4 de OCTUBRE – VIERNES – 26ª – SEMANA DEL T. O. – C –
Lectura
del libro de Baruc (1,15-22):
Confesamos que el Señor, nuestro Dios, es justo, y a nosotros nos
abruma hoy la vergüenza: a los judíos y vecinos de Jerusalén, a nuestros reyes
y gobernantes, a nuestros sacerdotes y profetas y a nuestros padres; porque
pecamos contra el Señor no haciéndole caso, desobedecimos al Señor, nuestro
Dios, no siguiendo los mandatos que el Señor nos había dado.
Desde
el día en que el Señor sacó a nuestros padres de Egipto hasta hoy, no hemos
hecho caso al Señor, nuestro Dios, hemos rehusado obedecerle. Por eso, nos
persiguen ahora las desgracias y la maldición con que el Señor conminó a
Moisés, su siervo, cuando sacó a nuestros padres de Egipto para darnos una
tierra que mana leche y miel. No obedecimos al Señor, nuestro Dios, que nos
hablaba por medio de sus enviados, los profetas; todos seguimos nuestros malos
deseos, sirviendo a dioses ajenos y haciendo lo que el Señor, nuestro Dios,
reprueba.
Palabra
de Dios
Salmo:
78,1-2.3-5.8.9
R/.
Líbranos, Señor, por el honor de tu nombre
Dios mío, los gentiles han entrado en tu heredad,
han profanado tu santo
templo,
han reducido Jerusalén a
ruinas.
Echaron los cadáveres de
tus siervos en pasto a las aves del cielo,
y la carne de tus fieles
a las fieras de la tierra. R/.
Derramaron su sangre como agua
en torno a Jerusalén, y
nadie la enterraba.
Fuimos el escarnio de
nuestros vecinos,
la irrisión y la burla
de los que nos rodean.
¿Hasta cuándo, Señor?
¿Vas a estar siempre enojado?
¿Arderá como fuego tu
cólera? R/.
No recuerdes contra nosotros
las culpas de nuestros
padres;
que tu compasión nos
alcance pronto,
pues estamos agotados. R/.
Socórrenos, Dios, salvador nuestro,
por el honor de tu
nombre;
líbranos y perdona
nuestros pecados
a causa de tu nombre. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (10,13-16):
En aquel tiempo, dijo Jesús:
«¡Ay
de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho
los milagros que, en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, vestidas
de sayal y sentadas en la ceniza. Por eso el juicio les será más llevadero a
Tiro y a Sidón que a vosotras. Y tú, Cafárnaún, ¿piensas escalar el cielo?
Bajarás al infierno.
Quien
a vosotros os escucha a mí me escucha; quien a vosotros os rechaza a mí me
rechaza; y quien me rechaza a mí rechaza al que me ha enviado.»
Palabra
del Señor
1.
No podemos saber el motivo por el que Lucas introdujo esta denuncia, puesta
en boca de Jesús, contra dos ciudades de las que ni se sabe dónde
estaban, ni consta que Jesús hiciera
abundantes milagros en ellas. Aunque aquí tenemos que hacer dos
aclaraciones.
Ante todo, el doble "¡ay!"
expresa más
una lamentación que una denuncia (F.
Bovon).
Por otra parte, recientemente se
han descubierto las ruinas de una
ciudad, que hubo cerca de Cafarnaúm que seguramente son los restos que quedan
de Corozaín (J. A. Fitzmyer).
De Betsaida, no hay noticia.
Por otra parte, no tenemos noticia de
que los vecinos de Cafarnaúm
rechazasen a Jesús. Parece que este texto proviene de la fuente Q, de la
que Mateo y Lucas tomaron los textos que son comunes a ambos y no se encuentran
en Marcos.
2.
¿Por qué puso Lucas aquí estas dudosas denuncias contra unas ciudades y
unos hechos de los que no tenemos
constancia?
La contraposición con Tiro y Sidón
arroja alguna luz sobre este problema. Tiro y Sidón eran ciudades paganas.
Seguramente los cristianos de origen no judío (por tanto, que provenían del
paganismo) pretendían de esta manera justificar su presencia en la comunidad
cristiana, con tanto o más derecho que los cristianos que provenían del
judaísmo. Las diferencias de origen y de
cultura han creado incontables problemas en todas las religiones, concretamente
en el cristianismo.
Un buen cristiano es el que supera
tales diferencias.
3.
Sea lo que sea de estos datos históricos, lo que debemos tener presente
es que un Jesús amenazante (y quizá "peligroso") no puede ser el
Jesús auténtico del Evangelio.
Porque Jesús siempre contagió confianza,
seguridad, paz y esperanza, incluso a los pecadores y descreídos. Jesús fue siempre armónico, uniforme,
coherente. Y este es el Jesús que siempre ha de centrar nuestra fe y nuestras
convicciones más determinantes. En este día, en el que la Iglesia celebra la
memoria de san Francisco de Asís, el seguidor más fiel y ejemplar de Jesús
que seguramente ha existido en el cristianismo,
nos enseña el camino de la más simple y sublime ejemplaridad.
