4 DE JULIO – SÁBADO –
13ª –
SEMANA DEL T. O. – A –
Santa Isabel de Portugal
Lectura
de la profecía de Amós (9,11-15):
Así
dice el Señor:
«Aquel
día, levantaré la tienda caída de David, taparé sus brechas, levantaré sus
ruinas como en otros tiempos. Para que posean las primicias de Edom, y de todas
las naciones, donde se invocó mi nombre. –oráculo del Señor–.
Mirad
que llegan días –oráculo del Señor– en que el que ara sigue de cerca al
segador; el que pisa las uvas, al sembrador; los montes manarán vino, y fluirán
los collados. Haré volver los cautivos de Israel, edificarán ciudades
destruidas y las habitarán, plantarán viñas y beberán de su vino, cultivarán
huertos y comerán de sus frutos. Los plantaré en su campo, y no serán
arrancados del campo que yo les di, dice el Señor, tu Dios.»
Palabra
de Dios
Salmo:
84
R/.
Dios anuncia la paz a su pueblo
Voy
a escuchar lo que dice el Señor:
«Dios anuncia la paz
a su pueblo y a sus
amigos
y a los que se convierten
de corazón.» R/.
La
misericordia y la fidelidad se encuentran,
la justicia y la paz se
besan;
la fidelidad brota de la
tierra,
y la justicia mira desde
el cielo. R/.
El
Señor nos dará la lluvia,
y nuestra tierra dará su
fruto.
La justicia marchará ante
él,
la salvación seguirá sus
pasos. R/.
Lectura
del santo evangelio según san Mateo (9,14-17):
En
aquel tiempo, se acercaron los discípulos de Juan a Jesús, preguntándole:
«¿Por
qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no
ayunan?»
Jesús
les dijo:
«¿Es
que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con
ellos? Llegará un día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán.
Nadie
echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira
del manto y deja un roto peor. Tampoco se echa vino nuevo en odres viejos,
porque revientan los odres; se derrama el vino, y los odres se estropean; el
vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas se conservan.»
Palabra
del Señor
1. Un
día dijo Jesús que "la Ley y los Profetas llegaron hasta Juan Bautista: a
partir de entonces se anuncia el Reino de Dios" (Lc 16, 16).
Según
este principio, los discípulos de Juan, al igual que los de los fariseos,
vivían sometidos a la Ley. Por eso, lógicamente, tenían sus días de ayuno. El
ayuno es una de las obligaciones que no pocas religiones imponen a sus fieles.
Los
discípulos de Jesús estaban recibiendo otra educación: lo determinante para
ellos no era someterse a la Ley, sino vivir la experiencia del Reino de Dios,
que, a juicio de Jesús, es la experiencia del gozo y de la vida.
La
experiencia que se simboliza en el gran banquete del reino, en el que entran
todos, "buenos y malos"; y en el que hay alegría para todos por igual
(Mt 22, 1-10; Lc 14, 15-24).
2. De
acuerdo con lo dicho, el ayuno es luto de muerte, en tanto que los discípulos
de Jesús viven en la fiesta de una boda sin fin. Y conste que la apelación a
que "un día se llevarán al novio y entonces ayunarán" es texto
redaccional, es decir, añadido por Mateo. Seguramente para
justificar la costumbre de ayunar que, ya en aquel tiempo, se había introducido
en alguna comunidad, cristiana.
3. El
problema que plantea este evangelio no se limita al ayuno, aunque es bastante
secundario en la vida. Lo que Jesús enseña aquí, con las metáforas del remiendo y el vino, es
que los cristianos no debemos hacer componer o buscar fórmulas de compromiso
entre lo viejo y lo nuevo. Lo que define a los discípulos de Jesús no es la
privacidad sino la alegría compartida.
Santa Isabel de Portugal
(Santa Isabel de Portugal o de Aragón; Zaragoza, hacia
1274 - Estremoz, Portugal, 1336)
Reina
de Portugal. Merced a su matrimonio con el monarca luso Dionís, fue reina de
Portugal entre 1288 y su fallecimiento, período durante el cual contribuyó de
forma decisiva a la consolidación de la monarquía en el país ibérico.
Hija
de Pedro III de Aragón y de Constanza de Nápoles, y por lo tanto nieta de Jaime
I el Conquistador y del emperador Federico de Suabia, recibió una esmerada
educación palaciega, conforme a los postulados de su época, aunque parece que
desde muy joven la princesa Isabel ya destacó por tener una personalidad
piadosa y caritativa.
Antes
de cumplir los diez años, sin embargo, su padre había entablado negociaciones
con el monarca portugués, mediante los embajadores Conrado de Lanza y Beltrán
de Vilafranca, para el matrimonio entre su hija y el rey luso. Éste aceptó
gustoso, y donó a la princesa, en calidad de arras, los señoríos de Obidos,
Abrantes y Porto de Mos, donación verificada en abril de 1281.
