30 - DE
JUNIO – JUEVES –
13 – SEMANA
DEL T. O. – C –
PROTOMARTIRES DE ROMA
Lectura de la profecía de Amós (7,10-17):
En aquellos días, Amasías,
sacerdote de Casa-de-Dios, envió un mensaje a Jeroboam, rey de Israel:
«Amós conjura contra ti en medio de
Israel; la tierra ya no puede soportar sus palabras. Porque así predica Amós:
"Morirá a espada Jeroboam. Israel
saldrá de su país al destierro."»
Dijo Amasías a Amós:
«Vidente, vete y refúgiate en tierra de
Judá; come allí tu pan y profetiza allí. No vuelvas a profetizar en
Casa-de-Dios, porque es el santuario real, el templo del país.»
Respondió Amós:
«No soy profeta ni hijo de profeta, sino
pastor y cultivador de higos. El Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo:
"Ve y profetiza a mi pueblo de Israel." Y, ahora, escucha la palabra
del Señor: Tú dices: "No profetices contra la casa de Israel, no prediques
contra la casa de Isaac." Pues bien, así dice el Señor: "Tu mujer
será deshonrada en la ciudad, tus hijos e hijas caerán a espada; tu tierra será
repartida a cordel, tú morirás en tierra pagana, Israel saldrá de su país al
destierro."»
Palabra de Dios
Salmo: 18
R/. Los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos
La ley del Señor es perfecta
y es descanso del alma;
el precepto del Señor es fiel
e instruye al ignorante. R/.
Los mandatos del Señor son
rectos
y alegran el corazón;
la norma del Señor es límpida
y da luz a los ojos. R/.
La voluntad del Señor es pura
y eternamente estable;
los mandamientos del Señor son
verdaderos
y enteramente justos. R/.
Más preciosos que el oro,
más que el oro fino;
más dulces que la miel
de un panal que destila. R/.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (9,1-8):
En aquel tiempo, subió Jesús a
una barca, cruzó a la otra orilla y fue a su ciudad. Le presentaron un
paralítico, acostado en una camilla. Viendo la fe que tenían, dijo al
paralítico:
«¡Ánimo, hijo!, tus pecados están
perdonados.»
Algunos de los escribas se dijeron:
«Éste blasfema.»
Jesús, sabiendo lo que pensaban, les dijo:
«¿Por qué pensáis mal? ¿Qué es más fácil
decir: "Tus pecados están perdonados", o decir: "Levántate y
anda"? Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la
tierra para perdonar pecados.»
Dijo, dirigiéndose al paralítico:
«Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu
casa."»
Se puso en pie, y se fue a su casa. Al ver
esto, la gente quedó sobrecogida y alababa a Dios, que da a los hombres tal
potestad.
Palabra del Señor
1. Por supuesto, este relato da cuenta de una
curación prodigiosa que realizó Jesús con un impedido, que, por su enfermedad, estaba reducido a la dependencia
total de quienes querían llevarlo o traerlo y ayudarle en todo. Una vez más, la bondad de Jesús libera a
aquel hombre de sus penalidades y sufrimientos.
Pero Jesús va indeciblemente más lejos. Porque, no solo le devuelve al
hombre la salud perdida, sino que, además de eso, le da una dignidad de la que
se veía privado. ¿Por qué?
2. En la cultura de Israel, tan profundamente
marcada por las creencias religiosas, se asociaba la enfermedad con el
pecado. De forma que quien estaba
enfermo, por eso mismo, era considerado como un pecador (él o su familia), es
decir, como mala persona o mala gente.
La enfermedad era un castigo divino.
Así de cruel suele ser la religión (cf. Jn 9, 2;
Mt 4, 23-25; 1 Cor 11, 30). Por eso Jesús, sin esperar a que el enfermo se lo
pidiera, ni que expresara arrepentimiento o confesión de sus pecados, lo
perdona de todo, con escándalo de los letrados, que hasta llegan a pensar de
Jesús que era un blasfemo.