Porque fue el más pobre, sencillo y
evangélico que hemos conocido. Por eso —es de
suponer que — el Papa actual tomó
el nombre pontificio de Francisco.
1182
– 1226
Memoria de san Francisco, el cual, después de una juventud des
preocupada, se convirtió a la vida evangélica en Asís, localidad de la Umbría,
encontrando a Cristo sobre todo en los pobres y necesitados, haciéndose pobre
él mismo e instituyendo a los Hermanos Menores. Viajando predicó el amor de
Dios a todos y llegó incluso a Tierra Santa, mostrando con sus palabras y
actitudes su deseo de seguir a Cristo, escogiendo morir recostado sobre la nuda
tierra.
Vida de San Francisco de Asís
Francisco
nació en Asís, ciudad de Umbría, en el año 1182.
Su padre, Pedro Bernardone, era comerciante. El nombre de su madre era Pica y
algunos autores afirman que pertenecía a una noble familia de la Provenza.
Tanto el padre como la madre de Francisco eran personas acomodadas. Pedro
Bernardone comerciaba especialmente en Francia. Como se hallase en dicho país
cuando nació su hijo, las gentes le apodaron "Francesco" (el
francés), por más que en el bautismo recibió el nombre de Juan. En su juventud,
Francisco era muy dado a las románticas tradiciones caballerescas que
propagaban los trovadores. Disponía de dinero en abundancia y lo gastaba
pródigamente, con ostentación. Ni los negocios de su padre, ni los estudios le
interesaban mucho, sino el divertirse en cosas vanas que comúnmente se les
llama "gozar de la vida". Sin embargo, no era de costumbres
licenciosas y acostumbraba a ser muy generoso con los pobres que le pedían por
amor de Dios.
Hallazgo
de un tesoro
Cuando
Francisco tenía unos veinte años, estalló la discordia entre las ciudades de
Perugia y Asís y en la guerra, el joven cayó prisionero de los peruginos. La
prisión duró un año, y Francisco la soportó alegremente. Sin embargo, cuando
recobró la libertad, cayó gravemente enfermo. La enfermedad, en la que el joven
probó una vez más su paciencia, fortaleció y maduró su espíritu. Cuando se
sintió con fuerzas suficientes, determinó ir a combatir en el ejército de
Galterío y Briena en el sur de Italia. Con ese fin, se compró una costosa
armadura y un hermoso manto. Pero un día en que paseaba ataviado con su nuevo
atuendo, se topó con un caballero mal vestido que había caído en la pobreza;
movido a compasión ante aquel infortunio, Francisco cambió sus ricos vestidos
por los del caballero pobre. Esa noche vio en sueños un espléndido palacio con
salas colmadas de armas, sobre las cuales se hallaba grabado el signo de la
cruz y le pareció oír una voz que le decía que esas armas le pertenecían a él y
a sus soldados.
Francisco
partió a Apulia con el alma ligera y la seguridad de triunfar, pero nunca llegó
al frente de batalla. En Espoleto, ciudad del camino de Asís a Roma, cayó
nuevamente enfermo y, durante la enfermedad, oyó una voz celestial que le
exhortaba a "servir al amo y no al siervo". El joven obedeció. Al
principio volvió a su antigua vida, aunque tomándola menos a la ligera. Las
gentes, al verle ensimismado, le decían que estaba enamorado. "Sí",
replicaba Francisco, "voy a casarme con una joven más bella y más noble
que todas las que conocéis". Poco a poco, con la mucha oración, fue
concibiendo el deseo de vender todos sus bienes y comprar la perla preciosa de
la que habla el Evangelio.
Aunque
ignoraba lo que tenía que hacer para ello, una serie de claras inspiraciones
sobrenaturales le hizo comprender que la batalla espiritual empieza por la
mortificación y la victoria sobre los instintos. Paseándose en cierta ocasión a
caballo por la llanura de Asís, encontró a un leproso. Las llagas del mendigo
aterrorizaron a Francisco; pero, en vez de huir, se acercó al leproso, que le
tendía la mano para recibir una limosna. Francisco comprendió que había llegado
el momento de dar el paso al amor radical de Dios. A pesar de su repulsa
natural a los leprosos, venció su voluntad, se le acercó y le dio un beso.
