23 de OCTUBRE – MIÉRCOLES –
29ª – SEMANA DEL T. O. – C –
Lectura
de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (6,12-18):
Que el pecado no siga dominando vuestro cuerpo mortal, ni seáis
súbditos de los deseos del cuerpo. No pongáis vuestros miembros al servicio del
pecado, como instrumentos para la injusticia; ofreceos a Dios como hombres que
de la muerte han vuelto a la vida, y poned a su servicio vuestros miembros,
como instrumentos para la justicia. Porque el pecado no os dominará: ya no
estáis bajo la Ley, sino bajo la gracia. Pues, ¿qué? ¿Pecaremos porque no
estamos bajo la Ley, sino bajo la gracia? ¡De ningún modo! ¿No sabéis que, al
ofreceros a alguno como esclavos para obedecerle, os hacéis esclavos de aquel a
quien obedecéis: bien del pecado, para la muerte, bien de la obediencia, para
la justicia? Pero, gracias a Dios, vosotros, que erais esclavos del pecado,
habéis obedecido de corazón a aquel modelo de doctrina al que fuisteis
entregados y, liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia.
Palabra
de Dios
Salmo:
123,1-3.4-6.7-8
R/.
Nuestro auxilio es el nombre del Señor
Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte
–que lo diga Israel–,
si el Señor no hubiera
estado de nuestra parte,
cuando nos asaltaban los
hombres,
nos habrían tragado
vivos:
tanto ardía su ira
contra nosotros. R/.
Nos habrían arrollado las aguas,
llegándonos el torrente
hasta el cuello;
nos habrían llegado
hasta el cuello las aguas espumantes.
Bendito el Señor, que no
nos entregó en presa a sus dientes. R/.
Hemos salvado la vida,
como un pájaro de la
trampa del cazador;
la trampa se rompió, y escapamos.
Nuestro auxilio es el
nombre del Señor,
que hizo el cielo y la
tierra. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (12,39-48):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Comprended
que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir
un boquete. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos
penséis viene el Hijo del hombre.»
Pedro
le preguntó:
«Señor,
¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?»
El
Señor le respondió:
«¿Quién
es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su
servidumbre para que les reparta la ración a sus horas? Dichoso el criado a
quien su amo, al llegar, lo encuentre portándose así. Os aseguro que lo pondrá
al frente de todos sus bienes.
Pero
si el empleado piensa:
"Mi
amo tarda en llegar", y empieza a pegarles a los mozos y a las muchachas,
a comer y beber y emborracharse, llegará el amo de ese criado el día y a la
hora que menos lo espera y lo despedirá, condenándolo a la pena de los que no
son fieles.
El
criado que sabe lo que su amo quiere y no está dispuesto a ponerlo por obra
recibirá muchos azotes; el que no lo sabe, pero hace algo digno de castigo,
recibirá pocos. Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá; al que mucho se le
confió, más se le exigirá.»
Palabra
del Señor
1.
Como es bien sabido, una de las claves para interpretar las parábolas
del
Evangelio, está en saber distinguir "lo
conflictivo" y "lo exhortativo" (lo parené-
tico). Una sabia distinción que supo explicar
muy bien J. Jeremías.
Todo consiste en recordar que Jesús
relató sus parábolas en una situación de enfrentamiento con los dirigentes
judíos. Pero estas parábolas se redactaron más tarde, cuando los cristianos
necesitaban ser exhortados a la fidelidad al mensaje que nos dejó Jesús.
Más claramente, una de las claves,
para interpretar las parábolas del
Evangelio, está en que Jesús las dijo en los
años 30 del s. I. Pero el texto, que
ha llegado hasta nosotros, se redactó en los
años 70 del mismo siglo. Es decir,
entre el momento histórico en que se
pronunciaron y el momento redaccional
en que se escribieron hubo una distancia de 40
o más años.
Pues bien, en los años 30, cuando Jesús
las pronunció, era un momento de "confrontación" entre Jesús y los
dirigentes de Israel. Pero, en los años 70, cuando se redactaron, era un
momento de espera inminente del fin
del mundo y, por eso, un momento de "exhortación" a estar bien
preparados para la venida del Señor.
