26 - DE MARZO – SÁBADO –
3ª SEMANA DE CUARESMA – C
San Braulio de Zaragoza
Lectura de la profecía de Oseas
(6,1-6):
VAMOS,
volvamos al Señor.
Porque él ha desgarrado, y él nos curará; él nos ha golpeado,
y él nos vendará.
En dos días nos volverá a la vida y al
tercero nos hará resurgir; viviremos en su presencia y comprenderemos.
Procuremos conocer al Señor.
Su manifestación es segura como la aurora.
Vendrá como la lluvia, como la lluvia de
primavera que empapa la tierra».
¿Qué haré de ti, Efraín, qué haré de ti,
Judá?
Vuestro amor es como nube mañanera, como
el rocío que al alba desaparece.
Sobre una roca tallé mis mandamientos;
los castigué por medio de los profetas con las palabras de mi boca.
Mi juicio se manifestará como la luz.
Quiero misericordia y no sacrificio,
conocimiento de Dios, más que holocaustos.
Palabra de Dios
Salmo: 50,3-4.18-19.20-21ab
R/. Quiero misericordia, y no sacrificios
V/. Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado. R/.
V/. Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
El sacrificio agradable a Dios
es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú, oh, Dios, tú no lo desprecias. R/.
V/. Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos. R/.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,9-14):
EN aquel
tiempo, dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por
considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar.
Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su
interior:
“Oh, Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones,
injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana
y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose
atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el
pecho diciendo: “Oh, Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa
justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el
que se humilla será enaltecido».
Palabra del Señor
1. En tiempo de Jesús había
fariseos. Y ahora los sigue habiendo, aunque no se llamen así. Los motivos que
movilizan al fariseo son motivos religiosos.
Por eso, es fariseo todo individuo en el
que se dan tres características:
1) Se ve a sí mismo como
"bueno": ortodoxo en sus ideas, cumplidor de sus deberes, observante
y sumiso a lo que está mandado.
2) Se siente "seguro" de sí
mismo: de sus ideas, de su forma de vivir, de su buena familia y sus
buenas costumbres.
3) "Desprecia" a los que no
piensan y no viven como él.
2. El fariseo entra "erguido" en el templo. Va por la vida con la cabeza alta. No se reprocha nada y solo tiene motivos para dar gracias a Dios. Porque él "no es como los demás".
Da miedo pensar en la cantidad de
fariseos que hay ahora. Y, sobre todo, da mucho miedo pensar en el destrozo que
están haciendo en la Iglesia. Porque la han roto, la han dividido, la han
partido por la mitad. Por eso en esta Iglesia no hay manera de vivir unidos,
como no sea sometiéndose a las ideas y a la forma de vida que nos quieren
imponer los fariseos de ahora.
Y conste que aquí todos somos fariseos.
3. En este momento, como en
tiempo de Jesús, hay muchos "publicanos": son todos los que, por
el motivo que sea, "no se atreven a levantar los ojos al cielo". Se
sienten avergonzados, humillados y, a veces, también despreciados.
Los publicanos de hoy son los
divorciados, los homosexuales, los enfermos de sida... y todos los que no
encuentran más solución que el recurso a la misericordia de Dios. Porque ni
pueden cambiar de vida, ni la religión y sus representantes los
toleran. A no ser que se pongan a llevar una "doble vida".
4. Uno de los problemas más
serios, que todos tenemos que afrontar, está en "matar al fariseo"
que todos llevamos incorporado, por el hecho de ser humanos y, por tanto,
dotados de una fuerte tendencia a sentirnos seguros de nuestra propia conducta.
De ahí, el desprecio que sentimos hacia quienes vemos como inferiores a
nosotros.
Una de las grandes tareas de la vida es
vencer el sentimiento de superioridad sobre otras personas a las que vemos o
miramos como gente "inferior" o "despreciable".
San Braulio de Zaragoza
En Zaragoza,
en la Hispania Tarraconense, san Braulio, obispo, que siendo amigo íntimo de
[san Isidoro], colaboró con él para restaurar la disciplina eclesiástica en
toda Hispania, siendo su semejante en elocuencia y ciencia.
Vida de San Braulio de Zaragoza
Hacia el
penúltimo decenio del siglo VI nace Braulio, quien más tarde habría de ser
obispo de Zaragoza y el más ilustre prelado, después de San Isidoro, en la
primera mitad del siglo VII de la España visigótica.
