24 de octubre – Domingo
30ª . Semana del T. O.- C
San Antonio María Claret
Domund 2016: "Sal de tu
tierra"
Lectura del libro del Eclesiástico (35,12-14.16-18):
El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial;
no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los
gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen
su favor, y su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las
nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan; no ceja hasta que Dios le atiende,
y el juez justo le hace justicia.
Sal 33,2-3.17-18.19.23
R/. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha
· Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren. R/.
· El Señor se enfrenta con los
malhechores,
para borrar de la tierra su memoria.
Cuando uno grita, el Señor lo escucha
y lo libra de sus angustias. R/.
· El Señor está cerca de los atribulados,
salva a los abatidos.
El Señor redime a sus siervos,
no será castigado quien se acoge a él . R/.
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo
(4,6-8.16-18):
Estoy a punto de ser sacrificado, y el momento de mi
partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta,
he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor,
juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que
tienen amor a su venida.
La primera vez que me defendí, todos me abandonaron,
y nadie me asistió. Que Dios los perdone. Pero el Señor me ayudó y me dio
fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los
gentiles. Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo
mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. A él la gloria por los
siglos de los siglos. Amén.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,9-14):
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por
justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús
esta parábola:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era
fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
"¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones,
injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago
el diezmo de todo lo que tengo." El publicano, en cambio, se quedó atrás y
no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho,
diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador."
Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél
no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será
enaltecido.»
La justicia parcial de Dios.
El Catecismo que estudié de pequeño decía que Dios
“premia a los buenos y castiga a los malos”. Pero no concretaba quiénes eran
los buenos y quiénes los malos. Y como nuestra forma de pensar es con
frecuencia muy distinta de la de Dios, es probable que los que Dios considera
buenos y malos no coincidan con los que nosotros juzgamos como tales.
Dios, un juez parcial a favor del pobre
Esta la imagen
que ofrece la primera lectura, tomada del libro del Eclesiástico 35,12-14.16-18
El Señor es un Dios justo, que
no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas
del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su
queja; sus penas consiguen su favor, y su grito alcanza las nubes; los gritos
del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan; no ceja
hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hace justicia.
Lo más
curioso de este texto es que no lo escribe un profeta, amante de las denuncias
sociales y de las críticas a los ricos y poderosos, sino un judío culto,
perteneciente a la clase acomodada del siglo II a.C.: Jesús ben Sira, viajero
incansable en busca de la sabiduría, pero también gran conocedor de las
tradiciones de Israel. Y la imagen que ofrece de Dios dista mucho de la que
tenían bastantes israelitas. No es un Dios imparcial, que juzga a las personas
por sus obras; es un Dios parcial, que juzga a las personas por su situación
social. Por eso se pone de parte de los pobres, los oprimidos, los huérfanos y
las viudas; los seres más débiles de la sociedad.
Comienza
el autor diciendo: El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial. Pero
añade de inmediato, con un toque de ironía: no es parcial contra el
pobre. Porque la experiencia de Israel, como la de todos los pueblos,
enseña que lo más habitual es que la gente se ponga a favor de los poderosos y
en contra de los débiles.
Dios, un juez parcial a favor del
humilde
El evangelio de
Lucas (Lc 18, 9-14) ofrece el mismo contraste mediante un ejemplo distinto, sin
relación con el ámbito económico.
En
aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí
mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:
‒ Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un
publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: «¡Oh Dios!, te doy
gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como
ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que
tengo.» El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar
los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Oh Dios!, ten
compasión de este pecador.» Os digo que éste bajó a su casa justificado, y
aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla
será enaltecido.»
La
parábola es fácil de entender, pero conviene profundizar en la actitud del
fariseo.
La confesión de inocencia
Un niño pequeño, cuando
hace una trastada, es frecuente que se excuse diciendo: “Mamá, yo no he sido”.
Esta tendencia innata a declararse inocente influyó en la redacción del
capítulo 150 del Libro de los muertos, una de las obras más
populares del Antiguo Egipto. Es lo que se conoce como la “confesión negativa”,
porque el difunto iba recitando una serie de malas acciones que no había
cometido. Algo parecido encontramos también en algunos Salmos. Por ejemplo, en
Sal 7,4-6:
Señor,
Dios mío, si he cometido eso, si hay crímenes en mis manos,
si he
perjudicado a mi amigo o despojado al que me ataca sin razón,
que el enemigo me
persiga y me alcance,
me pisotee vivo por
tierra, aplastando mi vientre contra el polvo.
O en el Salmo
26(25),4-5:
No me siento con gente
falsa,
con los clandestinos
no voy;
detesto la banda de
malhechores,
con los malvados no
me siento.
La profesión de bondad
Existe
también la versión positiva, donde la persona enumera las cosas buenas que ha
hecho. Encontramos un espléndido ejemplo en el libro de Job, cuando el
protagonista proclama (Job 29,12-17):
Yo
libraba al pobre que pedía socorro y al
huérfano indefenso,
recibía la bendición
del vagabundo y
alegraba el corazón de la viuda;
de justicia me vestía
y revestía,
el derecho era mi manto y
mi turbante.
Yo era ojos para el ciego,
era pies para el
cojo,
yo era el padre de los pobres
y examinaba la causa del
desconocido.
Le rompía las mandíbulas al inicuo
para arrancarle la presa de los
dientes.
El orgullo del fariseo
Volvamos a la confesión del fariseo: «¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los
demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces
por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.»
Si el fariseo hubiera sido
como Job, se habría limitado a las palabras finales: Ayuno dos veces
por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo. Pero al fariseo lo
come el odio y el desprecio a los demás, a los que considera globalmente
pecadores: ladrones, injustos, adúlteros. Sólo él es bueno, y considera que
Dios está por completo de su parte.
La humildad del publicano
En el
extremo opuesto se encuentra la actitud del publicano. A diferencia de Job, no
recuerda sus buenas acciones, que algunas habría hecho en su vida. A diferencia
del Libro de los muertos y algunos Salmos, no enumera malas
acciones que no ha cometido. Al contrario, prescindiendo de los hechos
concretos se fija en su actitud profunda y reconoce humildemente, mientras se
golpea el pecho: ¡Oh Dios!, ten compasión
de este pecador.
En el AT
hay dos casos famosos de confesión de la propia culpa: David y Ajab. David
reconoce su pecado después del adulterio con Betsabé y de ordenar la muerte de
su esposo, Urías. Ajab reconoce su pecado después del asesinato de Nabot. Pero
en ambos casos se trata de pecados muy concretos, y también en ambos casos es
preciso que intervenga un profeta (Natán o Elías) para que el rey advierta la
maldad de sus acciones. El publicano de la parábola muestra una humildad mucho
mayor. No dice: “he hecho algo malo”, no necesita que un profeta le abra los
ojos; él mismo se reconoce pecador y necesitado de la misericordia divina.
Dios, un juez parcial e injusto
Al final de la
parábola, Dios emite una sentencia desconcertante: el piadoso fariseo es
condenado, mientras que el pecador es declarado inocente: Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no.
- ¿Debemos
decir, en contra del Catecismo, que “Dios premia a los malos y castiga a los
buenos”?
- ¿O, más bien, que debemos cambiar nuestros conceptos de buenos y malos, y
nuestra imagen de Dios?
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