Según parece, mucha gente, en aquel
tiempo, esperaba el fin del mundo.
2.
Por eso, lo que se dice en este evangelio, fue originalmente una
interpelación de lucha frente a los dirigentes religiosos de Israel, para que
dejaran de maltratar al pueblo, representado
en los "mozos" y las
"muchachas".
Aquellos dirigentes, con los que Jesús
se tuvo que enfrentar, sabían lo que el "amo" (el Kyrios) quería de
ellos. Pero no lo hacían. Jesús se lo echa en cara.
Pero, después de cuarenta años, las
palabras de Jesús se interpretaron en clave de exhortación para estar preparados ante la inminente y desconocida
venida del Señor.
3.
Nuestra tarea ahora es recuperar el sentido original de lo que Jesús
vivió y dijo:
"No maltratéis a nadie, cumplid
vuestra tarea de fieles servidores de los
demás".
En ellos es donde está el Señor. No lo
tenemos que esperar. Está con nosotros y
en cada uno de nosotros. Como es lógico, este mensaje tiene una
actualidad palpitante.
En este momento y estos tiempos de
cambio y crisis, lo más urgente es que
todos dejemos de maltratar a quienes maltratamos. Y seamos sencillamente
más honrados, más honestos en todo y mejores personas.
San Juan de Capistrano
Año
1456
Nació en Capistrano, en
la región de los Abruzos, en el año 1386. Estudió derecho en Perusa y ejerció
por un tiempo el cargo de juez. Ingresó en la Orden de los Frailes Menores y,
ordenado sacerdote, ejerció incansablemente el apostolado por toda Europa, trabajando
en la reforma de costumbres y en la lucha contra las herejías. Murió en Ilok
(Austria) en el año 1456.
Gran
apóstol: alcánzanos de Dios entusiasmo y valor para defender siempre nuestra
amada religión católica.
Orad y trabajad por la nación donde estáis viviendo, porque su bien será
vuestro bien (S. Biblia. Jeremías 29).
Misiones de California Es este uno de los predicadores más famosos que ha tenido la Iglesia
Católica.
Nació
en un pueblecito llamado Capistrano, en la región montañosa de Italia, en 1386.
Fue un estudiante sumamente consagrado a sus deberes y llegó a ser abogado y
juez, y gobernador de Perugia. Pero en una guerra contra otra ciudad cayó
prisionero, y en la cárcel se puso a meditar y se dio cuenta de que, en vez de
dedicarse a conseguir dinero, honores y dignidades en el mundo, era mejor
dedicarse a conseguir la santidad y la salvación en una comunidad de
religiosos, y entró de franciscano.
Como
era muy vanidoso y le gustaba mucho aparecer, dispuso vencer su orgullo
recorriendo la ciudad cabalgando en un pobre burro, pero montado al revés,
mirando hacia atrás, y con un sombrero de papel en el cual había escrito en
grandes letras: "Soy un miserable pecador". La gente le silbó y le
lanzaron piedras y basura. Así llegó hasta el convento de los franciscanos a
pedir que lo recibieran de religioso.
El
Padre maestro de novicios dispuso ponerle pruebas muy duras para ver si en
verdad este hombre de 30 años era capaz de ser religioso humilde y sacrificado.
Lo humillaba sin compasión y lo dedicaba a los oficios más cansones y humildes,
pero Juan en vez de disgustarse le conservó una profunda gratitud por toda su
vida, pues le supo formar un verdadero carácter, y lo preparó para enfrentarse
valientemente a las dificultades de la vida. Él recordaba muy bien aquellas
palabras de Jesús: "Si el grano de trigo no cae en tierra y no muere, se
queda sin producir fruto, pero si muere producirá mucho fruto"(Jn. 12,24).
