lunes, 4 de abril de 2022

Párate un momento: El Evangelio del dia 5 - DE ABRIL – MARTES – 5ª SEMANA DE CUARESMA – C San Vicente Ferrer

 


 

5 - DE ABRIL – MARTES –

5ª SEMANA DE CUARESMA – C

San Vicente Ferrer 

 

    Lectura del libro de los Números (21,4-9):

 

En aquellos días, desde el monte Hor se encaminaron los hebreos hacia el mar Rojo, rodeando el territorio de Edón.

El pueblo se cansó de caminar y habló contra Dios y contra Moisés:

«¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náuseas ese pan sin sustancia».

El Señor envió contra el pueblo serpientes abrasadoras, que los mordían, y murieron muchos de Israel.

Entonces el pueblo acudió a Moisés, diciendo:

«Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes».

Moisés rezó al Señor por el pueblo y el Señor le respondió:

«Haz una serpiente abrasadora y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla».

Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a alguien, este miraba a la serpiente de bronce y salvaba la vida.

 

Palabra de Dios

 

Salmo: 101,2-3.16-18.19-21

 

R/. Señor, escucha mi oración,

que mi grito llegue hasta ti

 

 Señor, escucha mi oración,

que mi grito llegue hasta ti;

no me escondas tu rostro

el día de la desgracia.

Inclina tu oído hacia mí;

cuando te invoco,

escúchame enseguida. R/.

 

 Los gentiles temerán tu nombre,

los reyes del mundo, tu gloria.

Cuando el Señor reconstruya Sión

y aparezca en su gloria,

y se vuelva a las súplicas de los indefensos,

y no desprecie sus peticiones. R/.

 

Quede esto escrito para la generación futura,

y el pueblo que será creado alabará al Señor.

Que el Señor ha mirado desde su excelso santuario,

desde el cielo se ha fijado en la tierra,

para escuchar los gemidos de los cautivos

y librar a los condenados a muerte. R/.

 

    Lectura del santo evangelio según san Juan (8,21-30):

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:

«Yo me voy y me buscaréis, y moriréis por vuestro pecado. Donde yo voy no podéis venir vosotros».

Y los judíos comentaban:

«¿Será que va a suicidarse, y por eso dice: “Donde yo voy no podéis venir vosotros”?».

Y él les dijo:

«Vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba: vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Con razón os he dicho que moriréis en vuestros pecados: pues, si no creéis que Yo soy, moriréis en vuestros pecados».

Ellos le decían:

«¿Quién eres tú?».

Jesús les contestó:

«Lo que os estoy diciendo desde el principio. Podría decir y condenar muchas cosas en vosotros; pero el que me ha enviado es veraz, y yo comunico al mundo lo que he aprendido de él».

Ellos no comprendieron que les hablaba del Padre.

Y entonces dijo Jesús:

«Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que “Yo soy”, y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado. El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo; porque yo hago siempre lo que le agrada».

Cuando les exponía esto, muchos creyeron en él.

 

Palabra del Señor

 

1.  Lo primero que hay que tener en cuenta es que Jesús se enfrenta a los "fariseos". Es decir, se enfrenta a los hombres más "religiosos". ¿Y cuál es el motivo del enfrentamiento?   Lo notable de este conflicto está en que Jesús se enfrenta con "los hombres más religiosos" porque, siendo tan "religiosos" como eran, no se enteraban ni de lo que es Dios, ni cómo es Dios, y menos aún de lo que Dios quiere.

¿En qué está el problema?

 

2.  Se trata, nada menos, que de "el problema central de todo el Evangelio".

La cuestión está en esto: Jesús afirma (y se apropia) tres veces la fórmula: Yo soy (égó eimi) (Jn 8, 23. 24. 28). Esta fórmula es la revelación del nombre de Yahvé que Dios da de sí mismo, cuando se manifestó a Moisés (Ex 3, 14) para decirle que quería liberar a su pueblo de la esclavitud que sufría en Egipto.

No se trata de una definición metafísica del "ser" de Dios (G. Von Rad). Sino que se trata de una explicación del "actuar" de Dios, que no soporta ver el sufrimiento de los esclavos (Ex 3, 1 ss). Y esto justamente es lo que Jesús se aplica a sí mismo. Precisamente ante los fariseos, ante los hombres más observantes y religiosos.

 

3.  - ¿Qué significa y que nos dice todo esto?  

No creer en el "Yo soy" equivale a negar que la totalidad de la realidad divina se nos ha manifestado en la persona, en la vida y en la conducta de Jesús (J. Zumstein).

O sea, en la vida que llevó Jesús es  donde vemos a Dios y encontramos a Dios. Concreta y especialmente cuando Jesús fue levantado (Jn 8, 28). Es decir, en Jesús condenado, ejecutado y levantado en la cruz, ahí es donde vemos a Dios y donde lo encontramos.

