sábado, 6 de junio de 2020

Párate un momento: El Evangelio del dia 7 DE JUNIO – DOMINGO – LA SANTÍSIMA TRINIDAD – JORNADA PRO-ORANTIBUS






7 DE JUNIO – DOMINGO –
LA SANTÍSIMA TRINIDAD –
JORNADA PRO-ORANTIBUS

       Lectura del libro del Éxodo (34,4b-6.8-9):
En aquellos días, Moisés subió de madrugada al monte Sinaí, como le había mandado el Señor, llevando en la mano las dos tablas de piedra. El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor.
El Señor pasó ante él, proclamando:
«Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad.»
Moisés, al momento, se inclinó y se echó por tierra. Y le dijo:
«Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya.»

Salmo: Dn 3,52-56

R/. A ti gloria y alabanza por los siglos

Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres,
bendito tu nombre santo y glorioso. R/.
Bendito eres en el templo de tu santa gloria. R/.
Bendito eres sobre el trono de tu reino. R/.
Bendito eres tú, que sentado sobre querubines
sondeas los abismos. R/.
Bendito eres en la bóveda del cielo. R/.

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios (13,11-13):
Alegraos, enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros.
Saludaos mutuamente con el beso ritual. Os saludan todos los santos. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros.

Lectura del santo evangelio según san Juan (3,16-18):
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
Palabra del Señor.

Fiesta de la Santísima Trinidad




El año litúrgico comienza con el Adviento y la Navidad, celebrando cómo Dios Padre envía a su Hijo al mundo. En los domingos siguientes recordamos la actividad y el mensaje de Jesús. Cuando sube al cielo nos envía su Espíritu, que es lo que celebramos el domingo pasado. Ya tenemos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Estamos preparados para celebrar a los tres en una sola fiesta, la de la Trinidad.
Esta fiesta surge bastante tarde, en 1334, y fue el Papa Juan XII quien la instituyó. Quizá se pretendía (como ocurrió con la del Corpus) contrarrestar a grupos heréticos que negaban la divinidad de Jesús o la del Espíritu Santo. Así se explica que el lenguaje usado en el Prefacio sea más propio de una clase de teología que de una celebración litúrgica. En cambio, las lecturas son breves y fáciles de entender, centrándose en el amor de Dios.

La única definición bíblica de Dios

La primera lectura, tomada del libro del Éxodo, ofrece la única definición (mejor, autodefinición) de Dios en el Antiguo Testamento y rebate la idea de que el Dios del Antiguo Testamento es un Dios terrible, amenazador, a diferencia del Dios del Nuevo Testamento propuesto por Jesús, que sería un Dios de amor y bondad. La liturgia, como de costumbre, ha mutilado el texto. Pero conviene conocerlo entero.
            Moisés se encuentra en la cumbre del monte Sinaí. Poco antes, le ha pedido a Dios ver su gloria, a lo que el Señor responde: «Yo haré pasar ante ti toda mi riqueza, y pronunciaré ante ti el nombre de Yahvé» (Ex 33,19). Para un israelita, el nombre y la persona se identifican. Por eso, «pronunciar el nombre de Yahvé» equivale a darse a conocer por completo. Es lo que ocurre poco más tarde, cuando el Señor pasa ante Moisés proclamando: 

«Yahvé, Yahvé, el Dios compasivo y clemente, paciente y misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos» (Éxodo 34,6-7).

            Así es como Dios se autodefine. Con cinco adjetivos que subrayan su compasión, clemencia, paciencia, misericordia, fidelidad. Nada de esto tiene que ver con el Dios del terror y del castigo. Y lo que sigue tira por tierra ese falso concepto de justicia divina que «premia a los buenos y castiga a los malos», como si en la balanza divina castigo y perdón estuviesen perfectamente equilibrados. Es cierto que Dios no tolera el mal. Pero su capacidad de perdonar es infinitamente superior a la de castigar. Así lo expresa la imagen de las generaciones. Mientras la misericordia se extiende a mil, el castigo sólo abarca a cuatro (padres, hijos, nietos, bisnietos). No hay que interpretar esto en sentido literal, como si Dios castigase arbitrariamente a los hijos por el pecado de los padres. Lo que subraya el texto es el contraste entre mil y cuatro, entre la inmensa capacidad de amar y la escasa capacidad de castigar. Esta idea la recogen otros pasajes del AT: 

            «Tú, Señor, Dios compasivo y piadoso,
            paciente, misericordioso y fiel» (Salmo 86,15). 

            «El Señor es compasivo y clemente,
            paciente y misericordioso; 
            no está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo. 
            No nos trata como merecen nuestros pecados 
            ni nos paga según nuestras culpas; 
            como se levanta el cielo sobre la tierra, 
            se levanta su bondad sobre sus fieles; 
            como dista el oriente del ocaso, 
            así aleja de nosotros nuestros delitos; 
            como un padre siente cariño por sus hijos, 
            siente el Señor cariño por sus fieles» (Salmo 103, 8-14).