A los
33 años fue ordenado de sacerdote y luego, durante 40 años recorrió toda Europa
predicando con enormes éxitos espirituales. Tuvo por maestro de predicación y
por guía espiritual al gran San Bernardino de Siena, y formando grupos de seis
y ocho religiosos se distribuyeron primero por toda Italia, y después por los
demás países de Europa predicando la conversión y la penitencia.
Juan
tenía que predicar en los campos y en las plazas porque el gentío tan enorme no
cabía en las iglesias.
Su
presencia de predicador era impresionante. Flaco, pálido, penitente, con voz
sonora y penetrante; un semblante luminoso, y unos ojos brillantes que parecían
traspasar el alma, conmovía hasta a los más indiferentes. La gente lo llamaba
"El padre piadoso", "el santo predicador". Vibraba en la
predicación de las verdades eternas. La gente al verlo y oírlo recordaba la
figura austera de San Juan Bautista predicando conversión en las orillas del
río Jordán. Y les repetía las palabras del Bautista: "Raza de víboras:
tienen que producir frutos de conversión. Porque ya está el hacha de la
justicia divina junto a la vida de cada uno, y árbol que no produce frutos de
obras buenas será cortado y echado al fuego" (Lc. 3,7).
Muchos
pedían a gritos la confesión, prometiendo cambiar de vida y estallaban en
llanto de arrepentimiento. Las gentes traían sus objetos de superstición y los
libros de brujería y otros juegos y los quemaban en públicas hogueras en la
mitad de las plazas.
Muchos
jóvenes al oírlo predicar se proponían irse de religiosos. En Alemania
consiguió 120 jóvenes para las comunidades religiosas y en Polonia 130.
Sus
sermones eran de dos y tres horas, pero a los oyentes se les pasaba el tiempo
sin darse cuenta. Atacaba sin miedo a los vicios y malas costumbres, y
muchísimos, después de escucharle, dejaban sus malas amistades y las
borracheras.
Después
de predicar se iba a visitar enfermos, y con sus oraciones y su bendición
sacerdotal obtenía innumerables curaciones.
Juan
convertía pecadores no sólo por su predicación tan elocuente y fuerte, sino por
su gran espíritu de penitencia. Dormía pocas horas cada noche. Vestía siempre
trajes sumamente pobres. Comía muy poco, y siempre alimentos burdos y nunca
comidas finas ni especiales. Una artritis muy dolorosa lo hacía cojear y
dolores muy fuertes de estómago lo hacían retorcerse, pero su rostro era
siempre alegre y jovial. En su cuerpo era débil, pero en su espíritu era un
gigante.
Después
de muerto reunieron los apuntes de los estudios que hizo para preparar sus
sermones y suman 17 gruesos volúmenes.
La
Comunidad Franciscana lo eligió por dos veces como Vicario General, y aprovechó
este altísimo cargo para tratar de reformar la vida religiosa de los
franciscanos, llegando a conseguir que en toda Europa esta Orden religiosa
llegara a un gran fervor.
Muchos
se le oponían a sus ideas de reformar y de volver más fervorosos a los
religiosos. Y lo que más lo hacía sufrir era que la oposición venía de sus
mismos colegas en el apostolado. Se cumplía en él lo que dice el Salmo:
"Aquél que comía conmigo el pan en la misma mesa se ha declarado en contra
de mí". Pero esas incomprensiones le sirvieron para no dedicarse a buscar
las alabanzas de las gentes, sino las felicitaciones de Dios. Él repetía la
frase de San Pablo: "Si lo que busco es agradar a la gente, ya no seré
siervo de Cristo".
Juan
tenía unas dotes nada comunes para la diplomacia. Era sabio, era prudente, y
medía muy bien sus juicios y sus palabras. Había sido juez y gobernador y sabía
tratar muy bien a las personas. Por eso cuatro Pontífices (Martín V, Eugenio
IV, Nicolás V y Calixto III) lo emplearon como embajador en muchas y muy
delicadas misiones diplomáticas y con muy buenos resultados. Tres veces le
ofrecieron los Sumos Pontífices nombrarlo obispo de importantes ciudades, pero
prefirió seguir siendo humilde predicador, pobre y sin títulos honoríficos.
