21
DE FEBRERO – MARTES –
7ª
- SEMANA DEL T.O.-A
SAN
PEDRO DAMIAN, Obispo y doctor
Evangelio según san Marcos 9, 29-36
En aquel tiempo, Jesús y
sus discípulos se marcharon del monte y atravesaron Galilea; no quería que
nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos.
Les decía:
"El Hijo del Hombre
va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto,
a los tres días resucitará".
Pero no entendían aquello,
y les daba miedo preguntarle.
Llegaron a Cafarnaúm, y una
vez en casa, les preguntó:
“¿Qué discutíais por el
camino?".
Ellos no contestaron, pues
por el camino habían discutido quién era el más importante.
Jesús se sentó, llamó a
los Doce y les dijo:
"Quien quiera ser el
primero, que sea el último de todos y servidor de todos".
Y acercando a un niño, lo
puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
"El que acoge a un
niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge
a mí, sino al que me ha enviado".
1. Este evangelio plantea un contraste fuerte.
Tan fuerte, que a mucha gente le parece intolerable y hasta posiblemente
inaceptable.
El
relato nos viene a decir que, precisamente cuando Jesús iba instruyendo a los
apóstoles del fracaso final que le esperaba, exactamente entonces, los
apóstoles venían discutiendo quién de ellos era el más importante.
Es
decir, Jesús había proyectado su vida de manera que, por causa de sus
conflictos con los dirigentes religiosos, religiosos, por eso se encaminaba
hacia la exclusión de un fracasado.
Los apóstoles, justamente
en el polo opuesto, andaban proyectando su vida de forma que querían
encaminarse hacia el éxito de un instalado. Y, además, ellos pensaban en un instalado
en el primer puesto, el sitio del "más importante".
2. Aquí tenemos retratado el contraste que hoy
seguimos viendo en la Iglesia.
El
centro de su fe y de su vida está en el Crucificado. Pero de sobra sabemos que
las cosas han venido a terminar en el hecho esperpéntico de que al Crucificado
lo representan los "instalados", hombres con poderes y títulos, que
pretenden ser los primeros, con dignidades y privilegios, vestidos y revestidos
de pompa y boato, erigidos en habladores de lo que, desde sus cátedras de dignidad,
no se puede explicar. Y hasta resulta ridículo pretender explicarlo.
La
actualidad de este evangelio es fuerte y da mucho que pensar.
3. Los evangelistas amaban a la Iglesia. Pero
ese amor no les nubló los ojos ni les cerró la boca. Ellos vieron y dejaron por
escrito, para todas las generaciones, las miserias de los apóstoles. Y sin
embargo hoy acusan de desamor a la Iglesia a quienes ven y hablan de las
miserias de los "sucesores de los apóstoles".
Amar a la Iglesia es querer su bien. Y el bien
de la fe de los seguidores de Jesús. Y si esto es así, no está fuera de lugar
tener los ojos abiertos para ver lo que sucede en la Iglesia. Y la lengua
suelta para decirlo -sin ira y sin resentimientos- cuando hay que decirlo.
Porque
callar ciertas cosas es hacerse
cómplice de ellas. Y eso
no es amar. A nadie. Ni a la Iglesia, ni a sus obispos, ni a los creyentes.
Y
todavía un detalle más: Jesús dijo lo que tenía que decirles a sus apóstoles
"sentándose" (kathisas).
En
los evangelios, Jesús "se sienta" cuando enseña, como maestro, algo
importante (Mc 4, 1; 12, 41; 13, 3; Mt 5, 1-26, 55; Lc 4, 20-21; 5, 3; in 8, 2;
cf. Mt 23, 2) (Marcus Joel).
SAN
PEDRO DAMIÁN, Obispo y doctor
Doctor de la Iglesia (año 1072).
Damián significa: el que doma su cuerpo. Domador de sí mismo.
San Pedro Damián fue un hombre austero y
rígido que Dios envió a la Iglesia Católica en un tiempo en el que la
relajación de costumbres era muy grande y se necesitaban predicadores que
tuvieran el valor de corregir los vicios con sus palabras y con sus buenos
ejemplos. Nació en Ravena (Italia) el año 1007.
