30 - DE
ABRIL –
SÁBADO
DE PASCUA – C –
San José Benito Cottolengo
Lectura del libro de los Hechos
de los apóstoles (6,1-7):
En aquellos
días, al crecer el número de los discípulos, los de lengua griega se quejaron
contra los de lengua hebrea, porque en el servicio diario no se atendía a sus
viudas.
Los Doce, convocando a la asamblea de
los discípulos, dijeron:
«No nos parece bien descuidar la palabra
de Dios para ocuparnos del servicio de las mesas. Por tanto, hermanos, escoged
a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría,
y los encargaremos de esta tarea; nosotros nos dedicaremos a la oración y al
servicio de la palabra».
La propuesta les pareció bien a todos y
eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo; a Felipe, Prócoro,
Nicanor, Timón, Parmenas y Nicolás, prosélito de Antioquía. Se los presentaron
a los apóstoles y ellos les impusieron las manos orando.
La palabra de Dios iba creciendo y en
Jerusalén se multiplicaba el número de discípulos; incluso muchos sacerdotes
aceptaban la fe.
Palabra de
Dios
Salmo: 32,1-2.4-5.18-19
R/. Que tu misericordia, Señor, venga
sobre nosotros, como lo esperamos de ti
Aclamad,
justos, al Señor,
que merece la alabanza de los buenos.
Dad gracias al Señor con la cítara,
tocad en su honor el arpa de diez cuerdas. R/.
La palabra del
Señor es sincera,
y todas sus acciones son leales;
él ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra. R/.
Los ojos del
Señor están puestos en quien lo teme,
en los que esperan su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre. R/.
Lectura del santo evangelio según san
Juan (6,16-21):
AL oscurecer,
los discípulos de Jesús bajaron al mar, embarcaron y empezaron la travesía
hacia Cafarnaún. Era ya noche cerrada, y todavía Jesús no los había alcanzado;
soplaba un viento fuerte, y el lago se iba encrespando. Habían remado unos
veinticinco o treinta estadios, cuando vieron a Jesús que se acercaba a la
barca, caminando sobre el mar, y se asustaron.
Pero él les dijo:
«Soy yo, no temáis».
Querían recogerlo a bordo, pero la barca
tocó tierra en seguida, en el sitio adonde iban.
Palabra del
Señor
1. La gente, entusiasmada con el prodigio del "pan para todos", quisieron proclamar a Jesús allí mismo "rey de los judíos". La respuesta de Jesús fue despedir a toda la gente, para irse solo a la montaña a pasar la noche en oración.
Jesús no quería poder político ninguno. Jesús quería arreglar el mundo por
medio de la solidaridad que viene de abajo, no por medio del poder que se
impone desde arriba.
Este mundo se arregla, no mediante políticos
con poder, sino mediante ciudadanos con buen corazón y solidaridad.
2. Los discípulos solos, cuando no están con Jesús, enseguida se ven en las dificultades que simboliza el relato: noche, oscuridad, vientos contrarios, dificultad para avanzar. Y cuando ven confusamente a Jesús que viene hacia ellos "tuvieron miedo" (Jn 6, 19 b).
Cuesta creerlo y más aún aceptarlo,
pero el hecho es que -con demasiada frecuencia y en demasiados asuntos- la Iglesia
le tiene miedo a Jesús. No al Juicio eterno de Jesús, sino a la
aplicación temporal del Evangelio en la tierra. Porque, de tomar en serio esa
aplicación, ¡tendría que renunciar a tantas cosas...!
En este sentido, todos le tenemos miedo
a que Jesús entre de verdad en nuestras vidas.
3. Jesús tranquiliza a los
asustados apóstoles con una afirmación estremecedora: Soy yo. No temáis.
Por supuesto, Jesús asegura que nunca le
tengamos miedo a él. Pero esa afirmación va indeciblemente más lejos.
En el evangelio de Juan, se repite, por
lo menos, 23 veces la afirmación de Jesús: "YO SOY" (Jn 4,26; 6, 20.