Aquello cambió su vida. Fue un gesto movido por el Espíritu Santo, pidiéndole a
Francisco una calidad de entrega, un "sí" que distingue a los santos
de los mediocres. A partir de entonces, comenzó a visitar y servir a los
enfermos en los hospitales. Algunas veces regalaba a los pobres sus vestidos,
otras, el dinero que llevaba. En cierta ocasión, mientras oraba en la iglesia
de San Damián en las afueras de Asís, el crucifijo, (hoy llamado Crucifijo de
San Damián) le repitió tres veces: "Francisco, repara mi casa, pues ya ves
que está en ruinas". El santo, viendo que la iglesia se hallaba en muy mal
estado, creyó que el Señor quería que la reparase; así pues, partió
inmediatamente, tomó una buena cantidad de vestidos de la tienda de su padre y
los vendió junto con su caballo. En seguida llevó el dinero al pobre sacerdote
que se encargaba de la iglesia de San Damián, y le pidió permiso de quedarse a
vivir con él. El buen sacerdote consintió en que Francisco se quedase con él,
pero se negó a aceptar el dinero. El joven lo depositó en el alféizar de la
ventana. Pedro Bernardone, al enterarse de lo que había hecho su hijo, se
dirigió indignado a San Damián. Pero Francisco había tenido buen cuidado de
ocultarse. Al cabo de algunos días pasados en oración y ayuno, Francisco volvió
a entrar en la población, pero estaba tan desfigurado y mal vestido, que las
gentes se burlaban de él, tomándolo por loco. Pedro Bernardone, muy
desconcertado por la conducta de su hijo, le condujo a su casa, le golpeó
furiosamente (Francisco tenía entonces veinticinco años), le puso grillos en
los pies y le encerró en una habitación. La madre de Francisco se encargó de
ponerle en libertad cuando su marido se hallaba ausente y el joven retornó a
San Damián. Su padre fue de nuevo a buscarle ahí, le golpeó en la cabeza y le
conminó a volver inmediatamente a su casa o a renunciar a su herencia y pagarle
el precio de los vestidos que le había tomado.
Su
padre le obligó a comparecer ante el obispo Guido de Asís, quien exhortó al
joven a devolver el dinero y a tener confianza en Dios: "Dios no desea que
su Iglesia goce de bienes injustamente adquiridos." Francisco obedeció a
la letra la orden del obispo y añadió: "Los vestidos que llevo puestos
pertenecen también a mi padre, de suerte que tengo que devolvérselos."
Acto seguido se desnudó y entregó sus vestidos a su padre, diciéndole
alegremente: "Hasta ahora tú has sido mi padre en la tierra. Pero en
adelante podré decir: Padre nuestro, que estás en los cielos."' Pedro
Bernardone abandonó el palacio episcopal "temblando de indignación y
profundamente lastimado." El obispo regaló a Francisco un viejo vestido de
labrador, que pertenecía a uno de sus siervos. Francisco recibió la primera
limosna de su vida con gran agradecimiento, trazó la señal de la cruz sobre el
vestido con un trozo de tiza y se lo puso. En seguida, partió en busca de un
sitio conveniente para establecerse. Iba cantando alegremente las alabanzas
divinas por el camino real, cuando se topó con unos bandoleros que le
preguntaron quién era. El respondió: "Soy el heraldo del Gran Rey."
Los bandoleros le golpearon y le arrojaron en un foso cubierto de nieve.
Francisco prosiguió su camino cantando las divinas alabanzas. En un monasterio
obtuvo limosna y trabajo como si fuese un mendigo. Cuando llegó a Gubbio, una
persona que le conocía, le llevó a su casa y le regaló una túnica, un cinturón
y unas sandalias de peregrino. El atuendo era muy pobre pero decente. Francisco
lo usó dos años, al cabo de los cuales volvió a San Damián.
Para
reparar la iglesia, fue a pedir limosna en Asís, donde todos le habían conocido
rico y, naturalmente, hubo de soportar las burlas y el desprecio de más de un
mal intencionado. El mismo se encargó de transportar las piedras que hacían
falta para reparar la iglesia y ayudó en el trabajo a los albañiles. Una vez
terminadas las reparaciones en la iglesia de San Damián, Francisco emprendió un
trabajo semejante en la antigua iglesia de San Pedro. Después, se trasladó a
una capillita llamada Porciúncula, que pertenecía a la abadía benedictina de
Monte Subasio. Probablemente el nombre de la capillita aludía al hecho de que
estaba construida en una reducida parcela de tierra.
La
Porciúncula se hallaba en una llanura, a unos cuatro kilómetros de Asís y, en
aquella época, estaba abandonada y casi en ruinas. La tranquilidad del sitio
agradó a Francisco tanto como el título de Nuestra Señora de los Ángeles, en
cuyo honor había sido erigida la capilla. Francisco la reparó y fijó en ella su
residencia. Ahí le mostró finalmente el cielo lo que esperaba de él, el día de
la fiesta de San Matías del año 1209.
En
aquella época, el evangelio de la misa de la fiesta decía: "Id a predicar,
diciendo: El Reino de Dios ha llegado.. . Dad gratuitamente lo que habéis
recibido gratuitamente . . . No poseáis oro ... ni dos túnicas, ni sandalias,
ni báculo ... He aquí que os envío como corderos en medio de los lobos. .
