1 - DE ABRIL – VIERNES –
4ª SEMANA DE CUARESMA – C
SAN HUGO
Lectura del libro de la Sabiduría
(2,1a.12-22):
Se decían los
impíos, razonando equivocadamente:
«Acechemos al justo, que nos resulta
fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar, nos reprocha las faltas contra
la ley y nos reprende contra la educación recibida; presume de conocer a Dios y
se llama a sí mismo hijo de Dios.
Es un reproche contra nuestros
criterios, su sola presencia nos resulta insoportable. Lleva una vida distinta
de todos los demás
y va por caminos diferentes. Nos considera moneda falsa y nos esquiva como
a impuros.
Proclama dichoso el destino de los
justos, y presume de tener por padre a Dios. Veamos si es verdad lo que dice,
comprobando cómo es su muerte.
Si el justo es hijo de Dios, él lo
auxiliará y lo librará de las manos de sus enemigos.
Lo someteremos a ultrajes y torturas,
para conocer su temple y comprobar su resistencia.
Lo condenaremos a muerte ignominiosa,
pues, según dice, Dios lo salvará».
Así discurren, pero se equivocan, pues
los ciega su maldad.
Desconocen los misterios de Dios, no
esperan el premio de la santidad, ni creen en la recompensa de una vida
intachable.
Palabra de
Dios
Salmo: 33,17-18.19-20,21.23
R/. El Señor está cerca de los
atribulados
El Señor se enfrenta con los malhechores,
para borrar de la tierra su memoria.
Cuando uno grita, el Señor lo escucha
y lo libra de sus angustias. R/.
El Señor está cerca de los atribulados,
salva a los abatidos.
Aunque el justo sufra muchos males,
de todos lo libra el Señor. R/.
Él cuida de todos sus huesos,
y ni uno solo se quebrará.
El Señor redime a sus siervos,
no será castigado quien se acoge a él. R/.
Lectura del santo evangelio según
san Juan (7,1-2.10.25-30):
En aquel
tiempo, recorría Jesús Galilea, pues no quería andar por Judea porque los
judíos trataban de matarlo. Se acercaba la fiesta judía de las Tiendas.
Una vez que sus hermanos se hubieron
marchado a la fiesta, entonces subió él también, no abiertamente, sino a
escondidas.
Entonces algunos que eran de Jerusalén
dijeron:
«¿No es este el que intentan matar?
Pues mirad cómo habla abiertamente, y no
le dicen nada.
¿Será que los jefes se han convencido de
que este es el Mesías?
Pero este sabemos de dónde viene,
mientras que el Mesías, cuando llegue, nadie sabrá de dónde viene».
Entonces Jesús, mientras enseñaba en el
templo, gritó:
«A mí me conocéis, y conocéis de dónde
vengo. Sin embargo, yo no vengo por mi cuenta, sino que el Verdadero es el que
me envía; a ese vosotros no lo conocéis; yo lo conozco, porque procedo de él y
él me ha enviado».
Entonces intentaban agarrarlo; pero
nadie le pudo echar mano, porque todavía no había llegado su hora.
Palabra del
Señor
1. La conducta de Jesús, lo
que no hacía (practicar la religiosidad del Templo y sus observancias) y lo que
hacía (curar enfermos y atender a pobres) fue transcurriendo de forma que,
relativamente pronto, Jesús llegó a ser visto como un hombre peligroso al que
era necesario eliminar cuanto antes.
Jesús era consciente de la situación peligrosa en que se había metido. Y es duro tener que vivir como una especie de fugitivo. Sobre todo, si se tiene en cuenta que los perseguidores eran los representantes oficiales de Dios. Lo que lógicamente representaba la descalificación suprema, en una cultura profundamente religiosa.
2. El problema de fondo, que allí se planteaba, era el problema de Dios. Los líderes religiosos veían en Jesús un peligro porque invocaba a Dios y afirmaba que lo que decía venía d Dios y era la manifestación de la voluntad de Dios.
Pero eso -precisamente eso- es lo que
los dirigentes religiosos no lo soportaban. Y en eso es en lo que veían el
mayor peligro para ellos. Porque, si efectivamente Jesús llevaba razón, quienes
quedaban descalificados ante la sociedad, eran ellos. Y eso es lo que no
soportaban.
No les preocupaba saber si Jesús decía
la verdad. Lo que les preocupaba era mantener su poder, su autoridad, su
dignidad, su buena imagen.
3. Lo decisivo, en nuestra relación con Dios, es si lo que, ante todo y sobre todo, defendemos es la fe en Dios o nuestro propio poder, nuestra dignidad, nuestro buen nombre. En esto se juega el ser o no ser del creyente en el Evangelio. Y ser o no ser del discípulo que "sigue" a Jesús.
