viernes, 30 de septiembre de 2016

Parate un momento: El Evangelio del día 1 DE OCTUBRE - SÁBADO 26ª - SEMANA DEL T. O. - C Santa Teresita del Niño Jesús




1 DE OCTUBRE - SÁBADO
26ª - SEMANA DEL T. O. - C
Santa Teresita del Niño Jesús

Evangelio según san Lucas 10, 17-24
En aquel tiempo, los setenta y dos volvieron muy contentos y dijeron a Jesús:
“Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”-
 Él les contestó:
“Veía a Satanás caer del cielo como un rayo.
 Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno.
Sin embargo, no estéis alegres porque se os sometan los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo”.
En aquel momento, lleno de alegría
del Espíritu Santo, exclamó:
“Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, que has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Si Padre, porque así te ha parecido bien.
Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte:
“¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que
muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron; y oir lo que oís y no lo oyeron”

1.   Las últimas palabras de Jesús, en este texto, son la clave de todo el Evangelio: en la historia de la humanidad, hubo desde antiguo muchos hombres importantes, profetas de Dios y reyes de los pueblos, que (seguramente sin saberlo) desearon ver y oír lo que estaban viendo y oyendo los discípulos de Jesús.
¿A quién estaban viendo y oyendo los discípulos?
A Jesús, es decir, a un hombre, todo lo genial que queramos, pero era un hombre, a quien “se veía” y a quien “se oía”.
O sea: Dios, en Jesús, entraba por los sentidos.
Ahora bien, lo inexplicable, aterrador y genial, todo a la vez, es que en aquel hombre, se veía y se oía a Dios. Porque Dios estaba “presente” y “se daba a conocer” en aquel hombre.

2.   Así tuvo que ser. Porque, según afirma Jesús, “el Padre se lo ha entregado todo”.
Entregar la “totalidad” es una forma de decir que incluso Dios —y sobre todo Dios—
se ha entregado a aquel hombre que los pobres galileos veían y oían.
De ahí que Jesús explica: “Nadie conoce quién es el Padre sino el Hijo”, como es también cierto que “nadie conoce al Hijo sino el Padre”.
El conocimiento “exclusivo” y “único” del Padre (Dios) está en Jesús (hombre).
El “ser” de Dios no está a nuestro alcance, el “conocimiento” de Dios está en lo que sabemos y conocemos de Jesús.
 En otras palabras, Dios no es el “infinito”, sino que es “el ser absolutamente incomunicable’.
La “trascendencia” en efecto, no significa simplemente ser “infinitamente superior”,
sino “ser incomunicable al ser de un orden absolutamente distinto que”... (Sophie Nordmaflfl).
“Infinito” quiere decir que “lo nuestro” no tiene fin. Pero no salimos de “lo nuestro”.
Dios no es lo nuestro sin fin. Dios es una realidad que nunca podremos saber en qué consiste.

3.   Por eso, Satán se vino abajo. Por eso no hay veneno ni peligro humano que pueda con quienes se identifican con Dios, al identificarse con Jesús. Porque, en Jesús, el misterio de Dios se pone a nuestra altura, se acerca a lo humano, se identifica con los humanos. Y en cuanto eso ocurre, los llamados poderes satánicos y similares no tienen nada que hacer.

Santa Teresita del Niño Jesús



Santa Teresa del Niño Jesús nació en la ciudad francesa de Alençon, el 2 de enero de 1873, sus padres ejemplares eran Luis Martin y Acelia María Guerin, ambos venerables.
Murió en 1897, y en 1925 el Papa Pío XI la canonizó, y la proclamaría después patrona universal de las misiones. La llamó «la estrella de mi pontificado», y definió como «un huracán de gloria» el movimiento universal de afecto y devoción que acompañó a esta joven carmelita. Proclamada "Doctora de la Iglesia" por el Papa Juan Pablo II el 19 de Octubre de 1997 (Día de las misiones) «Siempre he deseado, afirmó en su autobiografía Teresa de Lisieux, ser una santa, pero, por desgracia, siempre he constatado, cuando me he parangonado a los santos, que entre ellos y yo hay la misma diferencia que hay entre una montaña, cuya cima se pierde en el cielo, y el grano de arena pisoteado por los pies de los que pasan. En vez de desanimarme, me he dicho: el buen Dios no puede inspirar deseos irrealizables, por eso puedo, a pesar de mi pequeñez, aspirar a la santidad; llegar a ser más grande me es imposible, he de soportarme tal y como soy, con todas mis imperfecciones; sin embargo, quiero buscar el medio de ir al Cielo por un camino bien derecho, muy breve, un pequeño camino completamente nuevo. Quisiera yo también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, porque soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección».
Teresa era la última de cinco hermanas - había tenido dos hermanos más, pero ambos habían fallecido - Tuvo una infancia muy feliz. Sentía gran admiración por sus padres: «No podría explicar lo mucho que amaba a papá, decía Teresa, todo en él me suscitaba admiración”. Cuando sólo tenía cinco años, su madre murió, y se truncó bruscamente su felicidad de la infancia. Desde entonces, pesaría sobre ella una continua sombra de tristeza, a pesar de que la vida familiar siguió transcurriendo con mucho amor. Es educada por sus hermanas, especialmente por la segunda; y por su gran padre, quien supo inculcar una ternura materna y paterna a la vez. Con él aprendió a amar la naturaleza, a rezar y a amar y socorrer a los pobres. Cuando tenía nueve años, su hermana, que era para ella «su segunda mamá», entró como carmelita en el monasterio de la ciudad. Nuevamente Teresa sufrió mucho, pero, en su sufrimiento, adquirió la certeza de que ella también estaba llamada al Carmelo. Durante su infancia siempre destacó por su gran capacidad para ser «especialmente» consecuente entre las cosas que creía o afirmaba y las decisiones que tomaba en la vida, en cualquier campo. Por ejemplo, si su padre desde lo alto de una escalera le decía: «Apártate, porque si me caigo te aplasto», ella se arrimaba a la escalera porque así, «si mi papá muere no tendré el dolor de verlo morir, sino que moriré con él»; o cuando se preparaba para la confesión, se preguntaba si «debía decir al sacerdote que lo amaba con todo el corazón, puesto que iba a hablar con el Señor, en la persona de él».
Cuando sólo tenía quince años, estaba convencida de su vocación: quería ir al Carmelo. Pero al ser menor de edad no se lo permitían. Entonces decidió peregrinar a Roma y pedírselo allí al Papa. Le rogó que le diera permiso para entrar en el Carmelo; él le dijo: «Entraréis, si Dios lo quiere. Tenía ‹dice Teresa‹ una expresión tan penetrante y convincente que se me grabó en el corazón».
En el Carmelo vivió dos misterios: la infancia de Jesús y su pasión. Por ello, solicitó llamarse sor Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz. Se ofreció a Dios como su instrumento. Trataba de renunciar a imaginar y pretender que la vida cristiana consistiera en una serie de grandes empresas, y de recorrer de buena gana y con buen ánimo «el camino del niño que se duerme sin miedo en los brazos de su padre».
A los 23 años enfermó de tuberculosis; murió un año más tarde en brazos de sus hermanas del Carmelo. En los últimos tiempos, mantuvo correspondencia con dos padres misioneros, uno de ellos enviado a Canadá, y el otro a China, y les acompañó constantemente con sus oraciones. Por eso, Pío XII quiso asociarla, en 1927, a san Francisco Javier como patrona de las misiones.







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