo de la espiritualidad son las dos peregrinaciones a
Santiago de Compostela llevadas a cabo en 1327 y en 1335, como una peregrina
más, sin otra compañía que algunas damas de su antigua corte que, por motivos
igualmente, piadosos, quisieron acompañarla.
Precisamente
al regreso de la última peregrinación, en 1336, la reina tuvo noticias de
nuevos conflictos familiares, esta vez entre su hijo, Alfonso IV, y el rey de
Castilla, Alfonso XI, que era nieto de Isabel. Las tropas portuguesas habían
sido de nuevo armadas para intervenir en el país vecino, y se hallaban
concentradas en Estremoz, lugar al que se dirigió la reina para, otra vez,
intervenir en un conflicto familiar. Fue recibida por su hijo en el castillo de
la citada villa, pero, sintiéndose enferma, se retiró a descansar. Unas pocas
horas más tarde, el 4 de julio de 1336, fallecería, no sin antes haber hecho
prometer a su hijo que de ninguna manera se enfrentaría de manera fratricida
con su nieto, y sobrino del propio rey.
La
intervención pacifista de Isabel la acompañó, como se puede comprobar, hasta su
propio lecho de muerte. Fue sepultada en el convento de clarisas de Coímbra que
ella misma había fundado, aunque fue transportado posteriormente hacia Santa
Clara-a-Nova, donde reposa en la actualidad. Su actividad piadosa, así como el
grato recuerdo que dejó tanto en Portugal como España, fueron motivo para que
su leyenda se engrandeciese notablemente. De esta forma, en tiempos del monarca
luso Manuel el Afortunado se iniciaron los trámites para su canonización. Fue
beatificada el 15 de abril de 1516, mediante bula del papa León X, si bien
únicamente para el obispado de Coímbra. Su definitiva canonización tuvo lugar
el 25 de mayo de 1625, a cargo del papa Urbano VIII.
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