35. 41. 48. 51; 8, 12. 18. 24. 28. 58; 9, 7. 9. 14; 11,25; 13, 13; 14,6; 15, 1.
5; 18, 5. 6. 8. 37 b). Los especialistas están de acuerdo en que esta frase
puede ser considerada como una forma del nombre divino revelado a Moisés (Ex 3,
14) (R. E. Brown). Pero la revelación del nombre divino no la asocia Jesús con
el miedo, como en el Sinaí, sino todo lo contrario: "NO TEMÁIS" (Jn
6, 20).
Jesús elimina el miedo, todo miedo.
San José Benito Cottolengo
En Chieri, cerca de Turín, en el Piamonte, san José Benito Cottolengo
(Giusseppe Benedetto Cottolengo), presbítero, que, confiando solamente en el
auxilio de la Divina Providencia, abrió una casa para acoger a toda clase de
pobres, enfermos y abandonados.
Vida de San José Benito
Cottolengo
Pío IX la llamaba “la Casa del Milagro”. El canónico Cottolengo, cuando las
autoridades le ordenaron cerrar la primera fase, ya repleta de enfermos, como
medida de precaución al estallar la epidemia de cólera en 1831, cargó sus pocas
cosas en un burro, y en compañía de dos Hermanas salió de la ciudad de Turín,
hacia un lugar llamado Valdocco. En la puerta de una vieja casona leyó:
“Taberna del Brentatore”. La volteó y escribió: “Pequeña Casa de la Divina
Providencia”. Pocos días antes le había dicho al canónigo Valletti con
sencillez campesina: “Señor Rector, siempre he oído decir que para que los
repollos produzcan más y mejor tienen que ser trasplantados.
La “Divine Providencia” será, pues, trasplantada y se convertirá en un gran
repollo...”.
José Cottolengo nació en Bra, un pueblo al norte de Italia. Fue el mayor de
doce hermanos, y estudió con mucho provecho hasta conseguir el diploma de
teología en Turín.
Después fue coadjutor en Corneliano de Alba, en donde celebraba la Misa de
las tres de la mañana para que los campesinos pudieran asistir antes de ir a
trabajar. Les decía: “La cosecha será mejor con la bendición de Dios”. Luego
fue nombrado canónigo en Turín. Aquí tuvo que asistir, impotente, a la muerte
de una mujer, rodeada de sus hijos que lloraban, y a la que se le habían negado
los auxilios más urgentes, porque era sumamente pobre. Entonces José Cottolengo
vendió todo lo que tenía, hasta su manto, alquiló un par de piezas y comenzó
así su obra bienhechora, ofreciendo albergue gratuito a una anciana paralítica.
A la mujer que le confesaba que no tenía ni un centavo para pagar el
mercado, le dijo: “No importa, todo lo pagará la Divina Providencia”. Después
del traslado a Valdoceo, la Pequeña Casa se amplió enormemente y tomó forma ese
prodigio diario de la ciudad del amor y de la caridad que hoy el mundo conoce y
admire con el nombre de “Cottolengo”. Dentro de esos muros, construidos por la
fe, está la serene laboriosidad de una república modelo, que le habría gustado
al mismo Platón.
La palabra “minusválido” aquí no tiene sentido. Todos son “buenos hijos” y
para todos hay un trabajo adecuado que ocupa la jornada y hace más sabroso el
pan cotidiano.
Les decía a las Hermanas: “Su caridad debe expresarse con tanta gracia que
conquiste los corazones. Sean como un buen plato que se sirve a la mesa, ante
el cual uno se alegra”. Pero su buena salud no resistió por mucho tiempo al
duro trabajo. “El asno no quiere caminar” comentaba bonachonamente. En el lecho
de muerte invitó por última vez a sus hijos a dar gracias con él a la
Providencia. Sus últimas palabras fueron: “In domum Domini íbimus” (Vamos a la
casa del Señor). Era el 30 de abril de 1842.
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