Aunque
ignoramos el nombre de la madre y el del lugar de su nacimiento, ciertos
indicios y alusiones de sus cartas parecen apuntar hacia Gerona, en tanto que
otros orientan hacia Zaragoza nos es conocido, por San Eugenio de Toledo, el de
su padre, Gregorio; y por San Ildefonso y el mismo Braulio, el de otro hermano
suyo mayor, Juan, que habría de ser su predecesor en la sede zaragozana. El
propio Braulio nos habla, además, en la dedicatoria de la Vida de San Millán,
de otro hermano, Frunimiano, abad de cierto monasterio; y en sus cartas, de dos
hermanas: Pomponia, abadesa, y Basila, acogida en la flor de su juventud y temprana
viudez al mismo monasterio de Pomponia, superando así, como dice el ya citado
San Eugenio, con el brillo de sus méritos el lustre de su linaje.
Los nombres de
los miembros todos de la familia revelan claramente el origen hispano-romano de
ésta; y como el mismo padre, Gregorio, terminó siendo obispo, según parece
indicarlo un himno de San Eugenio, de una diócesis no identificada —¿tal vez de
Osma?—, se nos ofrece aquí un ejemplar no raro en aquella época —baste recordar
el del mismo San Isidoro, con dos hermanos obispos, Leandro y Fulgencio, y una
hermana abadesa, Florentina— de una familia ilustre, de probada ortodoxia y
religiosidad, con fácil y casi hereditario acceso a las altas jerarquías
eclesiásticas.
La primera
formación piadosa y cultural la recibió Braulio de su hermano mayor, Juan, a
quien llama su maestro en la vida común, en la piedad y en la doctrina;
verosímilmente, en la escuela aneja al monasterio de Santa Engracia, en la
misma Zaragoza, del que debió de ser abad dicho Juan, antes de su promoción al
episcopado.
De otro pasaje
de las cartas de San Braulio parece deducirse que tampoco fue ajeno a aquella
formación su hermano Frunimiano.
San Ildefonso
nos habla del docto magisterio de Juan en las sagradas letras y de su pericia
en el cómputo eclesiástico y en la liturgia, para la que hubo de componer
algunos himnos y otras piezas elegantes; y San Eugenio lo celebra como
distinguido en toda clase de disciplinas, y a quien la misma Grecia se inclina;
frase esta última que parece aludir a su formación humanística.
Con tan
competente maestro logró Braulio adquirir aquella perfecta y amplia formación,
de la que tan gallarda muestra nos dejó particularmente en su epistolario, no
sólo en todo el ámbito entonces explorado de las ciencias eclesiásticas, sino
también en las letras clásicas y aun en la poesía y la música, ya que también
Braulio, como su maestro Juan y su discípulo Eugenio, llegará a componer la
letra y la melodía de himnos sagrados, que fueron incorporados a la liturgia de
la iglesia visigótica.
Pero la plenitud
y madurez de esta formación hubo de cuajar en la escuela y al lado del gran San
Isidoro de Sevilla. Empujado por la sed, nunca apagada, de aprender y atraído
por el prestigio de este gran doctor de la iglesia española, se traslada
Braulio a Sevilla, donde sin que podamos precisar fechas, debió de hacer
prolongada estancia o pasar parte de su juventud.
De esta
permanencia de Braulio al lado de Isidoro, más aún que en plan de discípulo y
maestro en plan de compañerismo íntimo y aun; de colaboración, data aquella
profunda, tierna y nunca entibiada amistad entre ambos hombres de cultura y
siervos de Dios, teñida, en todo caso, por un discreto matiz de protección
paternal de parte del anciano y renombrado arzobispo hacia el joven arcediano y
más tarde obispo de Zaragoza, que tan deliciosamente se revela en la mutua
correspondencia.
De regreso ya
Braulio en Zaragoza y nombrado arcediano de la misma, probablemente al ser
promovido el año 619 a la sede episcopal su hermano Juan, le escribe Isidoro
llamándole carísimo y dilectísimo hermano. Señor en Cristo y amadísimo hijo; le
manda algún libro y le pide otro; le ofrece como obsequio y signo de amistad un
anillo y un manto; y hace votos por volver a verle alguna vez, para que, al que
contristaste alejándote, de nuevo le alegres presentándote. Corresponde Braulio
con grandes demostraciones de cariño y admiración al que llama el más grande de
los obispos y el más excelso de los hombres, luminar esplendoroso e
inextinguible; expresa, a su vez, vehementes anhelos de volver a encontrarse;
le pide las actas de cierto sínodo y, sobre todo, le ruega con insistencia el
envío del libro de las Etimologías, al que se cree con especial derecho, por la
promesa que Isidoro le tiene hecha, y por haber sido escrito a ruegos del mismo
Braulio.