." (Mat.10 , 7-19). Estas palabras penetraron hasta lo más profundo en el
corazón de Francisco y éste, aplicándolas literalmente, regaló sus sandalias,
su báculo y su cinturón y se quedó solamente con la pobre túnica ceñida con un
cordón. Tal fue el hábito que dio a sus hermanos un año más tarde: la túnica de
lana burda de los pastores y campesinos de la región. Vestido en esa forma,
empezó a exhortar a la penitencia con tal energía, que sus palabras hendían los
corazones de sus oyentes. Cuando se topaba con alguien en el camino, le
saludaba con estas palabras: "La paz del Señor sea contigo."
Francisco tuvo pronto numerosos seguidores y algunos querían hacerse discípulos
suyos. El primer discípulo fue Bernardo de Quintavalle, un rico comerciante de Asís.
Al principio Bernardo veía con curiosidad la evolución de Francisco y con
frecuencia le invitaba a su casa, donde le tenía siempre preparado un lecho
próximo al suyo. Bernardo se fingía dormido para observar cómo el siervo de
Dios se levantaba calladamente y pasaba largo tiempo en oración, repitiendo
estas palabras: "Deus meus et omnia" (Mi Dios y mi todo). Al fin,
comprendió que Francisco era "verdaderamente un hombre de Dios" y en
seguida le suplicó que le admitiese corno discípulo. Desde entonces, juntos
asistían a misa y estudiaban la Sagrada Escritura para conocer la voluntad de
Dios. Como las indicaciones de la Biblia concordaban con sus propósitos,
Bernardo vendió cuanto tenía y repartió el producto entre los pobres.
Pedro
de Cattaneo, canónigo de la catedral de Asís, pidió también a Francisco que le
admitiese como discípulo y el santo les "concedió el hábito" a los
dos juntos, el 16 de abril de 1209. El tercer compañero de San Francisco fue el
hermano Gil, famoso por su gran sencillez y sabiduría espiritual.
En
1210, cuando el grupo contaba ya con doce miembros, Francisco redactó una regla
breve e informal que consistía principalmente en los consejos evangélicos para
alcanzar la perfección. Con ella se fueron a Roma a presentarla para aprobación
del Sumo Pontífice. Viajaron a pie, cantando y rezando, llenos de felicidad, y
viviendo de las limosnas que la gente les daba.
En
Roma no querían aprobar esta comunidad porque les parecía demasiado rígida en
cuanto a pobreza, pero al fin un cardenal dijo: "No les podemos prohibir
que vivan como lo mandó Cristo en el evangelio". Recibieron la aprobación,
y se volvieron a Asís a vivir en pobreza, en oración, en santa alegría y gran
fraternidad, junto a la iglesia de la Porciúncula.
Inocencio
III se mostró adverso al principio. Por otra parte, muchos cardenales opinaban
que las órdenes religiosas ya existentes necesitaban de reforma, no de
multiplicación y que la nueva manera de concebir la pobreza era impracticable.
El
cardenal Juan Colonna alegó en favor de Francisco que su regla expresaba los
mismos consejos con que el Evangelio exhortaba a la perfección. Más tarde, el
Papa relató a su sobrino, quien a su vez lo comunicó a San Buenaventura, que
había visto en sueños una palmera que crecía rápidamente y después, había visto
a Francisco sosteniendo con su cuerpo la basílica de Letrán que estaba a punto
de derrumbarse. Cinco años después, el mismo Pontífice tendría un sueño
semejante a propósito de Santo Domingo. Inocencio III mandó, pues, llamar a
Francisco y aprobó verbalmente su regla; en seguida le impuso la tonsura, así
corno a sus compañeros y les dio por misión predicar la penitencia. San
Francisco y sus compañeros se trasladaron provisionalmente a una cabaña de Rivo
Torto, en las afueras de Asís, de donde salían a predicar por toda la región.
Poco después, tuvieron dificultades con un campesino que reclamaba la cabaña
para emplearla como establo de su asno. Francisco respondió: "Dios no nos
ha llamado a preparar establos para los asnos", y acto seguido abandonó el
lugar y partió a ver al abad de Monte Subasio. En 1212, el abad regaló a
Francisco la capilla de la Porciúncula, a condición de que la conservase
siempre como la iglesia principal de la nueva orden. El santo se negó a aceptar
la propiedad de la capillita y sólo la admitió prestada. En prueba de que la
Porciúncula continuaba como propiedad de los benedictinos, Francisco les
enviaba cada año, a manera de recompensa por el préstamo, una cesta de pescados
cogidos en el riachuelo vecino. Por su parte, los benedictinos correspondían
enviándole un tonel de aceite. Tal costumbre existe todavía entre los
franciscanos de Santa María de los Ángeles y los benedictinos de San Pedro de
Asís.
