27 de OCTUBRE – DOMINGO –
30ª – SEMANA DEL T. O. – C –
Lectura
del libro del Eclesiástico (35,12-14.16-18):
EL Señor es juez,
y para él no cuenta el prestigio
de las personas.
Para él
no hay acepción de personas en perjuicio del pobre,
sino que escucha la oración
del oprimido.
No
desdeña la súplica del huérfano,
ni a la viuda cuando se
desahoga en su lamento.
Quien
sirve de buena gana, es bien aceptado,
y su plegaria sube hasta las
nubes.
La
oración del humilde atraviesa las nubes,
y no se detiene hasta que
alcanza su destino.
No
desiste hasta que el Altísimo lo atiende,
juzga a los justos y les
hace justicia.
El
Señor no tardará.
Palabra
de Dios
Salmo:
33,2-3.17-18.19.23
R/.
El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó
V/. Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en
mi boca;
mi alma se gloría en el
Señor:
que los humildes lo escuchen
y se alegren R/.
V/. El Señor se enfrenta con los
malhechores,
para borrar de la tierra su
memoria.
Cuando uno grita, el Señor
lo escucha
y lo libra de sus angustias.
R/.
V/. El Señor está cerca de los
atribulados,
salva a los abatidos.
El Señor redime a sus
siervos,
no será castigado quien se
acoge a él. R/.
Lectura
de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (4,6-8.16-18):
Querido hermano:
Yo estoy a punto de ser
derramado en libación y el momento de mi partida es inminente.
He
combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe.
Por lo
demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me
dará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado
con amor su manifestación.
En mi
primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron. ¡No les
sea tenido en cuenta!
Mas el
Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara
plenamente el mensaje y lo oyeran todas las naciones. Y fui librado de la boca
del león.
El
Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial.
A él la gloria por los
siglos de los siglos. Amén.
Palabra
de Dios
Lectura
del santo evangelio según san Lucas (18,9-14):
En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban
en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos
hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano.
El
fariseo, erguido, oraba así en su interior:
“¡Oh
Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos,
adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el
diezmo de todo lo que tengo”.
El
publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al
cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
“Oh
Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo
que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece
será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Palabra
del Señor
La justicia parcial de Dios.
El Catecismo que estudié
de pequeño decía que Dios “premia a los buenos y castiga a los malos”. Pero no
concretaba quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Y como nuestra forma de
pensar es con frecuencia muy distinta de la de Dios, es probable que los que
Dios considera buenos y malos no coincidan con los que nosotros juzgamos como
tales.
Dios,
un juez parcial a favor del pobre
Esta es la imagen que
ofrece la primera lectura, tomada del libro del Eclesiástico 35,12-14.16-18
El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial
contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del
huérfano o de la viuda cuando repite su queja…..
Lo más curioso de este
texto es que no lo escribe un profeta, amante de las denuncias sociales y de
las críticas a los ricos y poderosos, sino un judío culto, perteneciente a la
clase acomodada del siglo II a.C.: Jesús ben Sira, viajero incansable en busca
de la sabiduría, pero también gran conocedor de las tradiciones de Israel. Y la
imagen que ofrece de Dios dista mucho de la que tenían bastantes israelitas. No
es un Dios imparcial, que juzga a las personas por sus obras; es un Dios
parcial, que juzga a las personas por su situación social. Por eso se pone de
parte de los pobres, los oprimidos, los huérfanos y las viudas; los seres más
débiles de la sociedad.
Comienza el autor
diciendo: El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial. Pero
añade de inmediato, con un toque de ironía: no es parcial contra el
pobre. Porque la experiencia de Israel, como la de todos
los pueblos, enseña que lo más habitual es que la gente se ponga a favor de los
poderosos y en contra de los débiles.
Dios,
un juez parcial a favor del humilde
El evangelio de Lucas (Lc
18, 9-14) ofrece el mismo contraste mediante un ejemplo distinto, sin relación
con el ámbito económico.