Promovido
éste, por muerte de su hermano Juan, el año 631, a la sede episcopal de
Zaragoza, de nuevo escribe al arzobispo de Sevilla una larga carta, llena de
elegancia y de humor, en la que simulando unas veces enfados, otras quejas
doloridas, ya actitudes agresivas, ya súplicas rendidas y humildes, trata con
todo ello de obtener el envío tan deseado y aún no conseguido, del libro de las
Etimologías.
Esta vez el
insaciable bibliófilo obtiene su ferviente aspiración, puesto que recibe de
Isidoro, junto con otros códices, los de las Etimologías; aunque no como él los
deseaba y había pedido íntegros, enmendados y bien dispuestos, sino,
precisamente, para que llevase a cabo la enmienda —y ello es prueba del
concepto que Braulio merecía a Isidoro—, que el propio autor, por falta de
salud, dice no poder terminar. En toda esta correspondencia entre ambos siervos
de Dios se advierte como una puja de mutua estima y de deferencias, de respetos
y de confianzas, de caridad y de humildad, de piadosa devoción y de anhelos
sobrenaturales, que encanta y edifica.
La presencia
de ambos en el IV Concilio de Toledo, del anciano Isidoro en el cenit de su
prestigio y autoridad, como presidente de la asamblea, y del recién nombrado y
aún poco conocido obispo de Zaragoza —apenas si llevaría dos años en tal
puesto—, debió de ser el último encuentro de los dos grandes amigos. Pero al
fallecer, tres años más tarde, el arzobispo de Sevilla, Braulio viene a
recoger, como por natural sucesión, la herencia moral y el prestigio de aquél,
y a constituirse la primera figura de la iglesia española.
Ya en el
Concilio V de Toledo, tres meses apenas de la muerte de San Isidoro, parece
haber sido nuestro Santo quien dirige las deliberaciones y redacta los cánones,
ordenados casi exclusivamente a la elección pacífica y seguridad de los reyes.
Pero es, sobre todo, en el concilio siguiente, el VI de Toledo, donde el
prestigio del obispo de Zaragoza se impone y resplandece. Sin ser él
metropolitano, y a pesar de hallarse presentes cinco de éstos: el de Narbona,
el de Braga, el de Toledo, el de Sevilla y el de Tarragona, San Braulio es el
comisionado para contestar, en nombre de la asamblea que reunía obispos, como
rezan las Actas, de las Españas y de las Galias, a la queja del papa Honorio I
contra los obispos españoles, por supuesta negligencia o sobrada lenidad en la
defensa de la fe.
Esta queja del
Papa, motivada al parecer por una defectuosa información, tal vez por una
interpretación inexacta del canon LVII del Concilio IV de Toledo, en el que se
censuraban las conversiones de los judíos obtenidas por la coacción, es
rechazada por el portavoz de los obispos, con gran decisión y apostólica
libertad, a la vez que con respetuosa y filial veneración al Pontífice, e
inequívoco reconocimiento del primado de la cátedra romana. Por causas que
ignoramos, San Braulio no asistió al Concilio VII de Toledo, que fue presidido
por su antiguo discípulo y arcediano, ahora arzobispo de la sede primada,
Eugenio, de quien él había hecho un teólogo, un poeta y un santo. Las señaladas
posición e influencia preeminentes de San Braulio en la iglesia visigótica
española perdurarán ya hasta su muerte. A él acudirán de todas partes y
personalidades las más ilustres en busca de consuelo o de consejo y en demanda
de soluciones para sus dudas o cuestiones teológicas, escriturarias, canónicas
o litúrgicas.
Entre otros:
San Eugenio de Toledo, discípulo y arcediano que había sido, como ya hemos
dicho, de San Braulio, y a quien éste, que tal vez le preparaba para sucesor
suyo, cediera para la sede primada, forzado tan sólo por las presiones del rey
Chindasvinto; y San Fructuoso, el legislador del monacato en la España
visigótica y promovido más tarde a la sede metropolitana de Braga. Por una
frase de San Braulio, respondiendo a éste, se ha querido deducir una relación
de parentesco entre ambos. Si ello fuera verdad, tendríamos a San Braulio
emparentado con la familia que dio un rey, Sisenando, al trono de Toledo. Los
mismos reyes, como Chindasvinto y Recesvinto, reciben de nuestro Santo consejo
o lo solicitan en asuntos de Estado los más importantes. Al primero le sugiere
San Braulio la conveniencia, para prevenir posibles perturbaciones en la
elección de un sucesor en la corona, de asociar ya en vida, como así se hizo,
en el trono a su hijo Recesvinto. Este, más tarde, le encarga con insistencia la
revisión de un códice —probablemente el proyecto del Fuero Juzgo, presentado en
su día al Concilio VIII de Toledo— en el que el rey tenía gran interés, y de
cuya laboriosa corrección por el prelado zaragozano le queda muy agradecido.