Con
las negociaciones ya avanzadas, en febrero de 1288 una embajada de Dionís con
sus más importantes consejeros, João Velho, João Martins y Vasco Pires, llegaba
a Barcelona para celebrar el matrimonio por poder y, a continuación, escoltar a
la princesa hasta la villa portuguesa de Trancoso, donde se iba a celebrar la
ceremonia religiosa. Finalmente, el 24 de junio tuvo lugar el enlace, seguido
de la celebración de unas fiestas ensalzadas por la historiografía como las más
importantes de la Plena Edad Media lusa.
Después
del matrimonio, la vida de la reina Isabel comenzó a mostrar la dualidad de
caracteres que marcarían su devenir biográfico: por una parte, su carácter
caritativo y piadoso; por otro, la fortaleza política de una mujer que,
enfrentada a grandes vaivenes gubernativos, hizo lo posible por sobreponerse a
los acontecimientos. En principio, la vida en la corte portuguesa no era, ni
por asomo, parecida a la exquisitez de la aragonesa. La ambición del estamento
nobiliario portugués, copado en gran medida por los propios miembros de la
familia real, era cada vez mayor, personificado especialmente por Alfonso,
hermano del rey, y también su principal enemigo para mantener la paz del reino,
pues no dejaba de conspirar para derribar a Dionís del trono. Muy pronto se le
uniría la rebeldía del hijo primogénito.
En los
primeros tiempos de su estancia en Portugal, la reina Isabel comenzó a ganarse
las simpatías del pueblo luso por su carácter piadoso y devoto, pues el pueblo
siempre ha admirado en especial esta veta altruista de sus gobernantes, sobre
todo en un universo religioso como era el mundo medieval. De esta manera, las
continuas fundaciones religiosas de la reina Isabel (como el de San Bernardo de
Almoster), la contribución al sostenimiento de otras (principalmente, el
lisboeta monasterio de la Trinidad), así como los hospitales de asistencia
fundados por ella (en Coimbra, Leiría y Santarém), ayudaron a que su
popularidad entre el pueblo fuese una de las de mayor nivel entre los
gobernantes medievales.
Los
problemas, sin embargo, comenzaron a llegar por los continuos enfrentamientos,
primero verbales, más tarde conspiradores, de su cuñado Alfonso, deseoso de
hacerse con el trono portugués en detrimento de su hermano, el rey Dionís; por
otra parte, las continuas infidelidades de éste, evidentemente, no hacían
presagiar un matrimonio demasiado bien avenido, pues, a pesar de que la
bastardía regia era un fenómeno relativamente tolerado en el medievo, las
acusadas convicciones éticas de la reina Isabel lo desaprobaban por completo.
A pesar
de ello, la reina acogió a los hijos bastardos de Dionís en la corte, y si no
los trató como a su propia descendencia, al menos les mostró el respeto que
debía como reina y cristiana. Esta acción piadosa, sin embargo, comenzó a ser
una fuente de problemas tras el nacimiento de los dos primeros hijos de Dionís
e Isabel: la infanta Constanza (1290-1313), que se casó con el rey de Castilla,
Fernando IV, y el príncipe Alfonso (1291-1357), que sería posteriormente rey
como Alfonso IV. Los problemas se agravaron en la segunda década del siglo XIV,
pues Alfonso (cuyo apodo era el Bravo, por motivos obvios) comenzó a alarmarse
por el incomparable ascendente que, en la corte de Dionís, en su consejo y en
la toma de decisiones políticas, había comenzado a contraer uno de los hijos
ilegítimos del rey, el infante Alfonso Sánchez.
Ante
la sospecha de que Dionís había solicitado a la Santa Sede la concesión de
legitimidad para su hermano, en detrimento de su propio acceso al trono,
Alfonso el Bravo decidió rebelarse, contado con cierta ayuda diplomática de la
regente de Castilla, la reina María de Molina. Dionís, enfurecido, arremetió
contra su hijo de manera violenta, lo que significó el inicio de las
hostilidades paterno-filiales, apoyados ambos en parte de la aristocracia lusa
afín a sus causas.
Por lo
que respecta a la reina Isabel, además del profundo dolor que una madre podía
sentir al ver peleando a padre e hijo, la cuestión fue un poco más complicada.
Desde 1318, las tropas de Alfonso instalaron su base de operaciones en el norte
del país, en Coimbra y Leiría. Casualmente, el señorío de esta última villa
había sido concedido por Dionís a su esposa, con lo que el rey debió entrever
en su toma por Alfonso una cierta participación de Isabel en la conspiración de
su hijo.
El
resultado fue que la reina fue privada del señorío, la jurisdicción y las
rentas de Leiría, además de pasar a residir, bajo fuerte vigilancia militar, en
el castillo de Alemquer. A la desesperación de Isabel se unió el temor de que,
en la primavera de 1319, ambos ejércitos parecían enfrentarse en Leiría, aunque
finalmente Alfonso huyó hacia Santarém.
Durante
dos largos años, 1319-1321, los partidarios de Alfonso sostuvieron una especie
de guerra de guerrillas contra el ejército real en la zona norte del país,
rehusando siempre el enfrentamiento directo al ser el enemigo superior en
número. Durante 1321, Alfonso de apoderó de Coimbra, Montemor o Velho, Feira y
Oporto, y llegó a sitiar Guimarães, uno de los principales bastiones de su
padre. Al saber las noticias del frente, la reina Isabel logró escapar de su
vigilancia en Alemquer para dirigirse hacia esta última ciudad, con el objeto
de hacer a su hijo desistir de su vano intento, asegurándole que no había
ninguna intención, por parte de Dionís, de subrogarle su legitimidad al trono.
