5
de febrero Domingo,
5ª
– Semana del T.O.-A
Lectura del libro de Isaías (58,7-10):
ESTO dice el Señor:
«Parte tu pan con el
hambriento, hospeda a los pobres sin techo, cubre a quien ves desnudo
y no te desentiendas de los tuyos.
Entonces surgirá tu luz
como la aurora, enseguida se curarán tus heridas, ante ti marchará la justicia,
detrás de ti la gloria del Señor.
Entonces clamarás al Señor
y te responderá;
pedirás ayuda y te dirá: “Aquí estoy”.
Cuando alejes de ti la
opresión, el dedo acusador y la calumnia, cuando ofrezcas al hambriento de lo
tuyo y sacies al alma afligida,
brillará tu luz en las tinieblas, tu
oscuridad como el mediodía».
Salmo 111,4-5.6-7.8a.9
R/. El justo brilla en las
tinieblas como una
luz
V/. En las tinieblas brilla
como una luz
el que es justo, clemente y compasivo.
Dichoso
el que se apiada y presta,
y administra rectamente sus asuntos. R/.
V/. Porque
jamás vacilará.
El recuerdo del justo será
perpetuo.
No temerá las malas noticias,
su corazón está firme en
el Señor. R/.
V/. Su
corazón está seguro, sin temor.
Reparte limosna a los
pobres;
su caridad dura por
siempre
y alzará la frente con
dignidad. R/.
Lectura de la primera carta del apóstol
san Pablo a los Corintios (2,1-5):
YO mismo, hermanos, cuando
vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime
elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa
alguna, sino a Jesucristo, y este crucificado.
También yo me presenté a vosotros débil
y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva
sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que
vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de
Dios.
Evangelio según san Mateo (5,13-16),
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus
discípulos:
«Vosotros sois la sal de
la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para
tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del
mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una
lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y
que alumbre a todos los de casa.
Brille así vuestra luz
ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro
Padre que está en los cielos».
La sal y la luz.
El evangelio de este
domingo consta de dos breves parábolas muy fáciles de entender. Pero se puede
profundizar en ellas situándolas en su contexto y utilizándolas para un examen
de conciencia.
En aquel
tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de
un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del candelero,
sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre
así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria
a vuestro Padre que está en el cielo.
Diseccionando
el texto
Aunque empiezan de forma
muy parecida, el desarrollo de las dos parábolas es distinto.
La
primera consta de dos elementos: afirmación (vosotros
sois la sal) y advertencia sobre
el peligro de perder el sabor.
La segunda es más compleja,
consta de cuatro elementos: entre la afirmación (vosotros sois
la luz) y la advertencia sobre el peligro de meter la lámpara en el
armario, encontramos una nueva imagen sobre la ciudad en lo alto del monte, y
termina con una exhortación a hacer brillar nuestra luz.
Pido perdón por
destripar el texto, pero lo hago para dejar claro la difícil tarea de los
evangelistas, que reunieron palabras pronunciadas por Jesús en diversos
momentos, y no tenían la posibilidad moderna de marcar bloque y trasladar o
borrar sin enorme gasto de tiempo y de dinero.
El
contexto: las parábolas y las bienaventuranzas
El evangelio de Mateo
sitúa estas dos parábolas inmediatamente después de las bienaventuranzas. Como
vimos el domingo pasado, las bienaventuranzas hablan de las personas que pueden
interesarse por el mensaje de Jesús y entenderlo; de las que pueden entrar a
formar parte de la comunidad cristiana (el reinado inicial de Dios) por los
motivos más diversos en su actitud ante Dios y el prójimo. Proclamando los
valores más inauditos, son un canto de esperanza para todos los que se sienten
marginados por la sociedad y el estamento religioso: Dios Rey los acoge como
súbditos.
Pero Mateo, siempre
tan realista, no quiere que los cristianos lancemos las campanas al vuelo, que
nos sintamos maravillosos y al seguro. Por eso, antes de entrar en el cuerpo
central del Sermón del Monte, nos da un doble toque de atención con estas dos
parábolas.
Los dos
peligros
Leídas juntas, las dos parábolas pretende ilusionar a los oyentes recordándoles
que Dios les ha concedido la capacidad de dar sabor, y energía para iluminar a
todos los hombres, redundando en gloria de Dios.
Pero
caben dos peligros: el primero, perder la energía (parábola
de la sal); el segundo, ocultarla (parábola de la luz del mundo).
¿Cómo se puede perder la energía? Más adelante, en la parábola
del sembrador, Mateo ofrece unas pistas cuando habla de la semilla
sembrada entre cardos: las preocupaciones
mundanas y la seducción de la riqueza lo ahogan, y no da fruto (Mt 13,22).
¿Cómo conservar la energía? Si tomamos como modelo a Jesús, sus dos fuentes
de energía fueron la oración (tema que subrayan los cuatro evangelios) y el
contacto directo con el prójimo, especialmente con los más necesitados
(enfermos, marginados).
¿Cómo ocultar la luz? Dejándonos arrastrar por lo cómodo
y fácil. Jesús fue luz del mundo porque no se recluyó cómodamente en su mundo,
prefirió el esfuerzo, el riesgo, el cansancio, la adversidad y la muerte.
¿Cómo hacer que brille nuestra luz?
La primera lectura, tomada del c.58 de Isaías, encaja perfectamente con la
parábola de la luz.
Así dice el Señor:
Parte tu pan con el hambriento,
hospeda a los pobres sin techo,
viste al que ves desnudo,
y no te cierres a tu propia carne.
Entonces romperá tu luz como la aurora,
en seguida te brotará la carne sana;
te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del
Señor.
Entonces clamarás al Señor, y te responderá;
gritarás, y te dirá: «Aquí estoy.
Cuando destierres de ti la opresión, el gesto
amenazador y la
maledicencia,
cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el
estómago del
indigente,
brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá
mediodía.
Tras la destrucción de Jerusalén
y la deportación a Babilonia (año 586 a.C.), la situación del pueblo judío fue
trágica, incluso después de la vuelta del destierro (año 538 a.C.).
La capital siguió prácticamente
despoblada hasta mediados o finales del siglo V (época de Nehemías) y la situación
económica era de absoluta penuria. El pueblo se sentía como un cuerpo enfermo y
sumergido en tinieblas.
En
esas circunstancias de desánimo, busca la solución en una serie de ceremonias
religiosas, especialmente el ayuno (que implicaba no sólo abstenerse de
alimentos sino también realizar otros ritos, como cubrirse de saco y ceniza,
etc.), para ganarse el favor de Dios. Pero Dios no hace nada. Y el pueblo se
queja y protesta. «¿Para qué ayunar si no haces caso?» Dios responde por medio
del profeta: si quieres que tu situación mejore, que brille tu luz en las
tinieblas, que rompa tu luz como la aurora, comprométete con el que pasa
hambre, tiene sed, está desnudo y sin techo (las famosas obras de misericordia,
que se conocían ya en el antiguo Egipto); destierra la opresión y la
maledicencia.
Hay una idea capital en esta lectura. Cuando habla de los necesitados
termina diciendo: «y no te cierres a tu propia carne». El
hambriento, desnudo o sin techo no es un ser extraño, ajeno a mí, al que hago
un favor si me apetece. Es mi propia carne, que reclama cuidado y atención,
como un miembro cualquiera de nuestro cuerpo.
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