Para
satisfacer a toda esta correspondencia y al intercambio y copia de códices, a
cuya búsqueda y adquisición, por donde quiera que averiguase o sospechase su
existencia, se dedicó toda su vida con verdadera pasión de bibliófilo, hubo de
organizar nuestro Santo un escritorio, en el que, a veces, como él mismo dice,
escaseaban los materiales o pergaminos.
Ejemplo de esa
pasión bibliófila es su correspondencia con el célebre abad Tajón, quien habría
de sucederle en la sede zaragozana. Este, que había acudido también a Braulio con
una consulta teológica, y dejó escrito del mismo: ¿Hay en nuestra época hombre
más elocuente, más sabio, más familiarizado con los secretos de la ciencia?,
había logrado traer de Roma algunos escritos de San Gregorio Magno, aún no
conocidos en España, y nuestro Santo se apresura a rogarle, con gran
encarecimiento, se los deje para copiarlos. Por cierto que aquí hubo de echar
en olvido, y aun compensar con las más deferentes y afectuosas expresiones, las
un tanto agrias con que, tiempo atrás, se había visto obligado a responder a
alguna intemperancia del mismo Tajón, y de las que pueden ser muestra las
siguientes líneas, en las que se revela la cultura clásica del obispo de
Zaragoza: "También yo, si quisiera, podría replicar; ...que también yo,
como dice Flaco, aprendí letras, y tuve que sustraer con frecuencia la palma al
azote de la férula; y también a mí se podría aplicar lo de: huye lejos que
lleva heno en el cuerno; y aun aquello de Virgilio: también nosotros, padre,
manejamos con diestra fuerte los dardos y el hierro, y también de las heridas
que hacemos brota sangre... Pero soy siervo del amor y no quiero perder el
tuyo, ni quiero poner en mis palabras cosa de burla o desagradable, como
aconseja Ovidio, ni hacer, como dice Apio, alarde de facundia canina; ...antes,
imitando la humildad del Maestro y Señor Cristo, queremos seguir a aquel que
dice: ofrecí mi espalda a los azotes y mis mejillas a las bofetadas..."
Siempre en la
correspondencia del Santo aparece, por encima de todo, la más exquisita cortesía,
la delicadeza, la humildad —el encabezamiento ordinario de sus cartas es el de:
Braulio, siervo inútil de los santos de Dios—, la caridad, la bondad servicial,
un gran sentido de humanismo indulgente y un equilibrio ejemplar de consejo y
de conducta.
La carta que
cierra el epistolario es la dirigida al abad San Fructuoso, en respuesta a las
cuestiones escriturísticas que éste le había propuesto, y viene a ser como un
pequeño tratado de exégesis bíblica, en el que se pone de manifiesto el gran
conocimiento en nuestro Santo de la patrística, del texto griego y de la verdad
hebraica. Hacia el final de esta carta, se lee como una especie de
presentimiento de su cercana muerte.
Ya en sus
últimas cartas anteriores venía hablando con frecuencia el obispo de Zaragoza
de la debilidad de sus fuerzas, de su inutilidad, de sus preocupaciones y
contrariedades, compañeras inseparables del cargo pastoral, pero que se hacen
más sensibles cuando las energías corporales van perdiendo su poder de
resistencia, de sus achaques, en especial de su falta de vista, cansada, sin
duda, en la lectura asidua de códices enrevesados y de letra difícil; pero en
la última carta nos dice algo más concreto: esperando estoy cada día el fin de
mi doliente condición mortal.
Y este
presentimiento, que para el Santo era una esperanza, se cumplió el mismo año de
651, fecha de la muerte de San Braulio.
Su mejor
elogio fúnebre pudo ser el que en su carta le dirigía el mismo San Fructuoso, y
que no era sino la expresión del común sentir de la iglesia visigótica
contemporánea: "Damos gracias incesantes a nuestro Creador y Señor, que en
estos últimos tiempos ha hecho que seáis tal y tan grande pontífice, que en el
mérito de la vida y el don de la doctrina sigáis en todo los ejemplos
apostólicos, digno de alcanzar la inefable gloria de la patria suprema, junto
con aquellos cuya vida incontaminada imitáis en este tempestuoso mundo."
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