SAN HUGO
San Hugo, Obispo (año 1132)
Hugo
significa "el inteligente".
Hay
16 santos o beatos que llevan el nombre de Hugo. Los dos más famosos son San
Hugo, Abad de Cluny (1109), y San Hugo, obispo de quien vamos a hablar hoy.
San
Hugo nació en Francia en el año 1052. Su padre Odilón, que se había casado dos
veces, al quedar viudo por segunda vez se hizo monje cartujo y murió en el
convento a la edad de cien años, teniendo el consuelo de que su hijo que ya era
obispo, le aplicara los últimos sacramentos y le ayudara a bien morir.
A los
28 años nuestro santo ya era instruido en ciencias eclesiásticas y tan
agradable en su trato y de tan excelente conducta que su obispo lo llevó como
secretario a una reunión de obispos que se celebraba en Avignon en el año 1080
para tratar de poner remedio a los desórdenes que había en la diócesis de
Grenoble. Allá en esa reunión o Sínodo, los obispos opinaron que el más
adaptado para poner orden en Grenoble era el joven Hugo y le propusieron que se
hiciera ordenar de sacerdote porque era un laico. El se oponía porque era muy
tímido y porque se creía indigno, pero el Delegado del Sumo Pontífice logró
convencerlo y le confirió la ordenación sacerdotal. Luego se lo llevó a Roma
para que el Papa Gregorio VII lo ordenara de obispo.
En
Roma el Pontífice lo recibió muy amablemente. Hugo le consultó acerca de las
dos cosas que más le preocupaban: su timidez y convicción de que no era digno
de ser obispo, y las tentaciones terribles de malos pensamientos que lo
asaltaban muchas veces. El Pontífice lo animó diciéndole que "cuando Dios
da un cargo o una responsabilidad, se compromete a darle a la persona las
gracias o ayudas que necesita para lograr cumplir bien con esa
obligación", y que los pensamientos, aunque lleguen por montones a la
cabeza, con tal de que no se consientan ni se dejen estar con gusto en nuestro
cerebro, no son pecado ni quitan la amistad con Dios.
Gregorio
VII ordenó de obispo al joven Hugo que sólo tenía 28 años, y lo envió a dirigir
la diócesis de Grenoble, en Francia. Allá estará de obispo por 50 años, aunque
renunciará el cargo ante 5 Pontífices, pero ninguno le aceptará la renuncia.
Al
llegar a Grenoble encontró que la situación de su diócesis era desastrosa y
quedó aterrado ante los desórdenes que allí se cometían. Los cargos
eclesiásticos se concedían a quien pagaba más dinero (Simonía se llama este
pecado). Los sacerdotes no se preocupaban por cumplir buen su celibato. Los laicos
se habían apoderado de los bienes de la Iglesia. En el obispado no había ni
siquiera con qué pagar a los empleados. Al pueblo no se le instruía casi en
religión y la ignorancia era total.
Por
varios años se dedicó a combatir valientemente todos estos abusos. Y aunque se
echó en contra la enemistad de muchos que deseaban seguir por el camino de la
maldad, sin embargo, la mayoría acepto sus recomendaciones y el cambio fue
total y admirable. El dedicaba largas horas a la oración y a la meditación y
recorría su diócesis de parroquia en parroquia corrigiendo abusos y enseñando
cómo obrar el bien.
Todos
veían con admiración los cambios tan importantes en la ciudad, en los pueblos y
en los campos desde que Hugo era obispo. El único que parecía no darse cuenta
de todos estos éxitos era él mismo. Por eso, creyéndose un inepto y un inútil
para este cargo, se fue a un convento a rezar y a hacer penitencia. Pero el
Sumo Pontífice Gregorio VII, que lo necesitaba muchísimo para que le ayudara a
volver más fervorosa a la gente, lo llamó paternalmente y lo hizo retornar otra
vez a su diócesis a seguir siendo obispo. Al volver del convento parecía como
Moisés cuando volvió del Monte Sinaí que llegaba lleno de resplandores. Las
gentes notaron que ahora llegaba más santo, más elocuente predicador y más
fervoroso en todo.
Un
día llegó San Bruno con 6 amigos a pedirle a San Hugo que les concediera un
sitio donde fundar un convento de gran rigidez, para los que quisieran hacerse
santos a base de oración, silencio, ayunos, estudio y meditación. El santo
obispo les dio un sitio llamado Cartuja, y allí en esas tierras desiertas y
apartadas fue fundada la Orden de los Cartujos, donde el silencio es perpetuo
(hablan el domingo de Pascua) y donde el ayuno, la mortificación y la oración
llevan a sus religiosos a una gran santidad.
Se
dice que al construir la casa para los Cartujos no se encontraba agua por
ninguna parte. Y que San Hugo con una gran fe, recordando que cuando Moisés
golpeó la roca, de ella brotó agua en abundancia, se dedicó a cavar el suelo
con mucha fe y oración y obtuvo que brotara una fuente de agua que abasteció a
todo el gran convento.