A pesar
de esta intervención, y de contar con la ayuda de otro de los bastardos de
Dionís, Pedro, conde de Barcelos, Alfonso no desistió de su intento, y mucho
más al saber que las tropas reales, con su padre al frente, sitiaban la
guarnición alfonsina de Coimbra. Hacia allí se dirigió con su ejército,
comitiva seguida muy cerca por la reina Isabel quien, momentos antes de la
inminente batalla, logró lo imposible: forzar a padre e hijo a la concordia,
aunque no pudo evitar una escaramuza antes de su llegada.
El
acuerdo consistía en que Alfonso se retiraría a Pombal y Dionís a Leiría, para
licenciar a sus respectivas tropas; posteriormente, el rey prometería respetar
el derecho de sucesión si su hijo le prestaba un homenaje público de fidelidad.
Aunque no se sabe con certeza si se produjo, lo cierto es que la primera
intervención de la reina Isabel se saldó con éxito, si bien efímero, puesto que
la chispa de la guerra civil no tardaría en extenderse debido a los intereses
particulares de la aristocracia que apoyaba al príncipe rebelde. A los pocos
meses, de nuevo Alfonso, encabezando un ejército nobiliario, se dirigió desde
Santarém hacia Lisboa, a pesar de que el rey le había conminado, mediante
varios mensajeros, a que se detuviese.
De
nuevo fue necesario que la reina, montada a caballo, se interpusiera entre
ambos contendientes para detener el derramamiento de sangre. Desde luego, el
ejemplo de la reina Isabel, uno de los más insólitos en el medievo, no fue
suficiente para que se calmaran las ansias de su hijo, y mucho menos para que
la ambición aristocrática se frenase. En cualquier caso, y para conmemorar la
ocasión, la reina quiso engalanar el lugar con la edificación de un monumento,
situado en el actual Campo Grande (Lisboa), en recuerdo de la paz conseguida
allí para todo el reino.
Poco
tiempo después, en 1325, falleció el rey Dionís y, a pesar de ciertas
dificultades por el recelo de la nobleza, la sucesión, en mano de Alfonso IV,
pareció realizarse sin necesidad de violencia por ninguna parte. La
desaparición de uno de los protagonistas del conflicto casi fue la razón de que
éste acabase; así debió entenderlo la reina Isabel, después de sus intentos de
mediación, ya que, tras el entierro del rey en el cenobio de Odivelas, residió
algún tiempo en ese lugar, donde, sin duda, recuperó sus verdaderas inquietudes
espirituales, apartadas durante los tiempos problemáticos.
Al año
siguiente, 1286, la reina Isabel regresó a Coimbra, donde fundó el monasterio
de Santa Clara-a-Velha y un hospital para la asistencia a los más
desfavorecidos socialmente. No profesó la clausura clarisa, pero sí vivió en el
convento una vida de austeridad espiritual durante los años siguientes; buena
muestra de su cultivo de la espiritualidad son las dos peregrinaciones a
Santiago de Compostela llevadas a cabo en 1327 y en 1335, como una peregrina
más, sin otra compañía que algunas damas de su antigua corte que, por motivos
igualmente, piadosos, quisieron acompañarla.
Precisamente
al regreso de la última peregrinación, en 1336, la reina tuvo noticias de
nuevos conflictos familiares, esta vez entre su hijo, Alfonso IV, y el rey de
Castilla, Alfonso XI, que era nieto de Isabel. Las tropas portuguesas habían
sido de nuevo armadas para intervenir en el país vecino, y se hallaban
concentradas en Estremoz, lugar al que se dirigió la reina para, otra vez,
intervenir en un conflicto familiar. Fue recibida por su hijo en el castillo de
la citada villa, pero, sintiéndose enferma, se retiró a descansar. Unas pocas
horas más tarde, el 4 de julio de 1336, fallecería, no sin antes haber hecho
prometer a su hijo que de ninguna manera se enfrentaría de manera fratricida
con su nieto, y sobrino del propio rey.
La
intervención pacifista de Isabel la acompañó, como se puede comprobar, hasta su
propio lecho de muerte. Fue sepultada en el convento de clarisas de Coimbra que
ella misma había fundado, aunque fue transportado posteriormente hacia Santa
Clara-a-Nova, donde reposa en la actualidad. Su actividad piadosa, así como el
grato recuerdo que dejó tanto en Portugal como España, fueron motivo para que
su leyenda se engrandeciese notablemente. De esta forma, en tiempos del monarca
luso Manuel el Afortunado se iniciaron los trámites para su canonización. Fue
beatificada el 15 de abril de 1516, mediante bula del papa León X, si bien
únicamente para el obispado de Coimbra. Su definitiva canonización tuvo lugar
el 25 de mayo de 1625, a cargo del papa Urbano VIII.
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