Quedó huérfano muy pequeñito y un hermano suyo lo humilló
terriblemente y lo dedicó a cuidar cerdos y lo trataba como al más vil de los
esclavos. Pero de pronto un sacerdote, el Padre Damián, se compadeció de él y
se lo llevó a la ciudad y le costeó los estudios. En honor a su protector, en
adelante nuestro santo se llamó siempre Pedro Damián.
El antiguo cuidador de cerdos resultó tener una inteligencia
privilegiada y obtuvo las mejores calificaciones en los estudios y a los 25
años ya era profesor de universidad. Pero no se sentía satisfecho de vivir en
un ambiente tan mundano y corrompido, y dispuso hacerse religioso.
Estaba meditando cómo entrarse a un convento, cuando recibió
la visita de dos monjes benedictinos, de la comunidad fundada por el austero
San Romualdo, y al oírles narrar lo seriamente que en su convento se vivía la
vida religiosa, se fue con ellos. Y pronto resultó ser el más exacto cumplidor
de los severísimos reglamentos de su convento.
Pedro, para lograr dominar sus pasiones sensuales, se colocó
debajo de su camisa correas con espinas (cilicio, se llama esa penitencia) y se
daba azotes, y se dedicó a ayunar a pan y agua. Pero sucedió que su cuerpo, que
no estaba acostumbrado a tan duras penitencias, empezó a debilitarse y le llegó
el insomnio, y pasaba las noches sin dormir, y le afectó una debilidad general
que no le dejaba hacer nada. Entonces comprendió que las penitencias no deben
ser tan exageradas, y que la mejor penitencia es tener paciencia con las penas
que Dios permite que nos lleguen, y que una muy buena penitencia es dedicarse a
cumplir exactamente los deberes de cada día y a estudiar y trabajar con todo
empeño.
Esta experiencia personal le fue de gran utilidad después al
dirigir espiritualmente a otros, pues a muchos les fue enseñando que, en vez de
hacer enfermar al cuerpo con penitencias exageradas, lo que hay que hacer es
hacerlo trabajar fuertemente en favor del reino de Dios y de la salvación de
las almas.
En sus años de monje, Pedro Damián aprovechó aquel ambiente de
silencio y soledad para dedicarse a estudiar muy profundamente la Sagrada
Biblia y los escritos de los santos antiguos. Esto le servirá después
enormemente para redactar sus propios libros y sus cartas que se hicieron
famosas por la gran sabiduría con la que fueron compuestas.
En los ratos en que no estaba rezando o estudiando, se
dedicaba a labores de carpintería, y con los pequeños muebles que construía
ayudaba a la economía del convento.
Al morir el superior del convento, los monjes nombraron como
su abad a Pedro Damián. Este se oponía porque se creía indigno, pero entre
todos lo lograron convencer de que debía aceptar. Era el más humilde de todos,
y pedía perdón en público por cualquier falta que cometía. Y su superiorato
produjo tan buenos resultados que de su convento se formaron otros cinco
conventos, y dos de sus dirigidos fueron declarados santos por el Sumo
Pontífice (Santo Domingo Loricato y San Juan de Lodi. Este último escribió la
vida de San Pedro Damián).
Muchísimas personas pedían la dirección espiritual de San
Pedro Damián. A cuatro Sumos Pontífices les dirigió cartas muy serias
recomendándoles que hicieran todo lo posible para que la relajación y las malas
costumbres no se apoderaran de la Iglesia y de los sacerdotes. Criticaba
fuertemente a los que son muy amigos de pasear mucho, pues decía que el que
mucho pasea, muy difícilmente llega a la santidad.
A un obispo que en vez de dedicarse a enseñar catecismo y a
preparar sermones pasaba las tardes jugando ajedrez, le puso como penitencia
rezar tres veces todos los salmos de la Biblia (que son 150), lavarles los pies
a doce pobres y regalarle a cada uno una moneda de oro. La penitencia era
fuerte, pero el obispo se dio cuenta de que sí se la merecía, y la cumplió y se
enmendó.