Jesús, por tanto, sana a la persona entera. Le
devuelve su salud y su dignidad.
3. Este hecho nos lleva derechamente al problema del perdón de los pecados en la
Iglesia. Es evidente que, tal como el clero ejerce el poder de perdonar los
pecados, ese poder se convierte en una forma de dominio sobre la privacidad y
la intimidad del ser humano. Un poder que toca donde nada ni nadie puede tocar.
Y bien sabemos el tormento que esto es para muchas personas.
Lo que
se traduce en el abandono masivo del
sacramento de la penitencia.
Es
verdad que, a mucha gente le sirve de alivio el poder desahogarse de problemas
íntimos que son preocupantes.
Como desahogo, eso es bueno.
Como obligación, que condiciona el perdón, eso es
insufrible.
Por eso
es importante saber esto: lo que dice el concilio de Trento (Ses. 14, cap. V)
sobre la confesión de los pecados, necesita dos aclaraciones:
1) No es verdad que el Señor instituyera la
confesión íntegra de los pecados; eso no consta en ninguna parte.
2)
Jesucristo no ordenó sacerdotes
"como presidentes y jueces", ni siquiera "a modo de"
(ad instar) presidentes y jueces (DH 1679).
Por tanto, en la Iglesia debe prevalecer
la posibilidad real de que cada cual le pida perdón a Dios y pacifique su
conciencia como más le ayude. Quizá la
forma más adecuada es la que ya estableció el papa Pablo VI mediante la
penitencia comunitaria.
PROTOMARTIRES
DE ROMA
En la primera persecución contra la
Iglesia, desencadenada por el emperador Nerón, después del incendio de la
ciudad de Roma en el año 64, muchos cristianos sufrieron la muerte en medio de
atroces tormentos.
Este hecho está atestiguado por el escritor pagano Tácito (Annales, 15, 44)
y por Clemente, obispo de Roma, en su carta a los Corintios (caps. 5-6).
Elogio: Santos
Protomártires de la santa Iglesia Romana, que, acusados de haber incendiado la
Urbe, por orden del emperador Nerón unos fueron asesinados después de crueles
tormentos, otros, cubiertos con pieles de fieras, entregados a perros rabiosos,
y los demás, tras clavarlos en cruces, quemados para que, al caer el día,
alumbrasen la oscuridad. Eran todos discípulos de los Apóstoles y fueron las
primicias del martirio que la iglesia de Roma presentó al Señor.
Aquellos confesores de los que sólo Dios
sabe el número y los nombres se mencionan en el Martirologio Romano como
«primicias del martirio que la iglesia de Roma presentó al Señor». Es
interesante hacer notar que el primero de los césares que persiguió a los
cristianos fue Nerón, el más vil, despiadado y falto de principios entre los
emperadores romanos. En el mes de julio del 64, cuando habían transcurrido diez
años desde que ascendió al trono, un terrible incendio destruyó a Roma. El
fuego nació junto al Gran Circo, en un sector de cobertizos y almacenes atestados
de productos inflamables, y de ahí se propagó rápidamente en todas direcciones.
Las llamas lo devoraron todo durante seis días y siete noches, cuando pareció
que habían sido sofocadas por la demolición de numerosos edificios; pero
volvieron a surgir de entre los escombros y continuaron su obra devastadora
durante tres días más. Cuando por fin fueron ahogadas definitivamente, las dos
terceras partes de Roma eran una masa informe de ruinas humeantes.