Nada de esto les cabía en la cabeza a los fariseos. La mentalidad de un hombre muy "religioso" está atiborrada de ritos, ceremonias sagradas, santos, curas, templos y capillas, rezos abundantes... En una mentalidad así, no queda sitio para los esclavos, los que sufren. Y menos, para un patíbulo (o una cruz) donde cuelgan a un subversivo.

 

San Vicente Ferrer 

 


 

San Vicente Ferrer, presbítero de la Orden de Predicadores, que, de origen español, recorrió incansablemente ciudades y caminos de Occidente, solícito por la paz y la unidad de la Iglesia, predicando a pueblos innumerables el Evangelio de la penitencia y la venida del Señor, hasta que en Vannes, de la Bretaña Menor, en Francia, entregó su espíritu a Dios.

 

Vida de San Vicente Ferrer

 

Nació en 1350 en Valencia, España. Sus padres le inculcaron desde muy pequeñito una fervorosa devoción hacia Jesucristo y a la Virgen María y un gran amor por los pobres. Le encargaron repartir las cuantiosas limosnas que la familia acostumbraba a dar. Así lo fueron haciendo amar el dar ayudas a los necesitados. Lo enseñaron a hacer una mortificación cada viernes en recuerdo de la Pasión de Cristo, y cada sábado en honor de la Virgen Santísima. Estas costumbres las ejercitó durante toda su vida.

Se hizo religioso en la Comunidad de los Padres Dominicos y, por su gran inteligencia, a los 21 años ya era profesor de filosofía en la universidad.

Durante su juventud el demonio lo asaltó con violentas tentaciones y, además, como era extraordinariamente bien parecido, varias mujeres de dudosa conducta se enamoraron de él y como no les hizo caso a sus zalamerías, le inventaron terribles calumnias contra su buena fama. Todo esto lo fue haciendo fuerte para soportar las pruebas que le iban a llegar después.

Siendo un simple diácono lo enviaron a predicar a Barcelona. La ciudad estaba pasando por un período de hambre y los barcos portadores de alimentos no llegaban. Entonces Vicente en un sermón anunció una tarde que esa misma noche llegarían los barcos con los alimentos tan deseados. Al volver a su convento, el superior lo regañó por dedicarse a hacer profecías de cosas que él no podía estar seguro de que iban a suceder. Pero esa noche llegaron los barcos, y al día siguiente el pueblo se dirigió hacia el convento a aclamar a Vicente, el predicador. Los superiores tuvieron que trasladarlo a otra ciudad para evitar desórdenes.

Vicente estaba muy angustiado porque la Iglesia Católica estaba dividida entre dos Papas y había muchísima desunión. De tanto afán se enfermó y estuvo a punto de morir. Pero una noche se le apareció Nuestro Señor Jesucristo, acompañado de San Francisco y Santo Domingo de Guzmán y le dio la orden de dedicarse a predicar por ciudades, pueblos, campos y países. Y Vicente recuperó inmediatamente su salud

En adelante por 30 años, Vicente recorre el norte de España, y el sur de Francia, el norte de Italia, y el país de Suiza, predicando incansablemente, con enormes frutos espirituales.

Los primeros convertidos fueron judíos y moros. Dicen que convirtió más de 10.000 judíos y otros tantos musulmanes o moros en España. Y esto es admirable porque no hay gente más difícil de convertirse al catolicismo que un judío o un musulmán.

Las multitudes se apiñaban para escucharle, donde quiera que él llegaba. Tenía que predicar en campos abiertos porque las gentes no cabían en los templos. Su voz sonora, poderosa y llena de agradables matices y modulaciones y su pronunciación sumamente cuidadosa, permitían oírle y entenderle a más de una cuadra de distancia.

Sus sermones duraban casi siempre más de dos horas (un sermón suyo de las Siete Palabras en un Viernes Santo duró seis horas), pero los oyentes no se cansaban ni se aburrían porque sabía hablar con tal emoción y de temas tan propios para esas gentes, y con frases tan propias de la Sagrada Biblia, que a cada uno le parecía que el sermón había sido compuesto para él mismo en persona.

Antes de predicar rezaba por cinco o más horas para pedir a Dios la eficacia de la palabra, y conseguir que sus oyentes se transformaran al oírle. Dormía en el puro suelo, ayunaba frecuentemente y se trasladaba a pie de una ciudad a otra (los últimos años se enfermó de una pierna y se trasladaba cabalgando en un burrito).

En aquel tiempo había predicadores que lo que buscaban era agradar a los oídos y componían sermones rimbombantes que no convertían a nadie. En cambio, a San Vicente lo que le interesaba no era lucirse sino convertir a los pecadores. Y su predicación conmovía hasta a los más fríos e indiferentes. Su poderosa voz llegaba hasta lo más profundo del alma. En pleno sermón se oían gritos de pecadores pidiendo perdón a Dios, y a cada rato caían personas desmayadas de tanta emoción. gentes que siempre habían odiado, hacían las paces y se abrazaban. Pecadores endurecidos en sus vicios pedían confesores. El santo tenía que llevar consigo una gran cantidad de sacerdotes para que confesaran a los penitentes arrepentidos. Hasta 15.000 personas se reunían en los campos abiertos, para oírle.