Los dos peores vicios de la Iglesia en aquellos años mil, eran
la impureza y la simonía. Muchos sacerdotes eran descuidados en cumplir su
celibato, o sea ese juramento solemne que han hecho de esforzarse por ser
puros, y además la simonía era muy frecuente en todas partes. Y contra estos
dos defectos se propuso luchar Pedro Damián.
Varios Sumos Pontífices, sabiendo la gran
sabiduría y la admirable santidad del Padre Pedro Damián, le confiaron misiones
delicadísimas. El Papa Esteban IX lo nombró Cardenal y Obispo de Ostia (que es
el puerto de Roma). El humilde sacerdote no quería aceptar estos cargos, pero
el Papa lo amenazó con graves castigos si no lo aceptaba. Y allí, con esos
oficios, obró con admirable prudencia. Porque al que es obediente consigue victorias.
Resultó que el joven emperador Enrique IV quería divorciarse,
y su arzobispo, por temor, se lo iba a permitir. Entonces el Papa envió a Pedro
Damián a Alemania, el cual reunió a todos los obispos alemanes, y
valientemente, delante de ellos le pidió al emperador que no fuera a dar ese
mal ejemplo tan dañoso a todos sus súbditos, y Enrique desistió de su idea de
divorciarse.
Sus sermones eran escuchados con mucha
emoción y sabiduría, y sus libros eran leídos con gran provecho espiritual.
Así, por ejemplo, uno que se llama "Libro Gomorriano", en contra de
las costumbres de su tiempo. (Gomorriano, en recuerdo de Gomorra, una de las
cinco ciudades que Dios destruyó con una lluvia de fuego porque allí se
cometían muchos pecados de impureza). A los Pontífices y a muchos personajes
les dirigió frecuentes cartas pidiéndoles que trataran de acabar con la
Simonía, o sea con aquel vicio que consiste en llegar a los altos puestos de la
Iglesia comprando el cargo con dinero (y no mereciéndolo con el buen comportamiento).
Este vicio tomó el nombre de Simón el Mago, un tipo que le propuso a San Pedro
apóstol que le vendiera el poder de hacer milagros. En aquel siglo del año mil
era muy frecuente que un hombre nada santo llegara a ser sacerdote y hasta
obispo, porque compraba su nombramiento dando mucho dinero a los que lo elegían
para ese cargo. Y esto traía terribles males a la Iglesia Católica porque
llegaban a altos puestos unos hombres totalmente indignos que no iban a hacer
nada bien sino mucho mal. Afortunadamente, el Papa que fue nombrado al año
siguiente de la muerte de San Pedro Damián, y que era su gran amigo, el Papa
Gregorio VII, se propuso luchar fuertemente contra ese vicio y tratar de
acabarlo.
La gente decía: el Padre Damián es fuerte en el hablar, pero
es santo en el obrar, y eso hace que le hagamos caso con gusto a sus llamadas
de atención.
Lo que más le agradaba era retirarse a la soledad a rezar y a
meditar. Y sentía una santa envidia por los religiosos que tienen todo su
tiempo para dedicarse a la oración y a la meditación. Otra labor que le
agradaba muchísimo era el ayudar a los pobres. Todo el dinero que le llegaba lo
repartía entre la gente más necesitada. Era mortificadísimo en comer y dormir,
pero sumamente generosos en repartir limosnas y ayudas a cuantos más podía.
El Sumo Pontífice lo envió a Ravena a tratar de lograr que esa
ciudad hiciera las paces con el Papa. Lo consiguió, y al volver de su
importante misión, al llegar al convento sintió una gran fiebre y murió
santamente. Era el 21 de febrero del año 1072. Inmediatamente la gente empezó a
considerarlo como un gran santo y a conseguir favores de Dios por su
intercesión.
El Papa lo canonizó y lo declaró Doctor de la Iglesia por los
elocuentes sermones que compuso y por los libros tan sabios que escribió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario