31 DE JULIO – VIERNES –
17ª – SEMANA DEL T. O. – A –
San Ignacio de Loyola
Lectura de la profecía de Jeremías (26,1-9):
Al
comienzo del reinado de Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá, vino esta palabra
del Señor a Jeremías:
«Así dice el Señor: Ponte en el atrio
del templo y di a todos los ciudadanos de Judá que entran en el templo para
adorar, las palabras que yo te mandé decirles; no dejes ni una sola. A ver si
escuchan y se convierte cada cual, de su mala conducta, y me arrepiento del mal
que medito hacerle a causa de sus malas acciones.
Les dirás: Así dice el Señor: Si no me obedecéis,
cumpliendo la ley que os di en vuestra presencia, y escuchando las palabras de
mis siervos, los profetas, que os enviaba sin cesar (y vosotros no
escuchabais), entonces trataré a este templo como al de Silo, a esta ciudad la
haré fórmula de maldición para todos los pueblos de la tierra.»
Los profetas, los sacerdotes y el pueblo
oyeron a Jeremías decir estas palabras, en el templo del Señor. Y, cuando
terminó Jeremías de decir cuanto el Señor le había mandado decir al pueblo, lo
agarraron los sacerdotes y los profetas y el pueblo, diciendo:
«Eres reo de muerte. ¿Por qué profetizas
en nombre del Señor que este templo será como el de Silo, y esta ciudad quedará
en ruinas, deshabitada?»
Y el pueblo se juntó contra Jeremías en
el templo del Señor.
Palabra
de Dios
Salmo: 68
R/. Que me escuche tu gran bondad, Señor.
Más
que los pelos de mi cabeza
son los que me odian sin razón;
más duros que mis huesos,
los que me atacan injustamente.
¿Es que voy a devolver lo que no he
robado? R/.
Por
ti he aguantado afrentas,
la vergüenza cubrió mi rostro.
Soy un extraño para mis hermanos,
un extranjero para los hijos de mi
madre;
porque me devora el celo de tu templo,
y las afrentas con que te afrentan caen
sobre mí. R/.
Pero
mi oración se dirige a ti,
Dios mío, el día de tu favor;
que me escuche tu gran bondad,
que tu fidelidad me ayude. R/.
Lectura del santo evangelio según san Mateo
(13,54-58):
En
aquel tiempo fue Jesús a su ciudad y se puso a enseñar en la sinagoga. La gente
decía admirada:
«¿De dónde saca éste esa sabiduría y
esos milagros?
¿No es el hijo del carpintero?
¿No es su madre María, y sus hermanos,
Santiago, José, Simón y Judas?
¿No viven aquí todas sus hermanas?
Entonces, ¿de dónde saca todo eso?»
Y aquello les resultaba escandaloso.
Jesús les dijo:
«Sólo en su tierra y en su casa
desprecian a un profeta.» Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba
fe.
Palabra
del Señor
1. Está claro en este relato
que Jesús hablaba de manera que lo que decía sorprendía a quienes lo
habían conocido desde niño. Les llama la atención y no se explican cómo, hasta
poco antes, era un vecino más.
¿Qué había ocurrido?
La cosa, humanamente hablando, no tenía
explicación. Sin duda, la clave está en lo que ocurrió en la experiencia del
bautismo que Jesús recibió de manos de
Juan el Bautista.
Allí Jesús tuvo una experiencia misteriosa
y profunda: vio el cielo abierto, oyó la voz del Padre del cielo (Mt 3, 16-17),
se sintió llamado a dar a conocer al Padre y su proyecto (Mt 11, 25-27).
¿Qué nos viene a decir esto?
2. Jesús no impresionaba a la
gente con lo que decía porque no había estudiado mucho. Jesús había
dicho que lo que él enseñaba eran cosas que quedan ocultas para los "sabios y entendidos" (Mt
11, 25) y cosas que paradójicamente las saben los "pequeños", los
ignorantes, los sencillos. Esto, justamente, es lo que le ocurrió a Jesús. La
experiencia religiosa le cambió.
Pero no le cambió en "sabio",
sino en "sencillo". Y lo que enseñaba era la sabiduría de los
últimos, de los nadies, de los excluidos. Es el saber en el que el
"ser" y el "deber ser" no se pueden disociar. El saber que
nunca puede ser neutral ante la violencia y el sufrimiento que genera la
tecnología y la llamada "ciencia" que hay detrás de esa tecnología. A
esa sabiduría de los sencillos le tienen miedo los intelectuales y los
clérigos. Porque si de veras la asumieran, cambiarían radicalmente las
universidades, las parroquias, los conventos y las curias episcopales.