40 años
llevaba Juan predicando de ciudad en ciudad y de nación en nación, con enormes
frutos espirituales, cuando a la edad de 70 años lo llamó Dios a que le
colaborara en la liberación de sus católicos en Hungría. Y fue de la siguiente
manera.
En
1453 los turcos musulmanes se habían apoderado de Constantinopla, y se
propusieron invadir a Europa para acabar con el cristianismo. Y se dirigieron a
Hungría.
Las
noticias que llegaban de Serbia, nación invadida por los turcos, eran
impresionantes. Crueldades salvajes contra los que no quisieran renegar de la
fe en Cristo, y destrucción de todo lo que fuera cristiano católico.
Entonces
Juan se fue a Hungría y recorrió toda la nación predicando al pueblo,
incitándolo a salir entusiasta en defensa de su santa religión. Las multitudes
respondieron a su llamado, y pronto se formó un buen ejército de creyentes.
Los
musulmanes llegaron cerca de Belgrado con 200 cañones, una gran flota de barcos
de guerra por el río Danubio, y 50,000 terribles jenízaros de a caballo, armados
hasta los dientes. Los jefes católicos pensaron en retirarse porque eran muy
inferiores en número. Pero fue aquí cuando intervino Juan de Capistrano.
El
gran misionero salvó a la ciudad de Bucarest de tres modos. El primero,
convenciendo al jefe católico Hunyades a que atacara la flota turca que era
mucho más numerosa. Atacaron y salieron vencedores los católicos. El segundo,
fue cuando ya los católicos estaban dispuestos a abandonar la fortaleza de la
ciudad y salir huyendo. Entonces Juan se dedicó a animarlos, llevando en sus
manos una bandera con una cruz y gritando sin cesar: Jesús, Jesús, Jesús. Los
combatientes cristianos se llenaron de valor y resistieron heroicamente. Y el
tercer modo, fue cuando ya Hunyades y sus generales estaban dispuestos a abandonar
la ciudad, juzgando la situación insostenible, ante la tremenda desproporción
entre las fuerzas católicas y las enemigas, Juan recorrió todos los batallones
gritando entusiasmado: "Creyentes valientes, todos a defender nuestra
santa religión". Entonces los católicos dieron el asalto final y
derrotaron totalmente a los enemigos que tuvieron que abandonar aquella región.
Jamás
empleó armas materiales. Sus armas eran la oración, la penitencia y la fuerza
irresistible de su predicación.
Las
gentes decían que aquellos cuarteles de guerreros más parecían casas de
religiosos que campamentos militares, porque allí se rezaba y se vivía una vida
llena de virtudes. Todos los capellanes celebraban cada día la santa misa y
predicaban. Muchísimos soldados se confesaban y comulgaban. Y los militares
repetían en sus batallones: "Tenemos un capellán santo. Hay que portarse
de manera digna de este gran sacerdote que nos dirige. Si nos portamos mal no
vamos a conseguir victorias sino derrotas". Y los oficiales afirmaban:
"Este padrecito tiene más autoridad sobre nuestros soldados, que el mismo
jefe de la nación".
Mientras
los católicos luchaban con las armas en Hungría, el Sumo Pontífice hacía rezar
en todo el mundo el Angelus (o tres Avemarías diarias) por los guerreros
católicos y la Stma. Virgen consiguió de su Hijo una gran victoria. Con razón
en Budapest le levantaron una gran estatua a San Juan de Capistrano, porque
salvó la ciudad de caer en manos de los más crueles enemigos de nuestra santa
religión.
Y sucedió
que la cantidad de muertos en aquella descomunal batalla fue tan grande, que
los cadáveres dispersados por los campos llenaron el aire de putrefacción y se
desató una furiosa epidemia de tifo. San Juan de Capistrano había ofrecido a
Dios su vida con tal de conseguir la victoria contra los enemigos del
catolicismo, y Dios le aceptó su oferta. El santo se contagió de tifo, y como
estaba tan débil a causa de tantos trabajos y de tantas penitencias, murió el
23 de octubre de 1456.
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