Alrededor
de la Porciúncula, los frailes construyeron varias cabañas primitivas, porque
San Francisco no permitía que la orden en general y los conventos en
particular, poseyesen bienes temporales. Había hecho de la pobreza el
fundamento de su orden y su amor a la pobreza se manifestaba en su manera de
vestirse, en los utensilios que empleaba y en cada uno de sus actos.
Acostumbraba llamar a su cuerpo "el hermano asno", porque lo
consideraba como hecho para transportar carga, para recibir golpes y para comer
poco y mal. Cuando veía ocioso a algún fraile, le llamaba "hermano
mosca" porque en vez de cooperar con los demás echaba a perder el trabajo
de los otros y les resultaba molesto. Poco antes de morir, considerando que el
hombre está obligado a tratar con caridad a su cuerpo, Francisco pidió perdón
al suyo por haberlo tratado tal vez con demasiado rigor. El santo se había
opuesto siempre a las austeridades indiscretas y exageradas. En cierta ocasión,
viendo que un fraile había perdido el sueño a causa del excesivo ayuno,
Francisco le llevó alimento y comió con él para que se sintiese menos
mortificado.
Santa
Clara.
Clara
había partido de Asís para seguir a Francisco, en la primavera de 1212, después
de oírle predicar. El santo consiguió establecer a Clara y sus compañeras en
San Damián, y la comunidad de religiosas llegó pronto a ser, para los
franciscanos, lo que las monjas de Prouille habían de ser para los dominicos:
una muralla de fuerza femenina, un vergel escondido de oración que hacía
fecundo el trabajo de los frailes.
Se
cuenta que en 1216, Francisco solicitó del Papa Honorio III la indulgencia de
la Porciúncula o "perdón de Asís". El año siguiente, conoció en Roma
a Santo Domingo, quien había predicado la fe y la penitencia en el sur de
Francia en la época en que Francisco era "un gentilhombre de Asís".
San Francisco tenía también la intención de ir a predicar en Francia. Pero,
como el cardenal Ugolino (quien fue más tarde Papa con el nombre de Gregorio
IX) le disuadiese de ello, envió en su lugar a los hermanos Pacífico y Agnelo.
Este último había de introducir más tarde la orden de los frailes menores en
Inglaterra. El sabio y bondadoso cardenal Ugolino ejerció una gran influencia
en el desarrollo de la orden. Los compañeros de San Francisco eran ya tan
numerosos, que se imponía forzosamente cierta forma de organización sistemática
y de disciplina común. Así pues, se procedió a dividir a la orden en
provincias, al frente de cada una de las cuales se puso a un ministro,
"encargado del bien espiritual de los hermanos; si alguno de ellos llegaba
a perderse por el mal ejemplo del ministro, éste tendría que responder de él
ante Jesucristo." Los frailes habían cruzado ya los Alpes y tenían
misiones en España, Alemania y Hungría.
El
primer capítulo general se reunió, en la Porciúncula, en Pentecostés del año de
1217. En 1219, tuvo lugar el capítulo "de las esteras", así llamado
por las cabañas que debieron construirse precipitadamente con esteras para
albergar a los delegados. Se cuenta que se reunieron entonces cinco mil
frailes. Nada tiene de extraño que en una comunidad tan numerosa, el espíritu
del fundador se hubiese diluido un tanto. Los delegados encontraban que San
Francisco se entregaba excesivamente a la aventura y exigían un espíritu más
práctico. Es que así les parecía lo que en realidad era una gran confianza en
Dios. El santo se indignó profundamente y replicó: "Hermanos míos, el
Señor me llamó por el camino de la sencillez y la humildad y por ese camino
persiste en conducirme, no sólo a mí sino a todos los que estén dispuestos a
seguirme ... El Señor me dijo que deberíamos ser pobres y locos en este mundo y
que ése y no otro sería el camino por el que nos llevaría. Quiera Dios
confundir vuestra sabiduría y vuestra ciencia y haceros volver a vuestra primitiva
vocación, aunque sea contra vuestra voluntad y aunque la encontréis tan
defectuosa."
Francisco
les insistía en que amaran muchísimo a Jesucristo y a la Santa Iglesia
Católica, y que vivieran con el mayor desprendimiento posible hacia los bienes
materiales, y no se cansaba de recomendarles que cumplieran lo mas exactamente
posible todo lo que manda el Santo Evangelio. Recorría campos y pueblos
invitando a la gente a amar más a Jesucristo, y repetía siempre: 'El Amor no es
amado". Las gentes le escuchaban con especial cariño y se admiraban de lo
mucho que sus palabras influían en los corazones para entusiasmarlos por Cristo
y su Verdad.
