VATICANO, 07 Feb. 17 - El Mensaje del
Papa Francisco para la Cuaresma 2017 lleva por título
“La Palabra es un don. El otro es un don”.
En él, el Santo Padre habla del pasaje
sobre Lázaro y el rico; y señala que “la Cuaresma es el tiempo propicio para
renovarse en el encuentro con Cristo vivo en su Palabra, en los sacramentos y
en el prójimo. El Señor 'que en los cuarenta días que pasó en el desierto
venció los engaños del Tentador' nos muestra el camino a seguir”.
A continuación, el texto completo del
mensaje:
Queridos hermanos y
hermanas:
La Cuaresma es un nuevo comienzo, un
camino que nos lleva a un destino seguro: la Pascua de Resurrección, la
victoria de Cristo sobre la muerte. Y en este tiempo recibimos siempre una
fuerte llamada a la conversión: el cristiano está llamado a volver a Dios «de
todo corazón» (Jl 2,12), a no contentarse con una vida mediocre, sino a crecer
en la amistad con el Señor.
Jesús es el amigo fiel que nunca nos
abandona, porque incluso cuando pecamos espera pacientemente que volvamos a él
y, con esta espera, manifiesta su voluntad de perdonar (cf. Homilía, 8 enero
2016).
La Cuaresma es un tiempo propicio para
intensificar la vida del espíritu a través de los medios santos que la Iglesia
nos ofrece: el ayuno, la oración y la limosna. En la base de todo está la
Palabra de Dios, que en este tiempo se nos invita a escuchar y a meditar con
mayor frecuencia. En concreto, quisiera centrarme aquí en la parábola del
hombre rico y el pobre Lázaro (cf. Lc 16,19- 31).
Dejémonos guiar por este relato tan
significativo, que nos da la clave para entender cómo hemos de comportarnos
para alcanzar la verdadera felicidad y la vida eterna, exhortándonos a una
sincera conversión.
1. El otro es un don
La parábola comienza presentando a los
dos personajes principales, pero el pobre es el que viene descrito con más
detalle: él se encuentra en una situación desesperada y no tiene fuerza ni para
levantarse, está echado a la puerta del rico y come las migajas que caen de su
mesa, tiene llagas por todo el cuerpo y los perros vienen a lamérselas (cf. vv.
20-21). El cuadro es sombrío, y el hombre degradado y humillado.
La escena resulta aún más dramática si
consideramos que el pobre se llama Lázaro: un nombre repleto de promesas, que
significa literalmente «Dios ayuda». Este no es un personaje anónimo, tiene
rasgos precisos y se presenta como alguien con una historia personal.
Mientras que para el rico es como si
fuera invisible, para nosotros es alguien conocido y casi familiar, tiene un
rostro; y, como tal, es un don, un tesoro de valor incalculable, un ser
querido, amado, recordado por Dios, aunque su condición concreta sea la de un
desecho humano (cf. Homilía, 8 enero 2016).
Lázaro nos enseña que el otro es un don.
La justa relación con las personas consiste en reconocer con gratitud su valor.
Incluso el pobre en la puerta del rico, no es una carga molesta, sino una
llamada a convertirse y a cambiar de vida.
La primera invitación que nos hace esta
parábola es la de abrir la puerta de nuestro corazón al otro, porque cada
persona es un don, sea vecino nuestro o un pobre desconocido. La Cuaresma es un
tiempo propicio para abrir la puerta a cualquier necesitado y reconocer en él o
en ella el rostro de Cristo.
Cada uno de nosotros los encontramos en
nuestro camino. Cada vida que encontramos es un don y merece acogida, respeto y
amor. La Palabra de Dios nos ayuda a abrir los ojos para acoger la vida y
amarla, sobre todo cuando es débil. Pero para hacer esto hay que tomar en serio
también lo que el Evangelio nos revela acerca del hombre rico.
2.
El pecado nos ciega
La parábola es despiadada al mostrar las
contradicciones en las que se encuentra el rico (cf. v. 19). Este personaje, al
contrario que el pobre Lázaro, no tiene un nombre, se le califica sólo como
«rico». Su opulencia se manifiesta en la ropa que viste, de un lujo exagerado.
La púrpura, en efecto, era muy valiosa,
más que la plata y el oro, y por eso estaba reservada a las divinidades (cf. Jr
10,9) y a los reyes (cf. Jc 8,26). La tela era de un lino especial que
contribuía a dar al aspecto un carácter casi sagrado.
Por tanto, la riqueza de este hombre es
excesiva, también porque la exhibía de manera habitual todos los días:
«Banqueteaba espléndidamente cada día» (v. 19). En él se vislumbra de forma
patente la corrupción del pecado, que se realiza en tres momentos sucesivos: el
amor al dinero, la vanidad y la soberbia (cf. Homilía, 20 septiembre 2013).
El apóstol Pablo dice que «la codicia es
la raíz de todos los males» (1 Tm 6,10). Esta es la causa principal de la
corrupción y fuente de envidias, pleitos y recelos.