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros
de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola:
‒ Dos hombres
subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano……
…..Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el
que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»
La parábola es fácil de
entender, pero conviene profundizar en la actitud del fariseo.
La confesión
de inocencia
Un niño pequeño, cuando
hace una trastada, es frecuente que se excuse diciendo: “Mamá, yo no he sido”.
Esta tendencia innata a declararse inocente influyó en la redacción del
capítulo 150 del Libro de los muertos, una de las obras más
populares del Antiguo Egipto. Es lo que se conoce como la “confesión negativa”,
porque el difunto iba recitando una serie de malas acciones que no había
cometido. Algo parecido encontramos también en algunos Salmos.
Por ejemplo, en Sal 7,4-6:
Señor,
Dios mío, si he cometido eso, si hay crímenes en mis manos,
si
he perjudicado a mi amigo o despojado al que me ataca sin razón,
que
el enemigo me persiga y me alcance,
me
pisotee vivo por tierra, aplastando mi vientre contra el polvo.
O
en el Salmo 26(25),4-5:
No me siento con gente falsa,
con los clandestinos no voy;
detesto la banda de malhechores,
con los malvados no me siento.
La
profesión de bondad
Existe también la versión
positiva, donde la persona enumera las cosas buenas que ha hecho. Encontramos
un espléndido ejemplo en el libro de Job, cuando el protagonista proclama (Job
29,12-17):
Yo
libraba al pobre que pedía socorro y al huérfano indefenso,
recibía la bendición
del vagabundo y alegraba el corazón de la viuda;
de
justicia me vestía y revestía,
el derecho era mi
manto y mi turbante.
Yo
era ojos para el ciego, era pies para el cojo,
yo era
el padre de los pobres
y examinaba la causa
del desconocido.
Le
rompía las mandíbulas al inicuo
para arrancarle la
presa de los dientes.
El orgullo del fariseo
Volvamos a la confesión del fariseo:
«¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones,
injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago
el diezmo de todo lo que tengo.»
Si el fariseo hubiera sido
como Job, se habría limitado a las palabras finales:
Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.
Pero
al fariseo lo come el odio y el desprecio a los demás, a los que considera
globalmente pecadores: ladrones, injustos, adúlteros. Sólo él es bueno, y
considera que Dios está por completo de su parte.
La
humildad del publicano
En el extremo
opuesto se encuentra la actitud del publicano. A diferencia de Job, no recuerda
sus buenas acciones, que algunas habría hecho en su vida. A diferencia
del Libro de los muertos y algunos Salmos, no enumera malas
acciones que no ha cometido. Al contrario, prescindiendo de los hechos
concretos se fija en su actitud profunda y reconoce humildemente, mientras se
golpea el pecho:
¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.
En el AT hay
dos casos famosos de confesión de la propia culpa: David y Ajab. David reconoce
su pecado después del adulterio con Betsabé y de ordenar la muerte de su
esposo, Urías. Ajab reconoce su pecado después del asesinato de Nabot. Pero en
ambos casos se trata de pecados muy concretos, y también en ambos casos es
preciso que intervenga un profeta (Natán o Elías) para que el rey advierta la
maldad de sus acciones. El publicano de la parábola muestra una humildad mucho
mayor. No dice: “he hecho algo malo”, no necesita que un profeta le abra los
ojos; él mismo se reconoce pecador y necesitado de la misericordia divina.
Dios,
un juez parcial e injusto
Al final de
la parábola, Dios emite una sentencia desconcertante: el piadoso fariseo es
condenado, mientras que el pecador es declarado inocente:
Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no.
¿Debemos decir, en contra
del Catecismo, que “Dios premia a los malos y castiga a los buenos”?
¿O, más bien, que debemos
cambiar nuestros conceptos de buenos y malos, y nuestra imagen de Dios?
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