A quienes
le propusieron que pidiese al Papa permiso para que los frailes pudiesen
predicar en todas partes sin autorización del obispo, Francisco repuso:
"Cuando los obispos vean que vivís santamente y que no tenéis intenciones
de atentar contra su autoridad, serán los primeros en rogaros que trabajéis por
el bien de las almas que les han sido confiadas. Considerad como el mayor de
los privilegios el no gozar de privilegio alguno. . ." Al terminar el
capítulo, San Francisco envió a algunos frailes a la primera misión entre los
infieles de Túnez y Marruecos y se reservó para sí la misión entre los
sarracenos de Egipto y Siria. En 1215, durante el Concilio de Letrán, el Papa
Inocencio III había predicado una nueva cruzada, pero tal cruzada se había
reducido simplemente a reforzar el Reino Latino de oriente. Francisco quería
blandir la espada de Dios.
San
Francisco, se fue a Tierra Santa a visitar en devota peregrinación los Santos
Lugares donde Jesús nació, vivió y murió: Belén, Nazaret, Jerusalén, etc. En
recuerdo de esta piadosa visita suya, los franciscanos están encargados desde
hace siglos de custodiar los Santos Lugares de Tierra Santa. En junio de 1219,
se embarcó en Ancona con doce frailes. La nave los condujo a Damieta, en la
desembocadura del Nilo. Los cruzados habían puesto sitio a la ciudad, y
Francisco sufrió mucho al ver el egoísmo y las costumbres disolutas de los
soldados de la cruz. Consumido por el celo de la salvación de los sarracenos,
decidió pasar al campo del enemigo, por más que los cruzados le dijeron que la
cabeza de los cristianos estaba puesta a precio. Habiendo conseguido la
autorización del legado pontificio, Francisco y el hermano Iluminado se
aproximaron al campo enemigo, gritando: "¡Sultán, sultán!" Cuando los
condujeron a la presencia de Malek-al-Kamil, Francisco declaró osadamente:
"No son los hombres quienes me han enviado, sino Dios todopoderoso. Vengo
a mostrarles, a ti y a tu pueblo, el camino de la salvación; vengo a
anunciarles las verdades del Evangelio." El sultán quedó impresionado y
rogó a Francisco que permaneciese con él. El santo replicó: "Si tú y tu
pueblo estáis dispuestos a oír la palabra de Dios, con gusto me quedaré con
vosotros. Y si todavía vaciláis entre Cristo y Mahoma, manda encender una
hoguera; yo entraré en ella con vuestros sacerdotes y así veréis cuál es la
verdadera fe." El sultán contestó que probablemente ninguno de los
sacerdotes querría meterse en la hoguera y que no podía someterlos a esa prueba
para no soliviantar al pueblo.
Cuentan
que el Sultan llegó a decir: ¨si todos los cristianos fueran como él, entonces
valdría la pena ser cristiano¨. Pero el Sultán, Malek-al-Kamil, mandó a
Francisco que volviese al campo de los cristianos.
Desalentado
al ver el reducido éxito de su predicación entre los sarracenos y entre los
cristianos, el santo pasó a visitar los Santos Lugares. Ahí recibió una carta
en la que sus hermanos le pedían urgentemente que retornase a Italia. Durante
la ausencia de Francisco, sus dos vicarios, Mateo de Narni y Gregorio de
Nápoles, habían introducido ciertas innovaciones que tendían a uniformar a los
frailes menores con las otras órdenes religiosas y a encuadrar el espíritu
franciscano en el rígido esquema de la observancia monástica y de las reglas
ascéticas. Las religiosas de San Damián tenían ya una constitución propia,
redactada por el cardenal Ugolino sobre la base de la regla de San Benito. Al
llegar a Bolonia, Francisco tuvo la desagradable sorpresa de encontrar a sus
hermanos hospedados en un espléndido convento. El santo se negó a poner los
pies en él y vivió con los frailes predicadores. En seguida mandó llamar al
guardián del convento franciscano, le reprendió severamente y le ordenó que los
frailes abandonasen la casa. Tales acontecimientos tenían a los ojos del santo
las proporciones de una verdadera traición: se trataba de una crisis de la que
tendría que salir la orden sublimada o destruida.
San
Francisco se trasladó a Roma donde consiguió que Honorio III nombrase al
cardenal Ugolino protector y consejero de los franciscanos, ya que el purpurado
había depositado una fe ciega en el fundador y poseía una gran experiencia en
los asuntos de la Iglesia. Al mismo tiempo, Francisco se entregó ardientemente
a la tarea de revisar la regla, para lo que convocó a un nuevo capítulo general
que se reunió en la Porciúncula en 1221. El santo presentó a los delegados la
regla revisada. Lo que se refería a la pobreza, la humildad y la libertad
evangélica, características de la orden, quedaba intacto. Ello constituía una
especie de reto del fundador a los disidentes y legalistas que, por debajo del
agua, tramaban una verdadera revolución del espíritu franciscano. El jefe de la
oposición era el hermano Elías de Cortona. El fundador había renunciado a la
dirección de la orden, de suerte que su vicario, fray Elías, era prácticamente
el ministro general. Sin embargo, no se atrevió a oponerse al fundador, a quien
respetaba sinceramente. En realidad, la orden era ya demasiado grande, como lo
dijo el propio San Francisco: "Si hubiese menos frailes menores, el mundo
los vería menos y desearía que fuesen más."
