14 DE MAYO – JUEVES –
5ª - SEMANA DE PASCUA – A –
San Matías apóstol
Lectura
del libro de los Hechos de los apóstoles (15,7-21):
EN aquellos días, después
de una larga discusión, se levantó Pedro y dijo a los apóstoles y a los presbíteros:
«Hermanos,
vosotros sabéis que, desde los primeros días, Dios me escogió entre vosotros
para que los gentiles oyeran de mi boca la palabra del Evangelio, y creyeran. Y
Dios, que penetra los corazones, ha dado testimonio a favor de ellos dándoles
el Espíritu Santo igual que a nosotros. No hizo distinción entre ellos y
nosotros, pues ha purificado sus corazones con la fe. ¿Por qué, pues, ahora
intentáis tentar a Dios, queriendo poner sobre el cuello de esos discípulos un
yugo que ni nosotros ni nuestros padres hemos podido soportar? No; creemos que
lo mismo ellos que nosotros nos salvamos por la gracia del Señor Jesús».
Toda la
asamblea hizo silencio para escuchar a Bernabé y Pablo, que les contaron los
signos y prodigios que Dios había hecho por medio de ellos entre los gentiles.
Cuando terminaron de hablar, Santiago tomó la palabra y dijo:
«Escuchadme,
hermanos: Simón ha contado cómo Dios por primera vez se ha dignado escoger para
su nombre un pueblo de entre los gentiles. Con esto concuerdan las palabras de
los profetas, como está escrito:
“Después
de esto volveré y levantaré de nuevo la choza caída de David; levantaré sus
ruinas y la pondré en pie, para que los demás hombres busquen al Señor, y todos
los gentiles sobre los que ha sido invocado mi nombre: lo dice el Señor, el que
hace que esto sea conocido desde antiguo”.
Por eso,
a mi parecer, no hay que molestar a los gentiles que se convierten a Dios;
basta escribirles que se abstengan de la contaminación de los ídolos, de las
uniones ilegítimas, de animales estrangulados y de la sangre. Porque desde
tiempos antiguos Moisés tiene en cada ciudad quienes lo predican, ya que es
leído cada sábado en las sinagogas».
Palabra
de Dios
Salmo:
95,1-2a.2b-3.10
R/. Contad las maravillas del
Señor
a todas las naciones
Cantad al Señor un cántico
nuevo,
cantad al Señor, toda la tierra;
cantad al Señor, bendecid su
nombre. R/.
Proclamad día tras día su
victoria.
Contad a los pueblos su gloria,
sus maravillas a todas las
naciones. R/.
Decid a los pueblos: «El
Señor es rey,
él afianzó el orbe, y no se
moverá;
él gobierna a los pueblos
rectamente». R/.
Lectura
del santo evangelio según san Juan (15,9-17):
EN aquel tiempo, dijo Jesús
a sus discípulos:
«Como el
Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor.
Si
guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he
guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
Os he
hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue
a plenitud.
Este es
mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor
más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si
hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo
que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi
Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy
yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y
vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo
dé. Esto os mando: que os améis unos a otros».
Palabra
del Señor
1. Dios (el Padre del cielo) se
relaciona con los seres humanos como se relaciona con Jesús. Se trata de un
tipo de relación que no se define por el poder que exige sumisión, sino por el amor que pide estabilidad,
fidelidad, permanencia.
La imagen del "padre", tal como
se suele vivir entre humanos, es con frecuencia ambigua. Porque tendría que ser
siempre una relación de bondad y cariño, pero
a menudo es una relación de imposición, amenaza y castigo.
Por no hablar de tantos casos en los que
no hay relación alguna, por causa del mutuo
desinterés, incluso el rechazo, entre padre e hijo.
2. El Padre del que habla Jesús
es siempre bondad y amor, acogida y tolerancia, respeto y ayuda incondicional.
En esta serie de actitudes del Padre hacia el
Hijo consisten los "mandamientos" (entolás), que no son órdenes (y
menos aún imposiciones), sino los deseos que
brotan del cariño. Cuando hay cariño entre
personas, los deseos son órdenes. Pero no pasan de ser deseos, que el amor las
traduce en hacer lo que agrada al otro.