El dinero puede llegar a dominarnos
hasta convertirse en un ídolo tiránico (cf. Exh. ap. Evangelii gaudium, 55). En
lugar de ser un instrumento a nuestro servicio para hacer el bien y ejercer la
solidaridad con los demás, el dinero puede someternos, a nosotros y a todo el
mundo, a una lógica egoísta que no deja lugar al amor e impide la paz.
La parábola nos muestra cómo la codicia
del rico lo hace vanidoso. Su personalidad se desarrolla en la apariencia, en
hacer ver a los demás lo que él se puede permitir.
Pero la apariencia esconde un vacío
interior. Su vida está prisionera de la exterioridad, de la dimensión más
superficial y efímera de la existencia (cf. ibíd., 62).
El peldaño más bajo de esta decadencia
moral es la soberbia. El hombre rico se viste como si fuera un rey, simula las
maneras de un dios, olvidando que es simplemente un mortal.
Para el hombre corrompido por el amor a
las riquezas, no existe otra cosa que el propio yo, y por eso las personas que
están a su alrededor no merecen su atención. El fruto del apego al dinero es
una especie de ceguera: el rico no ve al pobre hambriento, llagado y postrado
en su humillación
Cuando miramos a este personaje, se entiende
por qué el Evangelio condena con tanta claridad el amor al dinero: «Nadie puede
estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al
contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir
a Dios y al dinero» (Mt 6,24).
3.
La Palabra es un don
El Evangelio del rico y el pobre Lázaro
nos ayuda a prepararnos bien para la Pascua que se acerca. La liturgia del
Miércoles de Ceniza nos invita a vivir una experiencia semejante a la que el
rico ha vivido de manera muy dramática.
El sacerdote, mientras impone la ceniza
en la cabeza, dice las siguientes palabras: «Acuérdate de que eres polvo y al
polvo volverás». El rico y el pobre, en efecto, mueren, y la parte principal de
la parábola se desarrolla en el más allá. Los dos personajes descubren de
repente que «sin nada vinimos al mundo, y sin nada nos iremos de él» (1 Tm
6,7).
También nuestra mirada se dirige al más
allá, donde el rico mantiene un diálogo con Abraham, al que llama «padre» (Lc
16,24.27), demostrando que pertenece al pueblo de Dios.
Este aspecto hace que su vida sea
todavía más contradictoria, ya que hasta ahora no se había dicho nada de su
relación con Dios. En efecto, en su vida no había lugar para Dios, siendo él
mismo su único dios.
El rico sólo reconoce a Lázaro en medio
de los tormentos de la otra vida, y quiere que sea el pobre quien le alivie su
sufrimiento con un poco de agua.
Los gestos que se piden a Lázaro son
semejantes a los que el rico hubiera tenido que hacer y nunca realizó. Abraham,
sin embargo, le explica: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y
Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú
padeces» (v. 25). En el más allá se restablece una cierta equidad y los males
de la vida se equilibran con los bienes.
La parábola se prolonga, y de esta
manera su mensaje se dirige a todos los cristianos. En efecto, el rico, cuyos
hermanos todavía viven, pide a Abraham que les envíe a Lázaro para advertirles;
pero Abraham le responde: «Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen»
(v. 29). Y, frente a la objeción del rico, añade: «Si no escuchan a Moisés y a
los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto» (v. 31).
De esta manera se descubre el verdadero
problema del rico: la raíz de sus males está en no prestar oído a la Palabra de
Dios; esto es lo que le llevó a no amar ya a Dios y por tanto a despreciar al
prójimo.
La Palabra de Dios es una fuerza viva,
capaz de suscitar la conversión del corazón de los hombres y orientar nuevamente
a Dios. Cerrar el corazón al don de Dios que habla tiene como efecto cerrar el
corazón al don del hermano.
Queridos hermanos y hermanas, la
Cuaresma es el tiempo propicio para renovarse en el encuentro con Cristo vivo
en su Palabra, en los sacramentos y en el prójimo. El Señor "que en los
cuarenta días que pasó en el desierto venció los engaños del Tentador" nos
muestra el camino a seguir.
Que el Espíritu Santo nos guie a
realizar un verdadero camino de conversión, para redescubrir el don de la
Palabra de Dios, ser purificados del pecado que nos ciega y servir a Cristo
presente en los hermanos necesitados.
Animo a todos los fieles a que
manifiesten también esta renovación espiritual participando en las campañas de
Cuaresma que muchas organizaciones de la Iglesia promueven en distintas partes
del mundo para que aumente la cultura del encuentro en la única familia humana.
Oremos unos por otros para que,
participando de la victoria de Cristo, sepamos abrir nuestras puertas a los
débiles y a los pobres. Entonces viviremos y daremos un testimonio pleno de la
alegría de la Pascua.
Vaticano, 18 de octubre de 2016
Fiesta de San Lucas Evangelista
FRANCISCO
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