3. El relato termina dejando
claro que los "milagros" de Jesús no eran posibles donde faltaba la
fe-confianza. Jesús no era un "omnipotente", tal como nosotros nos
imaginamos eso. Jesús tenía una fuerza de espíritu que donde no encontraba
acogida y respuesta dejaba de ser fuerza y nada podía hacer. He aquí el
profundo misterio de la fuerza de espíritu que tenemos los humanos, cuando
somos profundamente humanos.
San Ignacio de Loyola
Nació en el año 1491 en
Loyola, en las provincias vascongadas; su vida transcurrió primero entre la
corte real y la milicia; luego se convirtió y estudió teología en París, donde
se le juntaron los primeros compañeros con los que había de fundar más tarde, en
Roma, la Compañía de Jesús.
Ejerció un fecundo apostolado con sus escritos y con la formación de
discípulos, que habían de trabajar intensamente por la reforma de la Iglesia.
Murió en Roma en 1556.
Íñigo
López Sánchez, quien adoptaría el nombre de Ignacio, nació en 1491 en el
castillo de Loyola junto a la aldea vasca llamada Azpeitia. Fue caballero al
servicio de Carlos I de España y V de Alemania, "hombre dado a las
vanidades del mundo", "con un grande y vano deseo de ganar
honra" (Autobiografía, 1). Herido en 1521 por una bala de cañón cuando
defendía la fortaleza de Pamplona, fue llevado al castillo de su familia y se
sometió a dolorosas cirugías debido a la fractura de una pierna.
Durante
su convalecencia, al no encontrar libros de caballería se dedicó a leer una
vida de Cristo y las vidas de los santos.
Cuenta
él mismo que "cuando pensaba en aquello del mundo, se deleitaba mucho; mas
cuando después de cansado lo dejaba, hallábase seco y descontento; y cuando en
ir a Jerusalén descalzo, y en no comer sino yerbas, y en hacer todos los demás
rigores que veía haber hecho los santos, no solamente se consolaba cuando
estaba en los tales pensamientos, mas aún después de dejado, quedaba contento y
alegre". (Autobiografía, 8). Esta experiencia lo conduciría a la
conversión.
Su
primera decisión fue ir a Jerusalén como peregrino. Una vez curado se dirigió a
pie a la abadía benedictina de Nuestra Señora de Montserrat cercana a
Barcelona. Allí, ante la imagen de María con el Niño Jesús, veló una noche
entera y dejó sus armas de caballero para dirigirse a Manresa, pequeño poblado
de Cataluña donde permaneció de marzo de 1522 a febrero de 1523 viviendo una
experiencia de Dios que alcanzó su momento más luminoso junto al río Cardoner:
"Y estando allí sentado se le empezaron a abrir los ojos del
entendimiento; y no que viese alguna visión, sino entendiendo y conociendo
muchas cosas, tanto de cosas espirituales, como de cosas de la fe y de letras;
y esto con una ilustración tan grande, que le parecían todas las cosas
nuevas". (Autobiografía, 30). Él mismo consignaría su experiencia en el
libro de los "Ejercicios Espirituales".
Después
de pasar el año 1523 en Jerusalén buscando las huellas de Jesús, a quien quería
"conocer mejor, para imitarlo y seguirlo", a su regreso se dedicó a
estudiar gramática y letras en Barcelona y Alcalá. Pronto tuvo que afrontar
dificultades y fue solicitado por la Inquisición en Salamanca, donde fue
interrogado y declarado inocente. En febrero de 1528 llegó a París para
estudiar en La Sorbona, donde en marzo de 1533 obtuvo el grado de Maestro en
Artes, que según la titulación universitaria lo autorizaba para enseñar
filosofía y teología. Desde entonces latinizó su nombre firmando como "Ignatius".
En
París compartió un cuarto con dos estudiantes: Pedro Fabro, de Saboya, y
Francisco Javier, de Navarra, ambos con 23 años. Se hicieron amigos y pronto
Fabro, designado como su tutor de estudios, compartiría su deseo de llevar una
vida austera en seguimiento de Cristo. Otro tanto sucedió con Javier, joven de
gran ambición en quien hizo mella una frase de Jesús que le repetía Ignacio con
frecuencia: "¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su
alma?". (Mateo 16,26). Otros estudiantes se unieron al proyecto: el
portugués Simón Rodríguez y los españoles Diego Laínez, Alfonso Salmerón y
Nicolás de Bobadilla. Oraban juntos, discutían sobre la vida cristiana y
hablaban de "cosas de Dios". Ignacio les comunicaba lo que había
experimentado, principalmente en Manresa, y suscitaba en ellos el deseo de
buscar a Dios.