3. Cuando se vive así y de esa
manera, la vida es fuente incesante de la mayor alegría. No es la alegría que
proviene del tener, sino la dicha del que siempre ofrece respeto y bondad y, en
respuesta, recibe lo mismo que da.
Así tendría que ser siempre nuestra
relación con los demás, sean quienes sean. Y sean como sean.
San
Matías apóstol
Fue el
apóstol póstumo de Jesús, incorporado al colegio apostólico cuando Jesús estaba
ya en el cielo.
Fue elegido por los apóstoles para
ocupar el puesto de Judas, como testigo de la resurrección del Señor. Así lo
atestiguan los Hechos de los apóstoles (Hch 1,15-26).
Es un apóstol al que se cita siempre en segundo lugar,
puesto humilde que se puede comprobar sin más que abrir el misal romano por el
canon. Al principio de este, en la oración de comunión con los santos, se
nombra uno por uno a los apóstoles, pero en esa lista falta precisamente
Matías, aunque se nombra a otros doce santos no apóstoles, y se cita a Pablo
juntamente con Pedro, siendo también Pablo apóstol posterior, que no perteneció
al grupo de los doce. Si queremos hallar una mención de Matías en el canon,
tenemos que buscarlo, como escondido y de incógnito, después de Juan Bautista y
Esteban Protomártir, entre una lista de santos y santas. Un título más para que
nos acordemos de este trabajador evangélico que, al contrario que otros santos,
se vio exaltado en vida y se ve humillado después de su muerte.
Cuando se intenta trazar la semblanza histórica de este
apóstol singular, hay que limitarse a lo poco que de él nos dicen los Hechos de
los Apóstoles. Y lo poco que nos dicen es contarnos su elección. Ni siquiera lo
vuelven a nombrar más. Lo que de él nos dicen escritos posteriores, aunque sean
de autores calificados, no ofrece garantías de historicidad. Y las biografías
apócrifas se han encargado de rellenar con aventuras de viajes y de milagros
ese silencio de los Hechos de los Apóstoles.
Contentémonos, pues, con abrir por su primera página ese
libro de los Hechos. Los discípulos de Jesús, inmediatamente después de la
ascensión, regresaron del monte de los Olivos a Jerusalén. Jesús se había despedido
de ellos, pero ellos creían que hasta pronto. Tenía que volver para instaurar
el reino de Israel. Hacía unos momentos nada más que ellos le habían preguntado
si era entonces cuando iba a inaugurar su reinado, y Él se había limitado a
aconsejarles que no intentasen averiguar la hora señalada por Dios. Jesús no
les había dicho que fuese a tardar mucho en volver, y dos mensajeros
celestiales les habían asegurado que, así como lo habían visto subir al cielo,
así lo verían bajar otra vez.
Con esta mentalidad, encendida de esperanza, regresaron
los discípulos a la ciudad. Pronto llegaron, pues el monte de los Olivos no
está lejos. Y cuando entraron en la capital del judaísmo se dirigieron a una
casa frecuentada por ellos y se concentraron en su cámara alta. Jesús les había
dicho que no se alejasen de Jerusalén, sino que esperasen allí una prodigiosa
manifestación del cielo, una efusión maravillosa del Espíritu Santo, que quizá
confundieron ellos entonces con el mismo regreso de Jesús, triunfador y glorioso,
como príncipe de Israel. Y allí quedaron todos, esperando en viva tensión el
acontecimiento. Los apóstoles, once después de la apostasía de Judas Iscariote,
y las mujeres galileas que heroicamente habían seguido a Jesús en sus correrías
evangélicas. Y los parientes de Jesús, que, por fin y gracias a la
resurrección, creían ya en él; y su misma madre, María. Y numerosos discípulos,
hasta completar el número de ciento veinte, el número que se exigía a una
comunidad para que pudiese tener sinagoga propia,
Qué se hacía en aquella primera concentración de los
primeros cristianos, nos lo dice claramente el texto sagrado: Orar. Todos
perseveraban unánimes en la oración. Iban a ser los protagonistas de un
episodio decisivo para Israel. Dios iba a realizar por fin lo tantas veces
anunciado por los profetas. Pero entonces surgió una dificultad en el mismo
seno del colegio apostólico. Y a la mente de todos vino un nombre: Judas
Iscariote.