Después de sus predicaciones lo seguían dos grandes procesiones: una de hombres convertidos, rezando y llorando, alrededor de una imagen de Cristo Crucificado; y otra de mujeres alabando a Dios, alrededor de una imagen de la Santísima Virgen. Estos dos grupos lo acompañaban hasta el próximo pueblo a donde el santo iba a predicar, y allí le ayudaban a organizar aquella misión y con su buen ejemplo conmovían a los demás.

Como la gente se lanzaba hacia él para tocarlo y quitarle pedacitos de su hábito para llevarlos como reliquias, tenía que pasar por entre las multitudes, rodeado de un grupo de hombres encerrándolo y protegiéndolo entre maderos y tablas. El santo pasaba saludando a todos con su sonrisa franca y su mirada penetrante que llegaba hasta el alma.

Las gentes se quedaban admiradas al ver que después de sus predicaciones se disminuían enormemente las borracheras y la costumbre de hablar cosas malas, y las mujeres dejaban ciertas modas escandalosas o adornos que demostraban demasiada vanidad y gusto de aparecer. Y hay un dato curioso: siendo tan fuerte su modo de predicar y atacando tan duramente al pecado y al vicio, sin embargo, las muchedumbres le escuchaban con gusto porque notaban el gran provecho que obtenían al oírle sus sermones.

Vicente fustigaba sin miedo las malas costumbres, que son la causa de tantos males. Invitaba incesantemente a recibir los santos sacramentos de la confesión y de la comunión. Hablaba de la sublimidad de la Santa Misa. Insistía en la grave obligación de cumplir el mandamiento de Santificar las fiestas. Insistía en la gravedad del pecado, en la proximidad de la muerte, en la severidad del Juicio de Dios, y del cielo y del infierno que nos esperan. Y lo hacía con tanta emoción que frecuentemente tenía que suspender por varios minutos su sermón porque el griterío del pueblo pidiendo perdón a Dios, era inmenso.

Pero el tema en que más insistía este santo predicador era el Juicio de Dios que espera a todo pecador. La gente lo llamaba "El ángel del Apocalipsis", porque continuamente recordaba a las gentes lo que el libro del Apocalipsis enseña acerca del Juicio Final que nos espera a todos. El repetía sin cansarse aquel aviso de Jesús: "He aquí que vengo, y traigo conmigo mi salario. Y le daré a cada uno según hayan sido sus obras" (Apocalipsis 22,12). Hasta los más empecatados y alejados de la religión se conmovían al oírle anunciar el Juicio Final, donde "Los que han hecho el bien, irán a la gloria eterna y los que se decidieron a hacer el mal, irán a la eterna condenación" (San Juan 5, 29).

Los milagros acompañaron a San Vicente en toda su predicación. Y uno de ellos era el hacerse entender en otros idiomas, siendo que él solamente hablaba su lengua materna y el latín. Y sucedía frecuentemente que las gentes de otros países le entendían perfectamente como si les estuviera hablando en su propio idioma. Era como la repetición del milagro que sucedió en Jerusalén el día de Pentecostés, cuando al llegar el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego, las gentes de 18 países escuchaban a los apóstoles cada uno en su propio idioma, siendo que ellos solamente les hablaban en el idioma de Israel.

San Vicente se mantuvo humilde a pesar de la enorme fama y de la gran popularidad que le acompañaban, y de las muchas alabanzas que le daban en todas partes. Decía que su vida no había sido sino una cadena interminable de pecados. Repetía: "Mi cuerpo y mi alma no son sino una pura llaga de pecados. Todo en mí tiene la fetidez de mis culpas". Así son los santos. Grandes ante la gente de la tierra pero se sienten muy pequeñitos ante la presencia de Dios que todo lo sabe.

Los últimos años, ya lleno de enfermedades, lo tenían que ayudar a subir al sitio donde iba a predicar. Pero apenas empezaba la predicación se transformaba, se le olvidaban sus enfermedades y predicaba con el fervor y la emoción de sus primeros años. Era como un milagro. Durante el sermón no parecía viejo ni enfermo sino lleno de juventud y de entusiasmo. Y su entusiasmo era contagioso. Murió en plena actividad misionera, el Miércoles de Ceniza, 5 de abril del año 1419. Fueron tantos sus milagros y tan grande su fama, que el Papa lo declaró santo a los 36 años de haber muerto, en 1455.

El santo regalaba a las señoras que peleaban mucho con su marido, un frasquito con agua bendita y les recomendaba: "Cuando su esposo empiece a insultarle, échese un poco de esta agua a la boca y no se la pase mientras el otro no deje de ofenderla". Y esta famosa "agua de Fray Vicente" producía efectos maravillosos porque como la mujer no le podía contestar al marido, no había peleas. Ojalá que en muchos de nuestros hogares se volviera a esta bella costumbre de callar mientras el otro ofende. Porque lo que produce la pelea no es la palabra ofensiva que se oye, si no la palabra ofensiva que se responde.

 

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