            «El Señor es clemente y compasivo,
            paciente y misericordioso; 
            El Señor es bueno con todos, 
            es cariñoso con todas sus criaturas» (Salmo 145,8-9).

            «Sé que eres un dios compasivo y clemente,
            paciente y misericordioso,
            que se arrepiente de las amenazas» (Jonás 4,2).

El amor de Dios al mundo

El evangelio insiste en este tema del amor de Dios llevándolo a sus últimas consecuencias. No se trata sólo de que Dios perdone o sea comprensivo con nuestras debilidades y fallos. Su amor es tan grande que nos entrega a su propio hijo para que nos salvemos y obtengamos la vida eterna.

     Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna….

Nuestra respuesta: el amor mutuo

En la carta de Pablo a los corintios Dios se convierte en modelo para los cristianos. La misma unión y acuerdo que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu debe darse entre nosotros, teniendo un mismo sentir, viviendo en paz, animándonos mutuamente, corrigiéndonos en lo necesario, siempre alegres.
Hermanos: Alegraos, enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros...
…La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros.

Conclusión

«Escucha, Israel: el Señor, tu Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser».

 JORNADA PRO-ORANTIBUS


En el calendario litúrgico de este año —afectados por la crisis del «coronavirus» y sus dramáticas consecuencias— celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad el próximo domingo 7 de junio. Es la festividad escogida para la Jornada Pro orantibus. En ella oramos por quienes oran continuamente por nosotros: las personas consagradas contemplativas. Con este motivo, agradecemos a Dios esta forma de consagración que necesita la Iglesia. Igualmente, reiteramos nuestra estima y nuestro compromiso para conocer mejor la vocación contemplativa que nos acompaña y a la que queremos acompañar en el corazón de la Iglesia y de cada persona bautizada. «Con María en el corazón de la Iglesia» es el lema de 2020. La Virgen María y la Iglesia constituyen el marco para la vida consagrada en España este año. Por ello, en la Jornada de la Vida Consagrada del pasado 2 de febrero la consigna fue «La vida consagrada con María, esperanza de un mundo sufriente».
Entonces contemplábamos a María como modelo de esperanza para todos los consagrados que tratan de ser cercanos a tantas realidades de nuestro mundo marcadas por el dolor; ahora, María se nos ofrece como signo para la vida consagrada contemplativa, que está llamada, como ella, a habitar el corazón del cuerpo místico de Cristo, de la Iglesia que, con amor materno, acompaña a sus hijos e hijas en todo momento, pero sobre todo en la desgracia.
Por tanto, al recordar y agradecer de manos de María la historia de tantos hombres y mujeres consagrados a la vida de contemplación, que es al mismo tiempo una vida oculta y fecunda para el mundo y nos muestra la luz de Dios, sobre todo cuando la oscuridad se cierne sobre la humanidad, recordamos y agradecemos que:

1. La vida consagrada contemplativa, con María, custodia fervorosamente la realidad central de la fe, que es el amor de Cristo. Con María en la cueva de Belén, las personas consagradas contemplativas mantienen viva la confianza en ese Dios que, por puro amor nuestro –en el silencio y el frío de la noche, en el rincón más pobre de este mundo–, se encarna para salvación de todos.

2. La vida consagrada contemplativa, con María, alienta sin descanso la gran esperanza de la Iglesia, que es la misericordia del Padre.
Con María al pie de la cruz, las personas consagradas contemplativas despiertan a su alrededor la paciencia y la perseverancia de quien se sabe acogido por las entrañas compasivas de Dios Padre en toda circunstancia, aun en medio de grandes sufrimientos, como los presentes.

3. La vida consagrada contemplativa, con María, irradia al mundo la alegría de vivir según el Evangelio, según la gracia del Espíritu. Con María en las bodas de Caná, las personas consagradas contemplativas contagian ese gozo que solo conoce quien ha probado el vino mejor del Espíritu Santo, ese vino que es Buena Noticia para quien lo saborea sin prisa, convirtiendo cada día, por sencillo y cotidiano que parezca, en un anticipo precioso del gran banquete del Reino.
De este modo –y de tantos otros– los consagrados contemplativos son, en el corazón de la Iglesia, el amor. El infinito amor de Dios que María conservó en su corazón para la vida del mundo. Amor que hoy acrecienta la esperanza. A ella, nuestra Madre, le pedimos, en esta Jornada Pro Orantibus  que los guarde, como ellos guardan la Palabra de Dios para cuantos se acercan a beber de la eterna Fuente que —aunque es de noche— mana y corre.

Comisión Episcopal para la Vida Consagrada

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