Porque Jesús había escogido doce hombres para que fuesen
sus enviados especiales, ya lo habían sido por las aldeas galileas, y ahora no
eran doce sino once. Judas se había pasado al enemigo. Y los apóstoles tenían
que ser doce cuando volviese Jesús. Él les había dicho que, a su regreso
glorioso, los doce se sentarían sobre doce tronos para regir las doce tribus de
Israel, y ahora faltaba un hombre para un trono. El primer problema con que se
enfrentó la Iglesia, apenas desaparecido Jesús, fue buscar un sustituto del
apóstata. Dentro de unos cuantos años, cuando muera mártir el apóstol Jacobo,
hijo de Zebedeo, no se planteará este problema. Jacobo habrá cumplido hasta el
fin su misión de apóstol, y Jesús se encargará de resucitarlo cuando regrese.
Pero Judas no ha cumplido su misión, y hace falta un hombre que ocupe su puesto
y la cumpla fielmente.
Los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen la primera
alocución pontificia del primer Papa. Pedro, que siempre fue el portavoz del
pensamiento de los demás apóstoles, se levantó en medio de la comunidad y dijo:
—Hermanos, era necesario se cumpliese la Escritura, lo que
el Espíritu Santo, por boca de David, había predicho de Judas, que habiéndose
contado entre nosotros y habiendo tenido parte en nuestra misión, se hizo guía
de los que prendieron a Jesús.
Pedro, al hablar de Judas con tanta delicadeza, parece
tener presente la advertencia de Jesús: "No juzguéis y no seréis juzgados,
no condenéis y no seréis condenados". Pedro no llama a Judas ladrón ni
traidor, no lo llama deicida ni suicida, no dice que Satanás se había apoderado
de él. Y, sin embargo, Judas era el hombre a quien Pedro podía odiar más, y
Pedro era impetuoso como pocos. Pero Jesús había enseñado la caridad fraterna
que se extiende a todos, como la misericordia divina, lo mismo a los amigos que
a los enemigos, y Pedro, viviendo esa doctrina del Evangelio, dijo solamente
que "Judas se hizo guía de los que prendieron a Jesús".
Pero no necesitaba contar a su auditorio el desgraciado
final de Judas y se abstuvo de hacer el menor comentario, ni a título de
ejemplaridad y escarmiento. Pero el autor de esta página de los Hechos, que
escribe años después para quienes quizá no recuerden lo que sucedió, añade,
como intercalando un paréntesis en las palabras de Pedro, que Judas había
adquirido un campo con el precio de su crimen, y, habiendo caído de cabeza,
reventó por medio y todas sus entrañas se esparcieron. Y añade el escritor que
el hecho fue conocido de todos los habitantes de Jerusalén, de manera que el
campo se llamó en su lengua Jakal-Dema, es decir, Campo de Sangre, haciendo
esta traducción para los lectores de lengua griega.
El primero de los apóstoles continuó su breve discurso
diciendo:
—En el libro de los Salmos está escrito: "Que su
campamento quede desierto y no haya nadie que lo habite". Y también:
"Que otro ocupe su cargo".