En el tercer día del incendio, Nerón
llegó a Roma, procedente de Ancio, para contemplar la escena. Se afirma que se
recreó en aquella contemplación y que, ataviado con la vestimenta que usaba
para aparecer en los teatros, subió a lo más alto de la torre de Mecenas y ahí,
con el acompañamiento de la lira que él mismo pulsaba, recitó el lamento de
Príamo por el incendio de Troya. El bárbaro deleite del emperador que cantaba
al contemplar el fuego destructor, hizo nacer la creencia de que él había sido
el autor de la catástrofe y que, no sólo había mandado quemar a Roma, sino que
había dado órdenes para que no se combatiese el fuego. El rumor corrió de boca
en boca hasta convertirse en una abierta acusación. Las gentes afirmaban haber
visto a numerosos individuos misteriosos arrojar antorchas encendidas dentro de
las casas, por mandato expreso del emperador. Hasta hoy se ignora si Nerón fue
responsable o no de aquel incendio. En vista de los numerosos incendios que se
han declarado en Roma desde entonces, puede decirse que también aquél, quizá el
más devastador entre todos, se debió a un simple accidente. Sin embargo,
quedaba el hecho de la complacencia de Nerón y, tanto se divulgaron las
sospechas contra él, que se alarmó y, para desviar las acusaciones que se
hacían en su contra, señaló a los cristianos como autores directos del
incendio.
«Puesto que circulaban rumores de que el
incendio de Roma había sido doloso, Nerón presentó como culpables,
castigándolos con penas gravísimas, a aquellos que, odiados por sus
abominaciones, el pueblo llamaba 'cristianos'» (Tácito, Anales, XV). No
obstante que nadie creyó que fuesen culpables del crimen, los cristianos fueron
perseguidos, detenidos, expuestos al escarnio y la cólera del pueblo,
encarcelados y entregados a las torturas y a la muerte con increíble crueldad.
Algunos fueron envueltos en pieles frescas de animales salvajes y dejados a
merced de los perros hambrientos para que los despedazaran; muchos fueron
crucificados; otros quedaron cubiertos de cera, aceite y pez, atados a estacas
y encendidos para que ardiesen como teas. Muchas de estas atrocidades tuvieron
lugar durante una fiesta nocturna que ofreció Nerón en los jardines de su
palacio. El martirio de los cristianos fue un espectáculo extra en las carreras
de carros, donde el propio Nerón, vestido con las plebeyas ropas de un auriga,
divertía a sus invitados al mezclarse con ellos y al manejar a los caballos que
tiraban de un carro. Entre muchos de los romanos que presenciaron la salvaje
crueldad de aquellas torturas, surgió el sentimiento de horror y el de piedad
por las víctimas, no obstante que la población entera tenía encallecidos sus
sentimientos, acostumbrada, como estaba, a los sangrientos combates de los
gladiadores.
Tácito, Suetonio, Dion Casio, Plinio el
Viejo y el satírico Juvenal, hacen mención del incendio; pero solamente Tácito
se refiere al intento de Nerón para que la culpa recayera sobre una secta
determinada. Tácito específica a los cristianos por su nombre, pero Gibbon y
otros investigadores sostienen que el historiador incluye a los judíos en la
denominación, puesto que, por aquella época, los que habían abrazado la
religión de Cristo no eran tan numerosos como para causar alarma entre las
autoridades de Roma. Sin embargo, este punto de vista, que parece destinado a
disminuir la influencia del cristianismo, no tiene muchos adeptos. Debe
apuntarse que los cristianos, aunque eran una minoría en Roma, no estaban bien
distinguidos de los judíos en ese momento -es conocida la frase que trae
Suetonio: «en el barrio judío se pelean por un tal Cresto»...-, y se les
atribuían monstruosidades, como las de realizar sacrificios humanos, comer
carne de niños, etc, los cristianos, como decía Tácito, eran «odiados por sus
abominaciones», así que aunque no estuvieran dispuestos a creer que habían
provocado el incendio, seguramente era creencia popular que el castigo era
igualmente merecido.
Oración:
Señor, Dios nuestro, que santificaste
los comienzos de la Iglesia romana con la sangre abundante de los mártires,
concédenos que su valentía en el combate nos infunda el espíritu de fortaleza y
la santa alegría de la victoria. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que
vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos
de los siglos. Amén (oración litúrgica).