En
adelante San Bruno fue el director espiritual del obispo Hugo, hasta el final
de su vida. Y se cumplió lo que dice el Libro de los Proverbios: "Triunfa
quien pide consejo a los sabios y acepta sus correcciones". A veces se
retiraba de su diócesis para dedicarse en el convento a orar, a meditar y a
hacer penitencia en medio de aquel gran silencio, donde según sus propias palabras
"Nadie habla si no es para cosas extremadamente graves, y lo demás se lo
comunican por señas, con una seriedad y un respeto tan grandes, que mueven a
admiración". Para San Hugo sus días en la Cartuja eran como un oasis en
medio del desierto de este mundo corrompido y corruptor, pero cuando ya llevaba
varios días allí, su director San Bruno le avisaba que Dios lo quería al frente
de su diócesis, y tenía que volverse otra vez a su ciudad.
Los
sacerdotes más fervorosos y el pueblo humilde aceptaban con muy buena voluntad
las órdenes y consejos del Santo obispo. Pero los relajados, y sobre todo
muchos altos empleados del gobierno que sentían que con este Monseñor no tenían
toda la libertad para pecar, se le opusieron fuertemente y se esforzaron por
hacerlo sufrir todo lo que pudieron. El callaba y soportaba todo con paciencia
por amor a Dios. Y a los sufrimientos que le proporcionaban los enemigos de la
santidad se le unían las enfermedades. Trastornos gástricos que le producían
dolores y le impedían digerir los alimentos. Un dolor de cabeza continuo por
más de 40 años (que no lo sabían sino su médico y su director espiritual y que
nadie podía sospechar porque su semblante era siempre alegre y de buen humor).
Y el martirio de los malos pensamientos que como moscas inoportunas lo rodearon
toda su vida haciéndolo sufrir muchísimo, pero sin lograr que los consintiera o
los admitiera con gusto en su cerebro.
Varias
veces fue a Roma a visitar al Papa y a rogarle que le quitara aquel oficio de
obispo porque no se creía digno. Pero ni Gregorio VII, ni Urbano II, ni Pascual
II, ni Inocencio II, quisieron aceptarle su renuncia porque sabían que era un
gran apóstol y que si se creía indigno, ello se debía más a su humildad, que a
que en realidad no estuviera cumpliendo bien sus oficios de obispo. Cuando ya
muy anciano le pidió al Papa Honorio II que lo librara de aquel cargo porque
estaba muy viejo, débil y enfermo, el Sumo Pontífice le respondió:
"Prefiero de obispo a Hugo, viejo, débil y enfermo, antes que a otro que
esté lleno de juventud y de salud"
Era
un gran orador, y como rezaba mucho antes de predicar, sus sermones conmovían
profundamente a sus oyentes. Era muy frecuente que, en medio de sus sermones,
grandes pecadores empezaran a llorar a grito entero y a suplicar a grandes
voces que el Señor Dios les perdonara sus pecados. Sus sermones obtenían
numerosas conversiones.
Tenía
gran horror a la calumnia y a la murmuración. Cuando escuchaba hablar contra
otros exclamaba asustado: "Yo creo que eso no es así". Y no aceptaba
quejas contra nadie si no estaban muy bien comprobadas.
Una
vez, cuando por un larguísimo verano hubo una enorme carestía y gran escasez de
alimentos, vendió el cáliz de oro que tenía y todos los objetos de especial
valor que había en su casa y con ese dinero compró alimentos para los pobres. Y
muchos ricos siguieron su ejemplo y vendieron sus joyas y así lograron
conseguir comida para la gente que se moría de hambre.
Al
final de su vida la artritis le producía dolores inmensos y continuos, pero
nadie se daba cuenta de que estaba sufriendo, porque sabía colocar una muralla
de sonrisas para que nadie supiera los dolores que estaba padeciendo por amor a
Dios y salvación de las almas.
Un
día al verlo llorar por sus pecados le dijo un hombre: "- Padre, ¿por qué
llora, si jamás ha cometido un pecado deliberado y plenamente aceptado? -
". Y él le respondió: "El Señor Dios encuentra manchas hasta en sus
propios ángeles. Y yo quiero decirle con el salmista: "Señor, perdóname
aun de aquellos pecados de los cuales yo no me he dado cuenta y no
recuerdo".
Poco
antes de su muerte perdió la memoria y lo único que recordaba eran los Salmos y
el Padrenuestro. Y pasaba sus días repitiendo salmos y rezando padres nuestros…
Murió
cuando estaba para cumplir los 80 años, el 1 de abril de 1132. El Papa
Inocencio II lo declaró santo, dos años después de su muerte.