Fortalecidos
por su experiencia espiritual, los siete amigos deciden lo que van a hacer:
servir como sacerdotes, si es posible en Jerusalén, o si no irán a Roma para
presentarse ante el Papa "a fin de que él los envíe a donde juzgue que
será más favorable a la gloria de Dios y utilidad de las almas". Se dan un
año como plazo, desde cuando se encuentren en Venecia. El 15 de agosto de 1534
en París, en la capilla de Montmartre, sellan su proyecto con voto solemne en
una misa presidida por Fabro, ordenado el 30 de mayo.
Ignacio
enferma en 1535 y va a recuperarse en su tierra natal. La cita en Venecia se
aplaza entonces para comienzos de 1537. Mientras tanto el grupo aumenta con los
franceses Claudio Jay, Pascasio Broet y Juan Bautista Codure. Restablecido
Ignacio, el 8 de enero de 1537 se encuentran en Venecia, donde el 24 de junio
son ordenados sacerdotes los que aún no lo eran. La guerra con los turcos
dificulta el viaje, y mientras esperan a embarcarse trabajan pastoralmente y se
designan "Compañía de Jesús". Desde entonces añaden a sus nombres las
iniciales S.J. (Societatis Jesu, en latín).
Como
no parte ningún barco se dirigen a Roma, donde se encuentran en la Pascua de
1538. Ignacio llega con Laínez y Fabro hacia mediados de noviembre de 1537. A
15 kilómetros de Roma, en la capilla de La Storta, Ignacio "sintió tal
mutación en su alma y vio tan claramente que Dios Padre lo ponía con Cristo, su
Hijo, que no se atrevería a dudar de esto..." (Autobiografía, 96). A sus
compañeros les dijo: "He visto a Cristo con su cruz a cuestas y a su lado
al Padre Eterno que le decía a su Hijo: 'quiero que tomes a éste como
servidor', y Jesús me dijo: 'quiero que nos sirvas' ".
Los
compañeros son recibidos por el Papa en noviembre de 1538 y se ofrecen para
cualquier misión que les confíe. Y siendo de países tan diferentes, se hacen
esta reflexión: “más vale que permanezcamos de tal manera unidos y ligados en
un solo cuerpo, que ninguna separación física, por grande que sea, nos pueda
separar”. Deciden por ello formar una nueva orden religiosa, cuya primera
"Fórmula del Instituto" es sometida a la consideración de Paulo III,
quien el 27 de septiembre de 1540 firma la bula o documento pontificio de
aprobación. El 17 de abril de 1541, después de haber rechazado dos veces el
voto unánime de sus compañeros, Ignacio acepta el cargo de Prepósito (del
latín: puesto delante como guía) General. El 22 de abril los compañeros hacen
votos solemnes de pobreza, castidad y obediencia, y otro voto especial de
obediencia al Papa para las misiones que les confíe.
En
1541 Ignacio fija su residencia en una vieja casa situada en el centro de Roma
frente a una capilla dedicada a Nuestra Señora de la Estrada. La Compañía de
Jesús recibe la responsabilidad de la parroquia, e Ignacio se instala en tres
pequeñas piezas cercanas al presbiterio. Su principal trabajo allí fue la
redacción de las Constituciones de la Compañía de Jesús, lo cual hizo hasta su
muerte, siempre en proceso de incorporar las observaciones de sus compañeros y
las nuevas experiencias. Su libro de los Ejercicios Espirituales fue aprobado y
recomendado por el Papa Paulo III el 31 de julio de 1548.
El 21
de julio de 1550 la Compañía de Jesús obtiene del Papa Julio III su
confirmación como orden religiosa, mediante la bula aprobatoria de una segunda
Fórmula del Instituto, con un texto ampliado. Las misiones se multiplican en
Europa, Asia, África y América.
El
Papa envía a algunos teólogos jesuitas al Concilio de Trento, convocado para
tratar los puntos de discusión suscitados con motivo del cisma protestante.
Ignacio funda instituciones educativas, casas para catecúmenos judíos y
mahometanos, un refugio para mujeres errantes, y organiza colectas para los
pobres y los prisioneros.
A comienzos
de julio de 1556, una fatiga extrema lo obliga a descansar y muere al amanecer
del 31 del mismo mes, a los 65 años. Al morir Ignacio, la Compañía de Jesús
contaba en el mundo con 1036 jesuitas, unos sacerdotes y otros hermanos,
distribuidos en 11 Provincias (circunscripciones territoriales), y con 92 casas
de las que 33 correspondían a obras educativas. Fue canonizado como santo por
el Papa Gregorio XV el 12 de marzo de 1622, con Francisco Javier y Teresa de
Ávila. Sus restos reposan en Roma, en la Iglesia del Gesú.
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