Al
cabo de dos años, durante los cuales hubo de luchar contra la corriente cada
vez más fuerte que tendía a desarrollar la orden en una dirección que él no
había previsto y que le parecía comprometer el espíritu franciscano, el santo
emprendió una nueva revisión de la regla. Después la comunicó al hermano Elías
para que éste la pasase a los ministros, pero el documento se extravió y el
santo hubo de dictar nuevamente la revisión al hermano León, en medio del
clamor de los frailes que afirmaban que la prohibición de poseer bienes en
común era impracticable. La regla, tal como fue aprobada por Honorio III en
1223, representaba sustancialmente el espíritu y el modo de vida por el que
había luchado San Francisco desde el momento en que se despojó de sus ricos
vestidos ante el obispo de Asís. Unos dos años antes San Francisco y el
cardenal Ugolino habían redactado una regla para la cofradía de laicos que se
habían asociado a los frailes menores y que correspondía a lo que actualmente
llamamos tercera orden, fincada en el espíritu de la "Carta a todos los
cristianos", que Francisco había escrito en los primeros años de su
conversión. La cofradía, formada por laicos entregados a la penitencia, que
llevaban una vida muy diferente de la que se acostumbraba entonces, llegó a ser
una gran fuerza religiosa en la Edad Media. En el derecho canónico actual, los
terciarios de las diversas órdenes gozan todavía de un estatuto específicamente
diferente del de los miembros de las cofradías y congregaciones marianas. San
Francisco pasó la Navidad de 1223 en Grecehio, en el valle de Rieti. Con tal
ocasión, había dicho a su amigo, Juan da Vellita- "Quisiera hacer una
especie de representación viviente del nacimiento de Jesús en Belén, para
presenciar, por decirlo así, con los ojos del cuerpo la humildad de la
Encarnación y verle recostado en el pesebre entre el buey y el asno." En
efecto, el santo construyó entonces en la ermita una especie de cueva y los
campesinos de los alrededores asistieron a la misa de media noche, en la que
Francisco actuó corno diácono y predicó sobre el misterio de la Natividad.
Se le
atribuye haber comenzado en aquella ocasión la tradición del "belén"
o "nacimiento". Nos dice Tomas Celano en su biografía del santo:
"La Encarnación era un componente clave en la espiritualidad de Francisco.
Quería celebrar la Encarnación en forma especial. Quería hacer algo que ayudase
a la gente a recordar al Cristo Niño y como nació en Belén." Alrededor de
la fiesta de la Asunción de 1224, el santo se retiró a Monte Alvernia y se
construyó ahí una pequeña celda. Llevó consigo al hermano León, pero prohibió
que fuese alguien a visitarle hasta después de la fiesta de San Miguel. Ahí fue
donde tuvo lugar, alrededor del día de la Santa Cruz de 1224, el milagro de los
estigmas, del que hablamos el 17 de septiembre. Francisco trató de ocultar a
los ojos de los hombres las señales de la Pasión del Señor que tenía impresas
en el cuerpo; por ello, a partir de entonces llevaba siempre las manos dentro
de las mangas del hábito y usaba medias y zapatos. Sin embargo, deseando el
consejo de sus hermanos, comunicó lo sucedido al hermano Iluminado y algunos
otros, pero añadió que le habían sido reveladas ciertas cosas que jamás
descubriría a hombre alguno sobre la tierra.
En
cierta ocasión en que se hallaba enfermo, alguien propuso que se le leyese un
libro para distraerle. El santo respondió: "Nada me consuela tanto como la
contemplación de la vida y Pasión del Señor. Aunque hubiese de vivir hasta el
fin del mundo, con ese solo libro me bastaría." Francisco se había
enamorado de la santa pobreza mientras contemplaba a Cristo crucificado y
meditaba en la nueva crucifixión que sufría en la persona de los pobres.
El
santo no despreciaba la ciencia, pero no la deseaba para sus discípulos. Los
estudios sólo tenían razón de ser como medios para un fin y sólo podían
aprovechar a los frailes menores, si no les impedían consagrar a la oración un
tiempo todavía más largo y si les enseñaban más bien, a predicarse a sí mismos
que a hablar a otros. Francisco aborrecía los estudios que alimentaban más la
vanidad que la piedad, porque entibiaban la caridad y secaban el corazón. Sobre
todo, temía que la señora Ciencia se convirtiese en rival de la dama Pobreza.
Viendo con cuánta ansiedad acudían a las escuelas y buscaban los libros sus
hermanos, Francisco exclamó en cierta ocasión: "Impulsados por el mal
espíritu, mis pobres hermanos acabarán por abandonar el camino de la sencillez
y de la pobreza."