Estas palabras de Pedro citando el Salterio son versículos
de dos salmos, el 69 y el 109 según la numeración hebrea. Aunque Pedro debió
hablar entonces en arameo, el escritor no pone estas palabras en labios de
Pedro según el texto hebreo, sino según la versión griega, y con ligeras
modificaciones para acomodarlas mejor al episodio, según la costumbre que había
entonces de citar la Biblia. Los dos salmos pertenecen a la serie de los
imprecatorios, maldiciones dirigidas, cuando aún no existía la caridad
cristiana, contra los enemigos del rey David. Interpretando esos versículos
como profecías, la primera se ha cumplido ya con la muerte de Judas. Es
necesario que la segunda se cumpla también, y para ello hay que proceder al
nombramiento del que le haya de sustituir en el colegio apostólico. Y Pedro
enuncia las condiciones previas para poder aspirar a ese cargo de apóstol de
Jesús. El discurso prosigue así:
—Es menester que de todos estos hombres que se han asociado
a nosotros durante todo el tiempo que con nosotros vivió el Señor Jesús —a
partir del bautismo por Juan hasta el día en que fue separado de nosotros—,
haya uno que llegue a ser, juntamente con nosotros, testigo de su resurrección.
Para ser apóstol, dice Pedro, hace falta haber acompañado
a Jesús durante toda su vida pública, desde el bautismo hasta la ascensión. No
basta haberlo seguido en una larga serie de jornadas evangélicas, ni haber
vivido algún tiempo en intimidad con Él, ni haber sido enviado por Él a
predicar, ni siquiera haberlo visto resucitado. Un apóstol es un testigo de
Jesús, y hace falta haberle acompañado durante toda su predicación para poder
atestiguar sobre toda su doctrina, como hace falta haberlo visto resucitado
después de la crucifixión para poder ser testigo de la legación divina de
Jesús.
Puestas las condiciones, en aquel centenar de personas se
encontraron dos hombres que parecían con iguales méritos para aspirar al
apostolado. Uno era José Bar-Schabba, llamado Justos —sobrenombre que se suele
traducir equivocadamente por "el justo"—, y el otro era Matatías, o,
abreviadamente, Matías. Como el llamamiento al apostolado no es cosa de hombres
sino de Dios, Dios tendría que elegir entre aquellos dos discípulos que
parecían iguales en méritos. Y aquella incipiente comunidad cristiana oró
confiadamente: "Tú, Señor, que conoces el corazón de todos los hombres,
muéstranos a cuál de estos dos has elegido para ocupar en el ministerio del
apostolado el puesto que ha dejado Judas al ir a su lagar". En esta
primera súplica de la Iglesia hay una nueva muestra de la delicadeza y caridad
que hemos visto ya en Pedro. La expresión "ir a su lugar" no
significa la condenación del criminal: es una expresión acostumbrada, eufemismo
arameo, para decir simplemente que un hombre murió.
Para conocer la voluntad divina, sin exigir de Dios una
aparición ni una revelación —aun tratándose de algo tan importante para toda la
naciente Iglesia de Jesús—, decidieron echar suertes. Es algo que hoy nos puede
extrañar, pero que entonces se acostumbraba. Se apelaba a las suertes para
decidirse entre dos soluciones aparentemente equivalentes, y en la providencia
ordinaria de Dios, que decidía la suerte, se veía la voluntad de Dios. Aquello
no era fiarse de una casualidad física, sino confiarse a la causalidad divina.
Cada semana, en el templo de Jerusalén, los sacerdotes echaban suertes para
repartirse los oficios. Y el último caso que registra la Biblia de una elección
religiosa señalada por la suerte, es esta designación de Matías como apóstol de
Jesús, con idéntica categoría que los otros once. "Y la suerte señaló a
Matías, y fue uno de los doce apóstoles."
Así termina, en el libro de los Hechos, la historia de San
Matías. Nada más se vuelve a saber de él en particular. Con esta sencillez
aparece y desaparece en la documentación histórica este apóstol póstumo, puesto
siempre en segundo lugar, que ni el canon cita entre los apóstoles ni tiene en
el martirologio un día fijo para su fiesta.
De la literatura apócrifa que pretende narrarnos su vida,
citemos solamente una frase, puesta en sus labios, que merece salvarse por su
positivo sabor evangélico. Dice así: "Si peca el vecino de un elegido,
pecó también el elegido, porque si éste se hubiera portado según aconseja el
Verbo, el vecino se hubiera avergonzado también de su propia vida, y así no
hubiera pecado".
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