Antes
de salir de Monte Alvernia, el santo compuso el "Himno de alabanza al
Altísimo". Poco después de la fiesta de San Miguel bajó finalmente al
valle, marcado por los estigmas de la Pasión y curó a los enfermos que le
salieron al paso. Las calientísimas arenas del desierto de Egipto afectaron la
vista de Francisco hasta el punto de estar casi completamente ciego. Los dos
últimos años de la vida de Francisco fueron de grandes sufrimientos que parecía
que la copa se había llenado y rebalsado. Fuertes dolores debido al deterioro
de muchos de sus órganos (estómago, hígado y el bazo), consecuencias de la
malaria contraida en Egipto. En los más terribles dolores, Francisco ofrecía a
Dios todo como penitencia, pues se consideraba gran pecador y para la salvación
de las almas. Era durante su enfermedad y dolor donde sentía la mayor necesidad
de cantar.
Su
salud iba empeorando, los estigmas le hacían sufrir y le debilitaban y casi
había perdido la vista. En el verano de 1225 estuvo tan enfermo, que el
cardenal Ugolino y el hermano Elías le obligaron a ponerse en manos del médico
del Papa en Rieti. El santo obedeció con sencillez. De camino a Rieti fue a
visitar a Santa Clara en el convento de San Damián. Ahí, en medio de los más
agudos sufrimientos físicos, escribió el "Cántico del hermano Sol" y
lo adaptó a una tonada popular para que sus hermanos pudiesen cantarlo.
Después
se trasladó a Monte Rainerio, donde se sometió al tratamiento brutal que el
médico le había prescrito, pero la mejoría que ello le produjo fue sólo
momentánea. Sus hermanos le llevaron entonces a Siena a consultar a otros
médicos, pero para entonces el santo estaba moribundo. En el testamento que
dictó para sus frailes, les recomendaba la caridad fraterna, los exhortaba a
amar y observar la santa pobreza y a amar y honrar a la Iglesia. Poco antes de
su muerte, dictó un nuevo testamento para recomendar a sus hermanos que
observasen fielmente la regla y trabajasen manualmente, no por el deseo de
lucro, sino para evitar la ociosidad y dar buen ejemplo. "Si no nos pagan
nuestro trabajo, acudamos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en
puerta". Cuando Francisco volvió a Asís, el obispo le hospedó en su propia
casa. Francisco rogó a los médicos que le dijesen la verdad, y éstos confesaron
que sólo le quedaban unas cuantas semanas de vida. "¡Bienvenida, hermana
Muerte!", exclamó el santo y acto seguido, pidió que le trasportasen a la
Porciúncula. Por el camino, cuando la comitiva se hallaba en la cumbre de una
colina, desde la que se dominaba el panorama de Asís, pidió a los que portaban
la camilla que se detuviesen un momento y entonces volvió sus ojos ciegos en dirección
a la ciudad e imploró las bendiciones de Dios para ella y sus habitantes.
Después mandó a los camilleros que se apresurasen a llevarle a la Porciúncula.
Cuando sintió que la muerte se aproximaba, Francisco envió a un mensajero a
Roma para llamar a la noble dama Giacoma di Settesoli, que había sido su
protectora, para rogarle que trajese consigo algunos cirios y un sayal para
amortajarle, así como una porción de un pastel que le gustaba mucho.
Felizmente, la dama llegó a la Porciúncula antes de que el mensajero partiese.
Francisco exclamó: "¡Bendito sea Dios que nos ha enviado a nuestra hermana
Giacoma! La regla que prohibe la entrada a las mujeres no afecta a nuestra
hermana Giacoma. Decidle que entre".
El
santo envió un último mensaje a Santa Clara y a sus religiosas y pidió a sus
hermanos que entonasen los versos del "Cántico del Sol" en los que
alaba a la muerte. En seguida rogó que le trajesen un pan y lo repartió entre
los presentes en señal de paz y de amor fraternal diciendo: "Yo he hecho
cuanto estaba de mi parte, que Cristo os enseñe a hacer lo que está de la
vuestra." Sus hermanos le tendieron por tierra y le cubrieron con un viejo
hábito. Francisco exhortó a sus hermanos al amor de Dios, de la pobreza y del
Evangelio, "por encima de todas las reglas", y bendijo a todos sus
discípulos, tanto a los presentes como a los ausentes.
Murió
el 3 de octubre de 1226,
después de escuchar la lectura de la Pasión del Señor según San Juan. Francisco
había pedido que le sepultasen en el cementerio de los criminales de Colle
d'lnferno. En vez de hacerlo así, sus hermanos llevaron al día siguiente el
cadáver en solemne procesión a la iglesia de San Jorge, en Asís. Ahí estuvo
depositado hasta dos años después de la canonización. En 1230, fue secretamente
trasladado a la gran basílica construida por el hermano Elías.
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